Han transcurrido 22 años desde que habló con su hija por última vez y sintió una mala corazonada. En Margarita Restrepo no hay olvido, aunque ya no recorre municipios donde tanto se rumoraba que los grupos armados trasladaban a los jóvenes para reclutarlos o desaparecerlos sin dejar ningún rastro.
Pero nunca dejó de buscar a Carol Vanessa para cerrar un duelo esté viva o muerta y continuar su activismo por los derechos a la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas. En especial, las que, como ella, sufrieron uno de los peores crímenes del conflicto armado colombiano, la desaparición forzada.
Hace mucho tiempo, desde aquellos lejanos días cuando vendía chance y helados en su barrio y dio sus primeros pasos como líder comunitaria. Superó el miedo a denunciar la violencia y victimización que sufrieron los habitantes de la comuna 13 de Medellín a finales de los años noventa e inicios de los años 2000.
Primero por milicias de las guerrillas del ELN y las FARC y, luego, de las autodefensas. Finalmente, en las cuestionadas operaciones militares como Orión.
En los peores casos, hombres, mujeres, jóvenes y hasta menores de edad fueron desaparecidos, asesinados y sus cuerpos arrojados en las escombreras del sector y otros sitios de la ciudad.
En esos botaderos de materiales yacen los restos de decenas o, quizás, centenares de personas, según las denuncias de sus familiares corroboradas por confesiones de desmovilizados de esos grupos armados.
Una de esas víctimas sería Carol Vanessa, quien tenía 17 años el 25 de octubre de 2002. Ese día la adolescente, quien cursaba noveno grado y apodaban “crespo loco” por su abundante cabello, salió de la casa donde se desplazó la familia días antes por los enfrentamientos entre esos bandos que asesinaban, desplazaban e imponían fronteras entre barrios, control social y “vacunas”.
Quería encontrarse con unos amigos en el barrio donde vivió la mayor parte de su joven vida. Margarita recuerda que, a través de una llamada telefónica, “le dijimos que no fuera al barrio porque estaba muy peligroso, pero ella me respondió que iba con dos amigos. Entonces le di la bendición y cuando colgué en mi sentir de madre tuve un mal presentimiento y después lloré y lloré”.
Al día siguiente volvió a sonar el teléfono. La mujer reconoció la voz de uno de los amigos de Carol que la acompañaba. “Se escuchaban nerviosos, como si estuvieran encerrados. Solo nos dijeron que nos querían y que iban a estar bien… pero ninguno de los tres apareció nunca”.
De ahí en adelante fueron días de angustia buscando a los jóvenes en morgues y denunciando su desaparición a las autoridades. No hubo respuestas. Pero sí versiones de habitantes en la comuna 13 de que los jóvenes se los habían llevado intimidados a la escombrera de la zona.
La búsqueda no paró allí. Como no los encontraron en Medellín, la madre se armó de valor y viajó a varios municipios en las subregiones del Bajo Cauca y Urabá antioqueño donde se vivía con más intensidad el conflicto armado. “Llegué a pedirle permiso a los grupos armados para buscar a mi hija, pero sin dar con ella”, relata Margarita sobre esos angustiosos días. También tuvo pesadillas donde el cuerpo de su hija yacía en un pantano.
El dolor que empezó hace 22 años y que persiste hasta hoy marcó un antes y un después en su vida. Es antioqueña, tiene 61 años y vive en Medellín. Su condición de madre, víctima y mujer resiliente la transformaron en una defensora de derechos humanos y de las víctimas.
De víctima a defensora
Esa transformación empezó cuando tres años después de la desaparición de su hija llegó “temerosa y desconfiada” en busca de apoyo a la Fundación Santa Laura Montoya, que desde años atrás ayudaba a los habitantes afectados por la violencia. Además de la misión pastoral, por la sensibilidad de la religiosa Rosa Emilia Cadavid y misionera de esa congregación, quien también es víctima de la violencia y desplazada por la violencia.
Fue allí donde conoció a decenas de personas, en su mayoría mujeres con las que compartía el sufrimiento por sus seres queridos asesinados, desaparecidos, desplazados, reclutados e, incluso, objeto de delitos sexuales.
Cuenta que se encontró que “tenían grupos de manualidades, de panadería, hicimos talleres, ollas comunitarias, actos culturales y convites, todo para buscar solidaridad y ayudarnos entre todos a resistir y rechazar la violencia”.
Por esa época, un grupo de ellas había conformado una naciente organización conocida hoy como ‘Mujeres caminando por la verdad’, que en el presente está conformada por 170 personas que persisten en la reivindicación de los derechos de las víctimas de la desaparición forzada. Margarita, en la actualidad, es una de sus integrantes más antiguas, perseverantes y una de sus voceras.
Por eso reconoce que, tras casi 20 años, ha recorrido un largo camino de activismo y transformación personal. Lo hace sentada en un salón de la memoria creado por ellas y en cuyas paredes pegaron las fotografías de sus seres queridos marcadas con la fecha de su desaparición. Las mismas plasmadas en camisetas y pancartas que exhiben en los plantones, conmemoraciones y movilizaciones por las calles.
Entre esas imágenes está la de su hija Carol Vanessa. La señala, luego la sostiene en una mano y relata que “dejé de pensar en vengarme porque desaparecieron a mi niña. No he olvidado el dolor, pero me ha enseñado que este mismo dolor es compartido por muchas compañeras y a no quedarme sumergida en ese fango donde me estoy ahogando y que puedo ayudar a otras personas”.
Las fotografías de sus desaparecidos también las llevaron colgadas en el cuello en las diferentes excavaciones de búsqueda de restos óseos en la escombrera de la comuna 13 y cementerios de Medellín por parte de las autoridades. Esto representó un logro porque se dieron, en gran medida, por la incidencia de las Mujeres Caminando por la Verdad y otras organizaciones y colectivos que las respaldan.
Como reconocimiento a esta causa, en el año 2015, recibieron el Premio Nacional a la Defensa los Derechos Humanos Colombia en la categoría “Experiencia colectiva del año”. Y desde 2017 la organización fue incluida en el Registro Único de Víctimas como sujeto de reparación colectiva, cuyo plan se encuentra en diseño y formulación de medidas.
Para Margarita, la misión continúa porque “nosotros los líderes somos la voz y el rostro de aquellos que callan. No podemos ser indiferentes ante estos hechos y la guerra y nos corresponde hacer memoria por las víctimas de un delito que le ha hecho tanto daño a Colombia y tenemos que contar esta historia para que no vuelva a pasar”.
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Las cifras de este delito de lesa humanidad le dan la razón. En el Registro Único de Víctimas hay 51.747 desaparecidos y 142.738 familiares reconocidos en Colombia. Antioquia es el departamento más afectado.
Mientras tanto, las mujeres como Margarita y sus organizaciones se resisten no solo al olvido y la impunidad de estos crímenes. A fuerza de resiliencia y en memoria de esos seres queridos ausentes persisten en buscar verdad, justicia y reparación. Por eso, a donde quiera que vayan repiten una y otra vez alzando su voz: ¡que no se repita!
Resaltar el poder transformador de las víctimas del conflicto armado es una de las apuestas más importantes de la Unidad para las Víctimas. Seguimos trabajando para dignificarlas y reconocer su capacidad de cambiar las condiciones de vida de sus familias, comunidades y territorios; son las víctimas del conflicto armado quienes hoy deben tener la palabra, pues son quienes han dado segundas oportunidades y son el referente ético y moral para guiar al país hacia la Paz Total.