En punto de las 9:00 de la mañana, Jairo Ángel Velásquez, acompañado por su hijo Deyvis, cruzó la puerta del Club Cafam Madelena, ubicado en el sur de Bogotá. La alegría no le cabía en el pecho y se irradiaba en su rostro. Por fin había llegado el día prometido.
Ese jueves en la mañana recibiría, de parte de la Unidad para las Víctimas, la carta de indemnización administrativa, un recurso que había esperado por más de 24 años cuando tuvo que salir desplazado de su natal Gigante, en el Huila.
Jairo vestía un pantalón color caqui y una chaqueta café clara, una indumentaria que solo usa para asistir a eventos especiales. Cuando entró al salón se sorprendió al ver más de 100 personas. Todos los presentes esperaban seguramente lo mismo que él, la anhelada indemnización.
Al detallar los rostros de quienes estaban en la sala encontró que eran personas mayores, otros con discapacidad y unos más, llegaron acompañados de sus familias por estar diagnosticados con enfermedades graves o ruinosas. Estos tres fueron los grupos priorizados por la Unidad para el pago de indemnizaciones en esta vigencia.
Jairo, a punto de cumplir los 70 años, se siente como un roble, vital, fuerte y se compara con los mejores años del árbol de ceiba que había en el parque principal de su natal Gigante, un municipio ubicado a 400 kilómetros de Bogotá, a unas ocho horas por carretera de la capital.
Lastimosamente, esa ceiba, símbolo del municipio huilense, se desplomó en el año 2021. Un hecho que fue noticia nacional porque llevaba sembrado allí 170 años y quienes lo plantaron, lo hicieron para conmemorar la abolición de la esclavitud. “Fue un hecho muy triste para nosotros los habitantes de Gigante”, recuerda Jairo.
En medio del bullicio propio de la entrega masiva de cartas de indemnización, y mientras esperaba el turno para recibir la suya, Jairo Ángel se preguntaba si esas personas fueron víctimas de la misma violencia que él sufrió o, por el contrario, su historia tiene una mayor carga de violencia.
Y es que él tuvo que ver como integrantes de un grupo armado, el cual Jairo prefiere no mencionar, amenazaron de muerte a su esposa, Olga e iniciaron un asedio para intentar reclutar a sus hijas, quienes por ese entonces estudiaban en el colegio.
Ante el acoso constante, Jairo se armó de valor y salió a enfrentarlos en uno de los caminos de la vereda. Les exigió que dejaran en paz a sus hijas, pero esa valentía sentenció su desplazamiento.
Luego de amenazas, como pudo, recogió sus cosas y junto a su esposa y sus cuatro hijos salió huyendo hacia Bogotá a finales del año 2000. “Nosotros nos desplazamos porque iban a reclutar a mis hijas, ahora solo queremos vivir tranquilos”, asegura con voz pausada.
Han pasado 24 años desde el desplazamiento, y algunos de los recuerdos siguen vivos.
Jairo cuenta que llegó a Bogotá donde unos amigos y tras un año de soportar el frío en la capital del país y al no tener recursos para sostener a su familia, decidió regresar a Gigante y retomar sus actividades, siempre cuidándose para que el actor armado ilegal no lo ubicara. Allí ha vivido todos estos años fortaleciendo su finca.
A pesar del sufrimiento y de las heridas que deja el conflicto armado, la vida de Jairo ha cambiado. Su rostro y cuerpo reflejan a un hombre vigoroso, alegre, extrovertido. Atrás quedaron las amenazas y los intentos de reclutamiento de sus hijas, hoy ha perdonado a sus victimarios y solo quiere seguir cultivando en su finca.
“El recurso lo voy a utilizar muy bien porque quiero hacer producir mi pequeña parcela con un proyecto en plátano y otro de café”, dice con el acento característico de las personas nacidas en Huila.
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Además, lo ilusiona, particularmente, su proyecto de reforestación con la guadua del que dice ayudará a mantener el caudal de la quebrada que cruza por su finca.
El tiempo pasa y por fin su nombre resuena en los parlantes del salón: “Jairo Ángel”, se escucha. Jairo se acerca a la mesa, el trámite es corto. Entrega una copia de su cédula, estampa su huella y firma, tras la entrega de la carta, pide que le tomen una foto con el funcionario con el que también habló de cultivar el campo. Su sonrisa, plasmada en esa foto lo dice todo.