Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas

A punta de pistola y con el alma blanca

Por Erick González G.

Edwin recibe el encargo de eliminar cualquier rastro de su objetivo; desaparecerlo por completo es la idea, y de no lograrlo le garantiza al cliente, por lo menos, que lo deja irreconocible. Escucha las indicaciones de su misión, si desea aceptarla. Ha recibido un adelanto por su trabajo, que guarda en su billetera, y ya no hay marcha atrás. En su negocio se puede rechazar un encargo en cualquier momento, pero no cuando ya le han pagado una parte por llevarlo a cabo, porque podría costarle caro, muy caro… no ignora que lo más importante de su trabajo es cumplir con su palabra: hacer el trabajo rápido, pulido. El no hacerlo le puede costar la vida.

Edwin lleva ya un tiempo observando a la víctima, aunque sabe que no hay que darle tantas vueltas a la misión porque tiene un tiempo para cumplirla. Se le acerca, la sujeta, la inmoviliza. Ya la tiene en su poder. Lentamente arrastra el cuerpo del delito —si lo hace mal y deja evidencia — al lugar en el que le comenzará a disparar.

Edwin Fabián Guerrero, de 27 años, trabaja en eso porque la violencia lo condujo allí. En el 2006, hacia los 10 años de edad, en el municipio de Tablón de Gómez, a 62 kilómetros de Pasto, en el departamento de Nariño, la guerrilla lo reclutó forzadamente al aprovechar que lo encontraron solo en su casa. Su madre y su hermano menor no estaban. Tal vez fue lo mejor, porque quizá se hubieran llevado también a su hermanito. “Es que en la zona cultivaban la amapola, lo que se prestaba para que hubiera grupos armados que controlaban la región; ellos convocaban a la gente en la escuela para decirles que tenían que colaborar arreglando caminos, pagando alguna cuota o que estaban buscando personas para reclutar”, recuerda Edwin.

En el grupo armado, al principio, los ojos estaban sobre él. Claro, era nuevo. Era la etapa del entrenamiento, de los horarios —de levantada, de las comidas y de la dormida—, de conocer el armamento, de hacer guardia, de realizar largas caminatas, pero especialmente era la etapa de ganarse la confianza.

A los cuatro meses se la ganó y tuvo que probar “finura” —como alegan en el argot criminal—. Allí sacó a relucir su apellido. “Tuve que ir al municipio de La Cruz para comprar la remesa de la semana y aproveché la situación y me escapé. Me monté en una chiva y llegué a un lugar a tres horas de distancia. No sé si me buscaron”. Solo supo que el Ejército tuvo un enfrentamiento con un grupo ilegal que los ahuyentó de la zona. Rápidamente, a hurtadillas, se montó en una chiva y llegó a San José de Albán, a dos horas de La Cruz, donde se comunicó con el esposo de su mamá para que lo fueran a recoger.

Para evitar que lo hallaran en la casa familiar, se fueron a vivir a la cabecera municipal. La presencia allí de la Fuerza Pública garantizaba tranquilidad. Así su madre debió cambiar las labores agrícolas por los trabajos en casa de familia. Con el tiempo, Edwin terminó el bachillerato y viajó a Pasto donde finalizó una licenciatura en la Universidad de Nariño.

Ahora vive en La Unión. Allí se gana la vida. Ya son tres semanas desde que tiene al objetivo en su poder. Llegó la hora de dispararle al objetivo que apodan “la Asesina”. Con ese alias, cualquiera podría pensar que merece su destino. Elige el arma para cumplir con su misión. Se decanta por una pistola. Edwin apunta y aprieta el gatillo. Ha cumplido su misión. Por eso lo llaman “el Doctor”.  

A todas sus “víctimas” les dispara —con contemplación para que las contemplen— el barniz para enterrar en el pasado su vieja apariencia. En un pueblo tan pequeño sus pacientes suelen llamarse AKT, Honda, Suzuki o Yamaha.

Edwin Fabián Guerrero en realidad es el Doctor Motor. Así se llama su miniempresa o taller de tuning dedicado a pintar principalmente motos, que pudo levantar gracias a la indemnización que recibió de la Unidad para las Víctimas, por ser una de las 572.330 personas afectadas por el conflicto en Nariño y de las 9.627 personas que sufrieron desplazamiento forzado en la zona del Tablón de Gómez, además de pertenecer al no selecto grupo de los 556 jóvenes vinculados por grupos armados ilegales contra su voluntad en el departamento, según el Registro Único de Víctimas.

Ese negocio es su vida. “La gente reconoce mi trabajo y la idea es que crezca; que no solo sea para mí, sino que sirva como fuente de empleo para otras personas”.

En el taller labora con su hermano menor —mecánico empírico— y a veces con otra persona que funge de ayudante.

Por su alma de profesor, Edwin entiende la importancia de enseñar. “Mi sueño es aprender más sobre mi arte y transmitir esos conocimientos, poder fundar un colegio donde podamos educar y enseñar la pintura y la mecánica como otra opción de vida”, que sirve para sacar adelante a la familia, como él lo hace, y permite tener una existencia digna, como él lo dice.

“La Asesina” tiene nuevo aspecto. Ya la reconstruyeron, porque para pintarla tuvieron que desarmarla. Está lista para entregar. Su mote se debe a que ha tumbado a su dueño tres veces. Cambió de look; tal vez no cambie de apodo.