Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas

La casa de la esperanza

Hace 25 años, en el sector de La Chinita, en Apartadó, las Farc asesinaron a 35 personas, al confundir una verbena para recoger fondos para los útiles y escolares y las matrículas de los hijos de Rufina Gutiérrez Córdoba con una reunión de reinsertados del Epl. Hoy, su casa, epicentro de esa barbarie, gracias a la lectura y al cine, se ha convertido en un faro para la prosperidad de niños y adolescentes.

Por Erick González G.

2019, viernes, 6:30 p. m., la casa de la masacre, calle 103 con carrera 87, hogar de Digna Allín Gutierrez y su hija Paola.

¡Pelaos, silencio! Vamos a comenzar a ver a quién se le quema la papa caliente. Listos, ¡ya! La papa caliente, la papa caliente, la papa caliente… ¡se quemó!

El jolgorio explota, y alrededor de 45 niños y niñas corean: “Pobrecita, pobrecita…” a una niña de 8 años que se quedó con la pelota en sus manos y debe cumplir una penitencia: levantarse y ejecutar un acto en mitad de la sala. Con la pena propia de la infancia decide bailar salsa. La escasez de la casa de Digna no permite gozar de un equipo de sonido, ni siquiera de un modesto parlante para que alguien improvise como disyóquey; así que con la espontaneidad de la niñez y de esa rumba que brota de esa piel negra a prueba de penurias e infortunios, un grupo de jovencitos imita al grupo Niche; sus palmas, a la clave y sus voces versionan Cali Pachanguero, Cali luz de un nuevo cielo… ¡carnaval en La Chinita!

Así, con un juego, casi siempre 60 niños abren el telón de la noche de los viernes en la casa de Digna Allín Gutiérrez, es el prólogo al club de lectura que creó desde hace seis meses. “Comenzamos con 15 niños y ellos les comentaron a otros, y así ha crecido el grupo”, afirma Digna, cuya casa fue el epicentro de la masacre de La Chinita hace 25 años, una época en la que el terror colonizaba las noches del barrio Obrero con los dos o tres disparos nocturnos que habitualmente se escuchaban y que eran sinónimo de asesinatos selectivos.

Domingo 23 de enero de 1994, 1:30 a. m., la calle de la masacre, calle 103 con carrera 87, barrio La Chinita

Rufina Gutiérrez Córdoba, madre de Digna, una chocoana del corregimiento de Samurindó, cuya memoria por más que la revuelque no alcanza a precisar su fecha de nacimiento (Chocó) –porque hubo una equivocación en su registro civil y sus padres murieron cuando era muy pequeña–, aunque la calcula en 73 años, fue quien se vio en la necesidad de organizar una fiesta para recolectar fondos para matricular a sus hijos en el colegio y comprar sus útiles escolares.

“El papá de mis nueve hijos no respondía por ellos, y aunque solo cinco estaban en el colegio, no tenía cómo matricularlos, y eso que un hijo me había enviado como 80.000 pesos, pero es que tampoco tenía para el mercado”, afirma Rufina.   

Con los 80.000 pesos compraron una parte de las bebidas para la verbena, la otra la tuvieron que fiar. A las 7:00 p. m. inició la fiesta. Las mesas y las sillas atiborraban la calle. Todo era algarabía y juerga. Su hija Digna fungía de bar tender desde el congelador de su casa. La pista de baile, de 7 metros por 14, ubicada en una esquina, se avivaba con la música que un disyóquey improvisado colocaba desde la sala de la casa de Rufina, que ahora habitan Digna y su hija, Paola.      

Hacia la 1:30 de la madrugada, cuando Digna estaba en la puerta, despachando la bebida, una de sus hijas llegó corriendo desde una esquina y le dijo:

Mami por ahí vienen los policías.
¿Policía?”, respondió.
Qué sí mami, la Policía.

“Yo me quedé tranquila, incluso cuando vi la gente que se echaba hacia atrás, pensé que era una pelea de casados, pero cuando oí la ‘plomera’, cogí a mi hijo y lo eché pa’ dentro; a mí me tumbaron al piso, cuando una bala pasó rozando mi cuerpo”, recuerda Digna.

La irracionalidad de las balas esparció el terror; quemaron una moto y un ‘picó’. En un santiamén un montón de personas se embutieron en la casa de Rufina a repartirse cualquier cosa que sirviera de escudo. De repente la insensatez se prendió aún más.

Incendien las casas, ordenó alguien.

Pero las mujeres apagaron esa intención al alegar, entre la clemencia y el paroxismo, que había muchos niños dentro de las casas. No prendieron fuego, pero el tiroteo continuó y los cuerpos seguían cayendo. Y como si tuviera un imán que los atrajera llegaron al hogar de Rufina.      

“Primero, alguien se paró en la puerta de la casa, estaba enmascarado. Ingresaron a la casa, partieron las camas y desbarataron el chifonier. No sabía por qué se metían acá, aunque sí se escuchaba que el sector estaba amenazado”, afirma Rufina.  

Todas las víctimas de aquella masacre coinciden en que un par de años atrás el dominio de la región lo compartían las Farc y el Epl, pero cuando este último grupo decidió entregar las armas y retornar a la vida civil, las Farc le declararon la guerra, y los que más corrían peligro fueron los reinsertados que crearon el movimiento Esperanza, Paz y Libertad.

Las amenazas al barrio se debían a que los gestores de la invasión de los terrenos sobre los cuales se levantó La Chinita fueron el sindicato Sintrainagro –fusión de los antiguos sindicatos Sintrabanano, respaldado por las Farc, y Sintagro, apoyado por el Epl– y el naciente partido. Pero en la verbena, de los 35 muertos, al parecer, solo dos pertenecían a Esperanza, Paz y Libertad. 

“Aunque la orden era no matar mujeres, sí mataron a una por estar protegiendo a su esposo”, cuenta Digna.

A las cinco de la mañana llegó el Ejército. La familia de Rufina al sentir la presencia militar se envalentonó para abrir la puerta, pero la imagen tan terrible de la calle diluyó cualquier atisbo de ilusión. Había tantos muertos que parecía un camposanto. Los canales construidos por la gente estaban embadurnados de tanta sangre, que por la falta de lluvias tiñó la calle por mucho tiempo, desprendiendo un olor nauseabundo, sepulcral, que les hacía rememorar la fatídica noche.

La casa de los anfitriones semejaba una morgue, quedó invivible, la sangre y el olor no dejaban habitarla.

“Me sentía culpable porque si no se hubiera hecho esa fiesta no hubiera muerto tanta gente, pero a pesar de eso los miembros de la junta me decían que no me sintiera mal, que eso iba a pasar porque hacía tiempo lo tenían anunciado”.

Durante 15 días Rufina se fue con sus hijos pequeños para Madera; Digna se marchó para Medellín. Pero la necesidad obligó su regreso porque no tenían donde quedarse. Cuando volvieron el barrio era solo miedo. Pero lo peor no era volver a la barriada, era vivir en la que desde ese momento fue conocida como la casa de la masacre.

“Yo trabajaba con una máquina de coser. Mis hijos mayores me ayudaron con plata o mercado hasta que la cosa se fue normalizando. No tuvimos un apoyo psicosocial, porque como no me habían matado a ningún familiar dizque no tenía derecho a nada, pero hace como ocho años declaré como desplazada, y ya me han dado tres ayudas en dinero”, afirma Rufina.

Las personas tuvieron que empezar de cero y aprender a exorcizar el miedo. La cautela se convirtió en el undécimo mandamiento, ya que lo que dijeran les podía costar la vida. Si presenciaban alguna situación extraña, el silencio era lo más aconsejable. El terror hizo que los hábitos de la gente se perdieran.

“Antes de la masacre jugábamos golosa y ponchados. Este barrio era una comunidad híbrida y cada quien venía de diferentes partes con sus costumbres y tradiciones”, asegura Digna.

La casa durante más de dos décadas fue inhabitable, cuando llovía mucho, las aguas negras del alcantarillado la inundaban. Rufina se fue a vivir con un hijo, pero Digna siempre permaneció allí. Solo hasta hace año y medio le reconstruyeron la casa.

“Alguien me dijo que me acercara a la Unidad para las Víctimas para lograr una indemnización prioritaria, auxilio que se da cuando hay situaciones muy vulnerables, y así obtuve mi indemnización”, aseguró Digna.

La casa de la esperanza, a. m. y p. m.

Después de la masacre los libros le ayudaron a Digna a perder el miedo y a entender el porqué las personas actúan de determinada manera. En vista de ese beneficio decidió ayudar de la misma forma a otros.

“Cuando inicié a hacer promoción de lectura con los desmovilizados y sus familias, yo sabía el efecto que podía generar en ellos, que comprendieran que leer es una manera de entender en qué condiciones vivimos y de mejorar. Ese efecto que los libros generaron en mí es el que he comenzado a impartir en madres cabezas de hogar, y estoy segura qué los libros van a ayudar mucho a que los niños vean las cosas de una manera diferente”, afirma Digna.

Cualquier día un niño puede llegar a su residencia y ponerse a leer un libro sin pedir permiso. Los libros álbum, por sus imágenes, son los favoritos. Esta aventura, para nada quijotesca, luego de seis meses parece que podría alcanzar mayores logros:  otras madres le han pedido que lo implemente en otros sectores de Apartadó. 

Sin embargo, para ello le faltan recursos para entregar material didáctico y refrigerios a los niños que asistirían a las lecturas, como lo hace en su casa.

Pero Digna no se contenta con lo que está logrando, y con la idea de hacer reflexionar también a los adolescentes, hace dos meses comenzó los cineforos. “El último viernes de cada mes presentamos una película. Ponemos una sábana blanca en la fachada de la casa y con un video beam prestado proyectamos una película que ya hemos visto y analizado con el fin de hacer reflexionar a los jóvenes y alejarlos de las pandillas”, cuenta Paola, hija de Digna, quien se encarga de seleccionar la película y descargarla.

Cuando se presenta la película llegan más de 100 niños, sin contar los adolescentes y las madres, por lo que necesitan más de 100 refrigerios.

Con esta idea Digna ya inició el proceso para crear su fundación Paso a Pasito, que refleja la forma como arrancaron con este proyecto. Hoy su casa es un libro abierto, su club de lectura con 60 niños se ha convertido en un gran cuento que está escribiendo con buenos resultados; extenderse a otros sectores de Apartadó es el ensayo que desea abordar; de esta forma su hogar, 25 años después de la masacre, a punta de cine y libros, se ha convertido en la casa de la esperanza, en todo un ejemplo de dignidad, y los niños de su club de lectura, como dice la canción del grupo Niche que entonan a las salseritas, son “todo un pueblo que inspira”.

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