Durante sus años como líder comunitario en Saiza, corregimiento de Tierralta, fue desplazado varias veces por la guerrilla, por las autodefensas y el ejército, que lo acusaron de ser presuntamente informante de la facción enemiga. Desde su región, que registra 4077 personas asesinadas y 1739 desaparecidas por el conflicto armado, hoy considera que lo vivido por él ha sido una gran enseñanza espiritual.
Por Erick González G.
“Dígale al profe que no se aparezca, que lo están buscando, que él está en la lista para matarlo”, era la frase que, como el eslogan de una saga de terror con cinco partes, Omar de Jesús Pino Torres escuchó por más 20 años, en Saiza, corregimiento de Tierralta, incrustado en el Parque Nacional Paramillo, donde la historia dicta que surgieron las autodefensas, presencia que junto con la de la guerrilla ocasionaron que 120.238 personas de Tierralta estén incluidas en el Registro Único de Víctimas (RUV).
Omar cuenta su biografía como si fuera la presentación de un guion cinematográfico. De 61 años, de Dadeiba (Antioquia), de hogar campesino y católico, de padre jornalero y madre ama de casa, el mayor de siete hermanos, con comodidades suficientes para graduarse de bachiller, pero sin tierras propias son las características de su personaje en esta historia de horror.
Su sinopsis comienza en 1980, cuando la familia de Omar decidió emigrar a Saiza (Córdoba) por la promesa, casi bíblica, de encontrar tierras que pudieran convertir en su propia finca. Su padre se fue en avanzada para corroborar la realidad de ese compromiso, y a los meses, con esa confianza en la gente y en la tierra que tanto reclama el ADN del campesino antes de apostar su esperanza, le siguió su familia.
Cuando llegaron, su padre era ya el presidente de la junta de acción comunal del corregimiento. Omar, como buen campesino que sabe que la fe, más allá o más acá de una oración, hay que labrarla, decidió seguir el sendero social y comunitario de su padre e ingresó a la junta.
También consiguió trabajo como docente en la escuela de El Carmen, en Saiza. “En ese tiempo lo nombraban a uno solo con el cartón de bachiller. Me tocaba enseñar todos los grados, de primero a quinto, claro que tuvimos capacitaciones”. Su afirmación hace recordar la bellísima cinta El rey de los niños (Chen Kaige, 1988), nombre con el que llamaban a los maestros de escuela desde tiempos antiguos en China, que narra la labor del joven profesor Lao Gan destinado a dictar clases en una remota aldea durante la revolución cultural, que pese a no sentirse seguro de sus capacidades supo evadir la carencia de libros y los programas oficiales e impartió una enseñanza basada en la libertad, la imaginación y el buen trato.
Pronto, Omar llegó a ser “director de núcleo”, y tuvo a su cargo 37 profesores o escuelas, que era lo mismo, ya que un profesor era todos los cursos, todas las materias, era la escuela. Peregrinaba de vereda en vereda como si fuera uno de los protagonistas del filme iraní La Pizarra, de la directora –de 23 años en ese entonces– Samira Makhmalbaf, ganador del Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes, en el 2000, que con un estilo neorrealista contaba la odisea de profesores que recorrían las colinas del Kurdistán iraní buscando niños –quienes contrabandeaban para ganarse la vida en la frontera y al mismo tiempo huían de los bombardeos en tiempos de la guerra contra Irak– para darles clase a cambio de comida, y que llevaban el tablero colgado en sus espaldas.
En las veredas de Saiza el salón podía ser de palma, con cinco bancos, o podía ser la huerta, el río, el campo o un potrero. “El tablero había que hacerlo, cepillar unas tablas, pegarlo con puntilla y pintarlo de verde o negro, las tizas se compraban en Urabá o en Tierralta y del bolsillo de uno”.
Comenzó ganando 5.600 pesos mensuales, pero los padres de familia le colaboraban, como él mismo dice, con la comida, la posada, la bestia para andar y, a veces, le regalaban cerdo y gallinas. “El profesor era un todero: era psicólogo, sacerdote, veterinario, consejero, había que investigar mucho, aprendí más enseñando que en los once años de escuela. No solo enseñé, también aprendí”.
Ser profesor lo marcó positivamente: “De la camada de estudiantes que tuve hay solo dos o tres profesionales, y el resto se quedó trabajando en los territorios, no hay nadie varado por ahí”.
Paralelo a su labor como profesor y director, trabajaba en la finca de su familia, ejerció funciones en la junta de acción comunal, incluso reemplazó a su padre en la presidencia y logró crear juntas en las 37 veredas para trabajar por el desarrollo social de la región.
A mediados de los 80, la región comenzó a vivir años de pesadilla por la presencia de las Farc y el Epl, por la que según el libro Toma y ataques guerrilleros (1965 – 2013) –fruto de la investigación entre el Centro de Memoria Histórica y la Universidad Nacional– Tierralta es uno de los diez municipios más tomados y atacados por la guerrilla en el país. A finales de la década se sumarían los miedos por el accionar paramilitar.
Omar duró como director de núcleo solo dos años, ya que, por primera vez, en 1984, una frase llegó a sus oídos: “Dígale al profe que no se aparezca, que lo están buscando, que él está en la lista para matarlo”. El se busca era del Epl; la advertencia, de un antiguo alumno que se había incorporado a esas filas.
Se desplazó hacia Medellín, donde estuvo un año viviendo de la caridad de sus familiares. Su esposa pudo permanecer en la finca y mantener su labor como docente. “Por mi trabajo yo salía mucho de la región para ir a la gobernación, por lo que la guerrilla me acusaba de ser un informante del Ejército”.
Debió valerse de conocidos que le ayudaron a aclarar las cosas con las personas que lo tenían en la lista negra para poder regresar, pero cuando retornó había perdido el empleo como director de núcleo, aunque lo vincularon de nuevo como profesor.
En abril de 1988, la disputas por la región entre autodefensas y guerrilla incitaron al grupo paramilitar Los Magníficos, liderado por Fidel Castaño, a cometer la masacre de La Mejor Esquina, al sur de Córdoba, donde asesinaron a 27 campesinos. Luego, el 23 de agosto, la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar atacó a una estación de Policía, en Saiza, que ocasionó la muerte de 14 uniformados, 12 civiles y la desaparición de 26 soldados.
“En Saiza había una base militar, un puesto de policía y un grupo de defensa civil, que era una agrupación de campesinos que, con escopetas y rifles, como si fuera una especie de grupo paramilitar, trabajaba de la mano de la Policía y el Ejército. La Coordinadora Guerrillera arrasó con eso grupos”, cuenta Omar.
Aunque la toma de Saiza no le tocó vivirla personalmente, la calumnia si lo perseguiría. “Estaba en Bogotá con otras tres personas de la comunidad, haciendo gestión de desarrollo en los ministerios. Nos dimos cuenta de lo que había pasado por los noticieros. Rápidamente regresamos en avión hasta Chigorodó y de ahí a Saiza, pero fue cuando nos la montó el ejército, la policía y la defensa civil. Nos acusaban de que sabíamos de la masacre, que trabajábamos de la mano de la guerrilla, que éramos los informantes”.
Debido a la toma, cuenta Omar, el Gobierno les respondió rápidamente las peticiones para el desarrollo de la población que habían llevado a la capital. Sin embargo, días antes de la visita de las autoridades, regresarían las amenazas. “Una noche me tocaron a la puerta de atrás de mi casa, pero no abrí, no me moví, y a los minutos escuché los disparos contra el fiscal de la junta de acción comunal que acabaron con su vida. Un miembro de le defensa civil, que era conocido, me dijo: ‘¡Pilas! que usted se salvó por no abrir la puerta, si no hubieran sido los dos, ¡pilas profe que a usted lo están buscando para matarlo también!, ¡vuélese de noche, porque lo tiene en la mira!’ Así que me volé y me fui para Peque, a un caserío donde vivían familiares de la señora mía; allá duré tres o cuatro meses”.
Aunque la versión sobre el informante cambió, la película era la misma. El se busca era del ejército, la advertencia, de otro antiguo alumno. Omar debió valerse de la estima de la gente para clarificar las acusaciones. “Me ayudó el alcalde de Carepa de esa época, quien me hizo el contacto con la brigada, y me ayudó a aclarar la situación. ‘Cómo así que antes lo saca la guerrilla y ahora el ejército’, les dijo”.
No se sintió muy tranquilo con el indulto. Prefirió quedarse un tiempo quieto, con el perfil a ras de piso para no llamar la atención y poder reiniciar labores con las comunidades lo más pronto posible.
Sobre la defensa civil, el libro Toma y ataques guerrilleros (1965 – 2013) afirma que se trataba de grupos civiles de resistencia entrenados por la policía, a la que apoyaron para repeler los ataques de la guerrilla contra Saiza en mayo de 1984 y agosto de 1986.
Con respecto a lo sucedido en el 88, Omar afirma que “los miembros de la defensa civil se marcharon al Magdalena medio donde fueron formados como paramilitares y regresaron al Urabá y a Saiza. Además, debido a la desmovilización del Epl, en 1991, algunos de sus comandantes se pasaron a las autodefensas, como ‘el Negro Ricardo’”.
Hacia 1994, ahora por culpa de las Farc, su biografía se convertía en una saga de desplazamientos conformada por tres amenazas distintas y un solo peligro verdadero. Ellos querían que los líderes de las juntas de acción comunal se convirtieran en milicias, pero como se negaron los transformaron en objetivos militares. “Me tocó salir otra vez de la región. Los que siempre me informaron las decisiones tomadas por los guerrilleros, las autodefensas o el ejército, fueron alumnos míos. Ellos al enterarse corrían y me avisaban, por lo que me podía volar. Hubo reuniones en las veredas donde decían: fulano de tal colabora con la causa, pero Omar Pinto está como dudoso, y esa salidera de él de la región es sospechosa, hay que proceder, así que los muchachos a los que les enseñé y que se habían incorporado a esos grupos me advertían”.
De nuevo se fue para Medellín. Y de nuevo debió acudir a la misma estrategia: que el aprecio de la gente y su transparencia en su labor comunitaria intercediera por él. “Como los procesos para el desarrollo de la región en los que estaba trabajando se retrasaban, tomaban la decisión de hablar con el comandante, y así pude regresar”.
Al volver debió sacrificar una pasión. “Dejé la docencia por la zozobra que causaba, ya que al estar de vereda en vereda y salir de un lugar y entrar a otro, sin que nadie me hiciera nada, cualquier grupo podía otra vez malinterpretarlo y me ponía en peligro. Es que mientras yo trabajaba mataban gente y secuestraban”.
Así que se encomendó a su miscelánea Variedades Myriam, bautizada así en honor a su esposa, donde vendía materiales de construcción, de ferretería, medicina para animales, zapatos y ropa, entre otros productos.
El runrún de una amenaza se dispersaba en la región mucho más rápido que un buen chisme, pero había factores que impidieron blindarse de ese presagio.
“Las autodefensas decían que dejáramos el territorio. El ejército nos decía que no ingresáramos comida porque era para la guerrilla, pero ¡cómo no resistir!, ¡cómo abandonar el territorio y lo que se ha construido por 20 años! El proceso de encontrar una tierra en ese parque natural, convertirla en pueblo, trabajar por las escuelas, tener un centro de salud mejor dotado que los de otros municipios más desarrollados, ¡cómo abandonar eso!”.
Si las autodefensas en ese momento eran la espada, las Farc eran la pared. “La guerrilla nos trataba de institucionalistas porque convocaban a un paro, a una huelga y nosotros no participábamos en eso. A nosotros nos interesaba hacer proyectos para el desarrollo de la región y presentarlos ante las entidades”.
El miércoles 14 de julio de 1999, a las 2:00 p.m., se materializó la masacre. El Bloque Bananero de las AUC se presentó con lista en mano y las primeras exequias estaban reservadas para los comerciantes a quienes tildaban de abastecedores de la guerrilla. El saldo: 11 personas asesinadas.
“Ese día no estaba en el pueblo, estaba en mi finca Los Cedros, trabajando, porque días atrás el ejército nos había dado lo que era una señal de lo que iba a pasar; por eso, el lunes me fui a la finca. Robaron, quemaron negocios. Mi hijo menor vio cómo quemaron la miscelánea que también era mi casa, mejor dicho…”
Un exalumno que estaba con las autodefensas se encontró con su esposa y le preguntó “que dónde estaba yo, que ojalá no hubiera bajado de la finca, dígale al profe que no se aparezca, que lo están buscando, que él está en la lista para matarlo”.
Como si los daños no hubieran sido suficientes, el grupo de autodefensas ordenó a los habitantes tres días para decir adiós a sus costumbres y su región. Ni los fantasmas se quedaron.
Omar se fue con su familia al Urabá, pero ese pasado seguía latiendo, así que en el 2001 se reubicó en una finca del corregimiento de Batata, del municipio de Tierralta, ahora sin sus padres que decidieron quedarse en el municipio urabeño de Carepa. Allí con otras 40 familias comenzaron a sembrar siete hectáreas de maíz, pero tres meses después la pesadilla se repitió: “Llegaron las Farc y nos sacó de ahí, nos quitó lo que teníamos, diciendo que éramos colaboradores de las autodefensas”.
Un hecho comenzó a modificar el destino de la región: el 15 de julio de 2003, en una finca en Santafé de Ralito, corregimiento de Tierralta, el gobierno y las Auc firmaron un acuerdo para desmovilizar sus filas.
“En el 2004 hicimos el retorno más grande que se haya hecho en Colombia. Los saiceños nunca quisimos ser limosneros, no dejamos de trabajar con la frente en alto, fuimos formados, criados para no ser humillados nunca y no depender de nadie. Pero no continué con el negocio, me dediqué a la finca, al trabajo social y volví a ser profesor por un año”.
Pese a que las Farc nuevamente lo habían amenazado por no agachar la cabeza ante la orden de sembrar coca, en el 2011 vivió su último y decisivo desplazamiento; un hecho fue el detonante para abandonar definitivamente su finca Los Cedros, en Saiza, el homicidio de un líder muy apreciado por la población: Jairo Varela. “Su muerte fue un asesinato selectivo, así que nos fuimos cuatro líderes”.
Pese a esa despedida, en su alma cuelgan los diplomas de los premios obtenidos por su labor social con la Asociación Comunitaria de Desplazados de Saiza (Ascodesa), especialmente por el desarrollo de proyectos productivos y por, como rezan los diplomas, “la nutrición infantil durante el período de desplazamiento y su sostenibilidad después del retorno de la comunidad del corregimiento de Saiza”.
Sembró su vida en la vereda la Sierpe, del corregimiento de Batata, en la finca Nueva Esperanza, donde es el presidente de la junta de acción comunal. Su esposa continúa como docente, su hijo mayor es policía y el menor estudia Ingeniaría Civil. Omar ha recibido talleres de formulación de proyectos y en el tema psicosocial, por parte de la Unidad para las Víctimas. También ha participado en foros contando su experiencia y viajó a Bruselas con otros sobrevivientes del conflicto para narrar su historia ante el Parlamento Europeo.
“Nosotros, los de la región, tuvimos nuestro propio proceso de perdón y resiliencia”. Pudo hablar en tono de reconciliación con el ex paramilitar Don Berna, quien pidió perdón a los saiceños; estrechó la mano del ex Farc-Ep Rubén Cano, alias “Manteco”, quien le dijo: “Yo no lo pensaba matar, sabe quiénes querían matarlo, miembros de su propia comunidad que le tenían envidia y resentimiento”.
“Ese proceso de violencia, de victimización, de supervivencia, de levantarse de las cenizas ha sido una universidad para nosotros, ha sido una enseñanza espiritual. Yo decía que era rico porque manejaba mucha plata; hoy no tengo el dinero de esos tiempos de 1999, pero puedo decir que soy más rico que antes por la experiencia acumulada y la nueva de forma de ver el mundo, es algo parecido a lo que nos está enseñando la pandemia ahora, a vivir de otra manera”.
Cuenta que ha asistido a reuniones de pueblo, en medio de cervezas y rones, donde exmiembros de las Farc, de las autodefensas y soldados que llegan a visitar a sus familias han estado tomando cerveza en la misma mesa, recochando y contando historias como si fueran películas.
Ya podrán imaginar cómo será cuando narren la suya: érase una vez un hombre llamado Omar Pino, líder comunitario, que tuvo como misión, si deseaba aceptarla, huir cinco veces de la lista negra que anunciaba su muerte. Se salvó de ser una de las 4077 personas asesinadas o de las 1739 desaparecidas forzosamente en Tierralta según el RUV. Ni el Epl ni las Farc ni las autodefensas ni el ejército, pese a sus redes de informantes, nunca contaron con su ‘astucia’, que consistió en que él tuvo, sin querer y sin ninguna labor de inteligencia, su propia red de informantes en cada uno de sus grupos, simplemente porque Omar de Jesús Pino Torres para esos jóvenes fue, es y será, gracias a su labor en la pizarra, ‘el rey de los niños’.
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