“Cierren los ojos. Ahora, imaginen que se les acerca una persona que les dice que es víctima del conflicto, que necesita ayuda. ¿Ustedes qué hacen?”.
La pregunta es lanzada en el aula de clases de una universidad en Cali.
Las respuestas, tímidas, dicen que no tienen ni idea, que llevarían a esa persona a la Policía, que la orientarían a una zona donde pueda levantar un ‘cambuche’. Incluso, alguien confiesa en baja voz que se haría “el loco” y miraría para otro lado.
“Ahora, ¿Cómo es esa víctima? ¿a qué huele? ¿Cómo están sus pies?”…
Es pobre, está triste, huele a sudor y tiene los zapatos empolvados, contesta en síntesis el auditorio.
Edna Magaly Ayala Hernández, de 29 años, comunicadora social, Reina Nacional de las Colonias en el 2O10, sonriente y serena, es quien hace las preguntas. Así comienza su conversatorio.
Después se presenta y dice: “yo soy una víctima del conflicto armado: las Farc asesinaron a mi padre, hirieron a mi madre y nos desplazaron del pueblo. Yo, como más de ocho millones de personas de este país, he vivido las consecuencias de la guerra. Las víctimas del conflicto son como todos ustedes que están allí sentados, personas con hogares, con dignidad, con sueños, solo que la violencia los obligó a aplazarlos”.
Edna recorre Cali con su conversatorio “Historia de vida, una víctima desvictimizada”, entrando a donde le abran la puerta: colegios, universidades, institutos, espacios con líderes sociales e incluso la sala de algún hogar. Para ella, hablar de lo que pasó su familia se ha convertido en una terapia para ayudarla a sanar sus propias heridas y de paso sembrar en los demás la reflexión sobre lo inútil de la guerra y sobre la magia del perdón.
Pero no siempre fue así. Para llegar hasta este punto pasó por el dolor y la rabia. Edna Magaly cuenta que ella hace parte de la tercera generación de desplazados de su familia, lo que empezó con la abuela Rosita, que huyó de Rioblanco, Tolima, por la presencia de los ‘chulavitas’ o bandas armadas de origen conservador que existieron en los primeros años de la llamada ‘violencia’.
Años después, en otro pueblo tolimense llamado San Antonio, se asienta la hija de Rosita, quien por paradojas de la vida termina casada con un conservador. De ese amor nace Edna Magaly, quien con los ojos entrecerrados habla de su adorado San Antonio como una tierra “maravillosa que lastimosamente fue destruida una y otra vez en medio del conflicto”.
“Las camas no eran para dormir en la noche, eran para esconderse debajo de ellas. Las noches en mi pueblo sonaban permanentemente a Navidad, solo que no eran juegos pirotécnicos sino explosiones de verdad. Recuerdo lo duro de vivir la muerte de los amigos, de los vecinos. Saben, cuando se vive en un entorno tan duro, Dios lo dota a uno de una fuerza increíble para no dejarse vencer”, relata.
En medio de este panorama, el conflicto le asesta un duro golpe. Un día, cuando tenía 8 años, ella, su madre y su hermano reciben la noticia de que una persona muy parecida a su papá estaba en una carretera en medio de un charco de sangre. El hombre, comerciante y “enamorado de sus vacas, seguro no alcanzó a pagar la vacuna con la que la guerrilla acosaba a las familias de la zona y pagó con su vida por ello”.
La lección de valentía que le dio doña Arabella, su madre, en aquel momento, todavía le arranca lágrimas. Seguir el camino con dos hijos, resistiéndose a abandonar el pueblo, fue la obra de su heroína, una maestra de escuela.
“Fue una época muy difícil, en la que se vivieron tomas del pueblo. Algunas veces mis hijos estaban un poco separados de mí cuando eso pasaba, pero gracias a Dios lo superamos” , relata la señora.
La muchacha rehízo sus pasos, fue la personera escolar de San Antonio, la líder de la banda marcial y hasta reina estudiantil.
Entonces, en 2004, durante un bazar organizado por su mamá y los demás docentes en beneficio de su escuela, mientras la gente bailaba y se divertía, la guerra volvió a asaltarla. Un atentado guerrillero convirtió la fiesta en un caos.
“De repente había heridos por todos lados, personas tiradas en el piso, gritos, sangre. Mi mamá resulta herida en una mano, se podía ver el suelo a través de su palma, fue aterrador. No sé qué fue más horrible, si que estuviera herida o verla esperar por atención sin que esta llegara, estando a punto de desangrarse”, relata Edna Magaly.
Allí vino el adiós a San Antonio. No hubo lugar a despedidas, a recoger las cosas y los recuerdos. La decisión de Arabella fue poner a salvo a sus hijos aunque eso significara el destierro.
Cuando Magaly reflexiona sobre esos tiempos dice que no hay cómo calcular el dolor de ese abandono. Irse así, afirma, es arrancar las raíces de una planta a las malas, causando heridas profundas.
Se fueron para El Espinal y luego ella, gracias a una tía, terminó en Cali. Buscó un crédito con el Icetex e ingresó a la Universidad Santiago de Cali a estudiar Comunicación Social. Los dolores que le había dejado la guerra jamás desaparecieron de su corazón, pero sí de su discurso. Dice que casi ninguno de sus compañeros sabía lo que ella había pasado, no quería contarlo, no quería ser reconocida por eso.
Unos cuatros años después de su desplazamiento la llaman de San Antonio para que participara en el reinado de su pueblo. Aunque doña Arabella puso el grito en el cielo, no había mejor excusa para Edna Magaly para volver a pisar su tierra y ver sus montañas. Así que aceptó y ganó. De allí siguió representar a su municipio en el Reinado del Folclor, el más importante del departamento.
“Fue una experiencia muy linda, ver ahora a toda la gente del pueblo unida en torno a una alegría. La gente fue muy generosa. Vestí con todo el amor y el orgullo el traje típico de mi región, con el cual se interpreta ‘El Contrabandista’. Todavía lo tengo, representa mucho para mí. En esa oportunidad quedé de princesa. De allí pasé a otros certámenes, representé a mi departamento en el Reinado de la Ganadería en Montería y en el las Colonias, en el Meta, donde gané”, cuenta.
Edna Magaly dice que ser reina y luego modelo le aportó a su vida mucho más de podría creer alguien que considere a estas como actividades irrelevantes. Aprendió a encarar el mundo, a aceptar las críticas, a hablar en público, a ser práctica. “Pero sobretodo, hizo que llevara a mi tierra conmigo para donde yo fuera, me dio la posibilidad de hablar de mis orígenes en muchos lados, de destacar sus cosas buenas por encima de todo el drama que allí se había vivido”.
Hasta allí, Edna Magaly, la víctima, permanecía silenciosa y escondida detrás del trabajo y el estudio. Pero llegó el momento de hacer la tesis de grado. La profesora Camilia Gómez Cotta fue el instrumento a través del cual esta tolimense se reconectó con su historia. Ella sabía de sus antecedentes y le sugería que se adentrara en el tema del conflicto para su trabajo final.
“Así que empecé a leer mucho, a pegar los pedacitos de mi historia y a darme cuenta de que la violencia del conflicto había afectado a mi familia mucho antes de que yo existiera”.
La joven se embarcó en un viaje físico y emocional hacia Rioblanco, Tolima, el pueblo de la abuela Rosita, “un municipio cargado de historia, donde se esconden los recuerdos de personajes que vivieron la época de la violencia desde la periferia, quienes vieron desangrar a su pueblo, levantaron sus brazos para la resistencia y tras la ruptura de algunos pactos, conocieron en la defensa nuevamente el terror”, como lo dice en su documento final para acceder al título de Comunicadora Social.
Su familia, relata en su texto, le pidió hasta el cansancio que no hiciera ese viaje, que protegiera su vida, “pero yo he decidido que debo desahogar el dolor y dejar fluir esta travesía para que sirva de catarsis, no solo para mí, sino también para quienes han conocido de cerca las consecuencias de la violencia colombiana”.
Aquella aventura quedó consignada en un libro que aguarda por ser publicado. “Lloré cada entrevista y me di cuenta de que había gente que tenía dolores incluso mucho peores que los míos. Pero lo más revelador para mí fue entender el origen del conflicto, darme cuenta de que esa guerrilla que yo tanto odié estaba conformada también por seres humanos que en sus inicios no tuvieron otra opción que armarse o morir”.
La profesora Camilia cuenta que para ella acompañar este trabajo fue “redescubrir la geografía de la violencia de nuestro país, o, como bellamente lo canta Carlos Vives, caminar la tierra del Olvido. De la mano de Magaly conocí Rioblanco y parte del odio que ha sido sembrado por generaciones en lugares de nuestra Colombia. A través de su dulzura, sus ojos y su dolor contemplé una vida que es muchas vidas al mismo tiempo y eso me significó a mí intentar ser un mejor ser humano, porque no sé cuántas Magalys más pueda yo encontrar en el camino”.
Cuando habla de este capítulo de su vida, Edna Magaly aún deja ver el asombro en su rostro: el mundo no estaba hecho de malos y buenos, todos somos una amalgama de circunstancias y decisiones, se dijo. Entonces, solo entonces, empezó a sentir que el perdón había cruzado la esquina y ahora caminaba en su misma acera.
Su tesis, que tras algunos ajustes pasó a ser su libro, se llama ahora ‘Desvictimizándome’ y la acompaña un ave fénix en su portada. El día de su sustentación, cuenta el profesor Oscar Ortega, la muchacha entró al aula con su traje típico tolimense y entonó Canta un Pijao, “en un acto de honestidad, añoranza y resiliencia ante el cual era imposible no conmoverse”:
“Porque llevo en el alma un río
y una montaña en el corazón
porque soy como el árbol libre
que va creciendo mirando al sol”.
Nunca volvió a ser la misma. El punto final de su tesis fue el comienzo de una nueva necesidad, la de contar su historia, la de invitar a la reconciliación. Creó en YouTube un canal llamado “Desvictimízate, es momento de renacer”, a través cual empezó a dar información de utilidad para que la sociedad pueda orientar a la comunidad víctima: a qué tienen derecho, qué implica la Ley 1448 o Ley de Victimas, qué convocatorias hay abiertas para esta comunidad, cuál es la oferta que para ellos tiene la ciudad. Y arrancó con su taller gratuito por escuelas y universidades, retando a la gente a preguntarse por el otro, a pensar en el otro. Encontró, asegura, una misión.
-“¿A la Policía? Por qué van a llevar a una víctima que pide ayuda a la Policía o por qué la van a invitar a hacer un ‘cambuche’. ¿Sabían ustedes que la ley ampara a esta población, que las Alcaldías tienen un sitio para atenderlos y tramitar sus necesidades, que el Estado debe repararlos?”, le dice a su auditorio en la universidad caleña que visitó a comienzos del pasado mes de marzo.
Les explica que en Cali el sitio a donde deben llevar a una víctima se llama Centro Regional y queda en el barrio Guayaquil, en la Carrera 15 con Calle 16 y les dice que el solo hecho de estar informados sobre este tipo de cosas es un aporte a la paz. Y que una víctima, así la imaginen siempre cansada, triste y hasta sucia, “no es un estereotipo, es una persona digna, con historia, que en su territorio tenía un hogar, animales y amigos”.
“Quienes hemos vivido el conflicto no queremos que los demás tengan que pasar por lo que nosotros pasamos. Los invito a que se pregunten: ¿qué país queremos construir? ¿queremos seguir el odio o mirar para adelante? Yo agradezco poder decir hoy que soy una víctima desvictimizada”.
Inevitablemente después de aquella confesión pública de su vida y devenires, viene de los oyentes un aplauso y a veces, unos cuantos abrazos con lágrimas. Piensen igual o diametralmente distinto, reconocen el valor de quien en nombre de paz y sin conocerlos, les desnuda su alma.
Escrita por: Luz Jenny Aguirre T.
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