Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas
Historias de vida

Neyda Jimena Matituy

Neyda Jimena y la búsqueda de la belleza

Puede suceder que en una misma persona, en un mismo instante, habiten al tiempo la tristeza más profunda y el optimismo más inspirador. La aparente contradicción resulta siendo solo la evidencia de un corazón inmenso, capaz de ponerle luz a cualquier tiniebla. Eso es lo que pasa cuando uno conversa con Neyda Jimena Matituy.

Para no dar más vueltas, se trata de una nariñense de 38 años de edad que habita en el corregimiento de Villagorgona, en Candelaria (Valle del Cauca), a un poco más de una hora de Cali.

Ella es la orgullosa madre de una chica de 14 años que es su vida entera, es la peluquera de la cuadra y una víctima del conflicto armado que pese a portar profundas heridas se ha convertido en una guía para muchos otros que, como ella, padecieron los horrores de la guerra.

Jimena recuerda con hora exacta el momento en el que su existencia se partió en dos: era la una de la madrugada cuando hombres armados y con los rostros cubiertos entraron a la finca que sus padres cuidaban en El Tigre (Orito, Putumayo) y le indicaron a su mamá que les hiciera algo de comer. Después de servirles aguadepanela con pan, uno de ellos les dijo, como quien comenta sobre el clima, que tenían dos minutos para salir de la casa “antes de que me arrepienta”.

En aquel entonces tenía la misma edad que tiene su hija ahora. Ella, de la mano de su padre, y su hermano, prendido de la mamá, emprendieron la huida conscientes de que aquello era cuestión de vida o muerte. “Si nos salvamos de esta, es un milagro”, susurró el papá a su mujer, dando la señal de correr.

Pero tras unos pocos metros andados, los intrusos le ordenan al hombre que se detenga con la muchacha y que se las deje. El recuerdo inunda de lágrimas a Jimena, quien no necesita poner en palabras lo que pasó después.

“Por eso me dan tanto sentimiento las personas que pasan necesidades y dolores, porque yo los he vivido…”, confiesa y casi de inmediato cambia de perspectiva y dice que ante golpes tan letales solo el amor tiene el poder de sanar, solo la fe y la familia son capaces de reconstruir vidas destrozadas.

“Dios no se olvidó después de todo de mí y años después de me dio una niña hermosa. Me dicen que por qué la cuido tanto, pues porque en segundos pueden pasar cosas que usted nunca pensó, cosas horribles”.

Esa facultad de ver el punto blanco en medio de un mar de lodo la lleva luego a decir que es maravilloso que aún rodeados del inmenso dolor que significó el desplazamiento que vivieron desde esa noche de terror, ella y su hermano no son “persona perdidas, sino sensibles y buenas”.

“Imagínese usted, llegar a Nariño con las manos vacías, con hambre, frío. Dormimos la primera noche en un parquecito y una señora nos llevó a donde un sacerdote que nos oriento hacia la UAO (antigua Unidad de Atención a la Población Desplazada), donde nos dieron mano. Allí comenzó una lucha por sobrevivir vendiendo maní tostado, bolsas de naranja, ‘azadoniando’ la tierra…”.

Buscando mejores oportunidades, los Matituy terminaron en el Valle del Cauca, más exactamente en la calurosa Villagorgona.

Vendieron lechona (que compraban fiada), hacían sancochos, vendían crispetas en bolsita, reciclaron, cogieron uvas, lo que fuera necesario para “no caer”. Ahora tenían, incuso, más motivos. El hermano arrancaba un hogar y ella tenía una niña producto de un amor que vino y se fue de su vida.

Maicol Sánchez, enlace de víctimas de Candelaria, es testigo de la batalla de Neyda Jimena. La describe como una mujer incansable y admirable, “a quien nos da orgullo apoyar como madre y como amiga”.

De tanto “moverse” buscando una oportunidad, le llegó el día en el que le hablaron de los proyectos productivos para víctimas del conflicto. Los ojitos se le abren y se le llenan de luz cuando dice que hace tres años dio a luz a Fashion Peluquería y enseguida enseña el primer pendón de mandó a hacer para ofrecer sus servicios.

Había hecho cursos de tinte, corte, maquillaje, tratamientos faciales y capilares en varios sitios de Cali y trabajaba en salas de belleza de otras personas, a las que tenía que darles al menos la mitad de lo que pagaba cada cliente.

“Cuando Maicol me habló de los proyectos productivos que ofrecía la Unidad para las Víctimas, de una dije sí. Yo no tenía nada para poder trabajar de mi cuenta. Me dieron los cepillos de todos los números, los secadores, tijeras profesionales, shampoo, bálsamos, tratamientos, plancha de cabello y con eso arranqué. Atiendo en el garaje de la casa o donde me llamen. Esto fue importante para mí porque puede iniciar una vida diferente. De eso vivimos hoy, de ahí comemos y este trabajo me permite estar más tiempo con mi hija”, relata.

No importa que aún no tenga la silla de peluquería, una silla plástica y una mesita de madera con mantel y una rosa reciben a sus clientes. “Yo me acerco a muchas víctimas y a mamitas solteras, trabajo con ellas, los oriento sobre cómo buscar ayudas, conozco de sus necesidades y los pongo en contacto con las entidades, todo eso sirve, hay que aprovecharlo, ¡bendito Dios! Y les digo: ¡no desfallezcan, luchen!”.

Don Juan, un vecino y cliente para corte cada mes, dice que “esta mujer es una guapita”. Confiesa que la ha encontrado llorando, desalentada, pero que siempre se seca las lágrimas y vuelve a empezar, con ánimo, “por lo que es un ejemplo para todos los que la conocemos”.

Jimena sueña con una peluquería “elegante y linda, con toda su decoración”, en la que pueda enseñarles estética a otras mujeres víctimas y madres solteras. Quizá, dice, ese salón pueda estar en Cali, donde el negocio se mueva más.

Por ahora, cuenta entre sus logros el que puede darle estudio y lonchera sin falta a su hija, ayuda a su mamá, está arreglando poco a poco un apartamento que obtuvo en el sorteo de viviendas gratis del Gobierno Nacional y puso como nueva la bicicleta destartalada en la que hace los domicilios de peluquería.

“Conozco a otras dos víctimas que, como yo, han salido adelante con un pequeño impuso: una viejita que está haciendo pan y un señor que hace yogures. Cuando uno sabe lo que es aguantar hambre, lo valora todo, hasta lo más pequeño y les saca fruto a las oportunidades”.

Esta mujer está lejos de olvidar lo que sufrió durante el conflicto y admite que hay heridas que no se repararán jamás, pero le sobra claridad para decir que “no hay cosa más horrible que querer que siga la guerra”. Su bandera es la esperanza, por encima de todo. La belleza es, de muchas maneras, una palabra que le queda bien a Neyda Jimena.