Esta semana se cumplen 23 años de la masacre en que murieron medio centenar de personas durante una incursión paramilitar en este municipio del Meta. Conozca la historia de una mujer que sobrevivió a la matanza y que a pulso ha salido adelante junto con su familia.
El martes 15 de julio de 1997, la mayoría de los habitantes de Mapiripán (Meta), creyeron, tal vez ingenuamente, que los hombres armados que aparecieron ese día en el pueblo eran miembros del Ejército Nacional.
En realidad, eran paramilitares que tres días antes habían aterrizado en dos aviones en el aeropuerto de San José del Guaviare, provenientes del Urabá antioqueño, y que llegaron a Mapiripán por río y tierra.
Para los días de la masacre, Nelcy Luque Silva tenía 23 años y trabajaba en un supermercado. Había nacido en Mapiripán y su infancia la vivió en la vereda Caño Ovejas. “Como todo niño del campo me tocaba ayudar en los quehaceres de la casa, traer plátano, yuca, darle de comer a los cerdos, encerrar los becerros y ayudar a mi mamá a ordeñar; todo eso al tiempo que iba a la escuela y pescaba, que siempre me ha gustado”, recuerda.
A los 14 años decidió cambiar su vida y experimentar en Bogotá, donde trabajó en casas de familia y en heladerías. El ensayo en el frío capitalino duró seis años hasta que quedó en embarazo de su primera hija, situación por la que empezaron a negarle el trabajo y por la que decidió marcharse a donde una prima en Neiva, ciudad donde nació la bebé. Tiempo después, regresó con su hija a Mapiripán.
En 1996, la guerrilla de las Farc se tomó el pueblo y destruyó la edificación donde se encontraban atrincherados los policías que repelieron el ataque: murieron un civil y un uniformado. A raíz de ese hecho violento, la policía se marchó de Mapiripán.
“Meses después comenzaron una serie de comentarios y rumores de que los paramilitares iban a incursionar en el pueblo, pero, la verdad, la gente le daba poca importancia a eso y todo siguió como si nada”, cuenta Nelcy. Para ella, en ese momento Mapiripán era un lugar muy ordenado. “Tenía mucho comercio y se producía maíz, yuca, plátano y gallinas; todo eso se vendía”.
Cuando los paramilitares llegaron a Mapiripán, inicialmente los habitantes pensaron que era el Ejército, pero cuando se dieron cuenta de que no eran ellos, el pánico se esparció. La gente se encerró y solo salía para lo estrictamente necesario. Después de las seis de la tarde nadie salía de sus casas, pero a toda hora reinaba la zozobra.
El temor era generalizado por comentarios que hacía la gente como “anoche mataron a fulano de tal”, “se llevaron a mengano”, “desaparecieron a este otro”.
Antes de llegar a Mapiripán, aquellos paramilitares habían asesinado a varias personas en otras veredas. Ya en la cabecera municipal y durante cinco días seguidos, con sus interminables noches, los miembros de las autodefensas sacaron a las víctimas de sus casas, las llevaron al matadero municipal y allí las torturaron, antes de matarlas a disparos o degollándolas. El grupo armado dejó el pueblo el domingo 20 de julio. Se estima que fueron asesinadas 49 personas y un número indeterminado fueron desaparecidas, tras ser ejecutadas y arrojadas al río Guaviare.
Cinco jornadas de puro terror. El día que se fueron fue cuando quedó en evidencia toda la matanza, porque varios cuerpos quedaron en las calles. “La gente corría, lloraba y varias personas abandonaron el pueblo”, afirma Nelcy.
En la masacre fueron asesinados conocidos suyos, y con nostalgia recuerda particularmente a dos amigos: Ronald Valencia y Sinaí Blanco. “Ronald fue un gran amigo mío, era el despachador de las avionetas en la pista y también se dedicaba a la fotografía, era muy servicial. Don Sinaí hacía parte de la junta de acción comunal, era un líder, una persona solidaria, también se dedicaba al transporte fluvial”, explica.
Tras la salida de los paramilitares de Mapiripán, el pueblo comenzó a quedar solo: muchos huyeron. “Por ejemplo, los dueños del supermercado en el que yo trabajaba, pagaron un vuelo en un avión grande que llegó y se fueron; nos dejaron a otra señora y a mí a cargo del supermercado, y hubo gente que se peleó para irse en ese vuelo porque eran muchas las personas que, por el miedo, querían irse en ese avión y a los pilotos les tocó bajar a varios porque no cabían”, indica Nelcy.
En los días siguientes llegaron más vuelos y más gente decidió marcharse. “Quedamos muy poquitos en Mapiripán. Creería que nos podíamos contar con los dedos de las manos”, dice Nelcy, mientras agrega que incluso los perros y las gallinas se morían de hambre en la calle. “Yo lloraba mucho; la tristeza por lo que había ocurrido me embargaba”.
Transcurrido como un mes, la gente del campo comenzó a volver al pueblo a abastecerse, al médico y a ocuparse de sus asuntos. “La gente no hablaba casi de lo que había ocurrido. Llegaron autoridades como la Fiscalía y la Sijin a hacer preguntas, y la gente, por temor, prefería callar”, afirma Nelcy.
Pasados cuatro o cinco meses de la masacre, la población que se había ido, en su mayoría a Villavicencio, empezó a retornar, no sin algo de intranquilidad. “Las personas retomaron sus quehaceres diarios, volvieron a rebuscarse la vida”, recuerda.
Algunos años después comenzaron nuevamente los rumores sobre la llegada de los paramilitares. Parecía que la historia estaba dispuesta a repetirse cuando, en 2002, regresaron miembros de las autodefensas.
Para esa época Nelcy estaba embarazada de su tercera hija, tenía un billar y los paramilitares estaban en el pueblo. Entonces la zozobra comenzó de nuevo porque la guerrilla estaba en el área rural y hacía hostigamientos desde el otro lado del río Guaviare.
El día en que le dieron los dolores previos al parto, la guerrilla mandó desde el otro lado del río 14 cilindros. Nelcy casi muere entonces, pero al fin la niña nació.
“Días después, la familia de un amigo que vivía en el campo trajo su cuerpo en una hamaca porque lo habían matado. A raíz de eso mucha gente se llenó de nuevo de temor y salimos del pueblo. O sea, en el 2002 el pueblo quedó vacío, incluso más desocupado que en los días posteriores a la masacre, con la diferencia de que en esta ocasión la gente se fue más para el área rural y unos pocos para Villavicencio”, asegura Nelcy.
Ella escogió el campo. “Arrancamos para un fundo que tenía mi esposo. Yo tenía dos días de alentada y me fui con ella y los otros hijos. Allá dormíamos muy precariamente y me enfermé. Por mi estado de salud, me sacaron hacia Villavicencio, junto con mi bebé y mis otros dos hijos, en una avioneta de la Cruz Roja. Salí por el temor que había y por lo que estaba enferma”.
En la capital del Meta llegaron adonde un familiar del esposo de Nelcy y sobrevivieron con el dinero que él les enviaba. “Luego de seis meses regresamos al pueblo. Para ese momento la mayoría de la gente ya había retornado y nosotros retomamos el negocio del billar. Aunque los hostigamientos continuaban, uno terminaba acostumbrándose a eso. Entonces se sentía cuando la guerrilla mandaba una pipeta, uno corría para quedar fuera del radio de la explosión y luego volvía a su trabajo o a lo que estuviera haciendo en ese momento”, agrega.
Posteriormente se instalaron una base militar y, en 2003, un puesto de policía fijo. “Digamos que la tranquilidad llegó a la zona, situación que se mantiene hasta el momento”.
Según Nelcy, la desmovilización de la guerrilla, producto del Acuerdo de Paz, también sirvió mucho para la tranquilidad en la región.
Todo lo que vivió la hizo más fuerte y se ha superado, a tal punto que en 2013 fue elegida coordinadora de la Mesa Municipal de Víctimas de Mapiripán. “Fue una experiencia muy bella, porque fui a varias capacitaciones en representación de mi municipio. En esos espacios, junto con mis compañeros de la mesa, siempre dejamos claro que éramos sobrevivientes y que no éramos víctimas. Nosotros mismos nos encargamos de que esa frase ‘pobrecitos los de Mapiripán’ se acabara. En adelante comenzamos a proponer ideas en esos espacios y estábamos a la par de las otras mesas municipales de víctimas”, asegura con orgullo.
Luego, varios amigos que veían en ella cualidades de liderazgo y solidaridad le propusieron que se lanzara como candidata al Concejo municipal. En ese primer intento, obtuvo la mayor votación a esa corporación. Ahora está en su segundo periodo como concejal.
Encara la vida con optimismo y no guarda rencor a quienes tanto afectaron a su familia, amigos y a su pueblo. Cuenta que ya perdonó porque “no me quedé con el pasado, hay que echar ‘palante’ ante las adversidades y lo he hecho; soy una persona resiliente porque, pese a lo que viví, he logrado salir adelante junto con mi familia”, asevera.
Hoy Nelcy, aparte de sus labores de concejal, organiza eventos y reuniones sociales “porque me gusta la cocina” y forma parte del comité de impulso del plan de reparación colectiva que adelanta la Unidad para las Víctimas con la comunidad de su municipio, buscando con ello sanar las heridas y reparar las esperanzas que tanto anhela Mapiripán.
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