Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas
Historias de vida

José Luis Arroyave Restrepo

Septiembre negro

Con la intención de dignificar la memoria del presbítero José Luis Arroyave Restrepo y de reconocer el injusto que sobre él recayó, arrebatándolo del seno de su familia y generando un desproporcionando daño a la comunidad de la Comuna 13 de Medellín, y en cumplimiento del fallo de Justicia y Paz, contra el postulado Fredi Alonso Pulgarín Gaviria (desmovilizado de los Comandos Armados del Pueblo – CAP), la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas hace pública la biografía en memoria del presbítero, elaborada por sus familiares.

Escrito por Iván Darío Arroyave Restrepo

A pesar de la muerte de nuestros padres y de dos hermanos, por causa natural, éramos una familia numerosa, nueve hombres y dos mujeres. Cuando nos reuníamos con sobrinos y cuñados éramos más de 30. Entre nosotros siempre ha persistido la comunicación y la hermandad, esas han sido las cartas de presentación de la familia.

Desde la muerte de mi madre, el 6 de junio de 1987, la vida de José Luis, el sacerdote, el noveno hijo, giró alrededor de Ana Cecilia, nuestra hermana menor, soltera en ese entonces, y siguió acompañándola aún después de casada. Vivió con ella prácticamente quince años, aún cuando ella ya tenía su propia familia. José Luis fue su soporte emocional y, cuando pudo, económico.

José Luis nació en Bello, Antioquia, el 18 de marzo de 1954. Vivió en Bello sólo unos meses porque ese mismo año la familia se radicó en Medellín. De niño, fue supremamente inquieto y travieso, hasta el punto de no permanecer más de 2 años en cada colegio, de los cuales salió por indisciplina. Terminó su bachillerato en el Liceo Concejo de Medellín, en 1974. Decidió estudiar Derecho Internacional. Fue a Bogotá y se presentó en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Viajando en bus, de regreso a Medellín, oyó de un accidente en el cual resultaron heridos dos amigos de la familia. Sin dinero, se quedó en Girardot acompañando a los amigos hasta que fueron dados de alta y con ellos regreso a Medellín. Durante su estadía allí, según contó, tomó la decisión de ser sacerdote. Después se matriculó en el Seminario Mayor de Medellín.

Se ordenó el 7 de agosto de 1981. Inició su trabajo pastoral en la Parroquia de Santa Teresita, en Medellín, como coadjutor. Luego fue el primer párroco de la recién creada Parroquia de La Mota. Conflictos con monseñor Alfonso López Trujillo lo llevaron a renunciar a su trabajo con la curia. Corría el año 1987. Por mediación del Monseñor de Girardota, quién lo convenció de reiniciar su trabajo sacerdotal, fue nombrado coadjutor de la parroquia del Municipio de San Roque, en 1988. Al año siguiente, fue trasladado al Municipio de Barbosa para administrar la recién fundada parroquia de la Valvanera. Le cogió gran amor a la gente del pobrísimo barrio Pepe Sierra, así como a la Virgen patrona, que, decía él, nunca lo abandonó en su gestión. De Barbosa pasó a El Hatillo como párroco, pero pronto fue llamado a Bogotá a trabajar en el Tribunal Eclesiástico, en 1991.

El Ministro de Justicia, Fernando Carrillo, le ofreció laborar en la cárcel Bellavista en Medellín, con el fin de “humanizar los patios”, proceso que inició en 1992 y cuyos resultados se ven en dicho penal. En Bellavista trabajó como subdirector. Posteriormente, fue nombrado director de la cárcel de Yarumito en Itagüí. Allí recibió el reconocimiento de los presos y familiares por su hermosa labor. Es para resaltar que fue el primero y quizás el único director de Bellavista que nunca entró a los patios con escolta. También fue el impulsor y creador de las bibliotecas en el centro penitenciario.

En el año 1996 inició trabajo en el Centro Regional Comunitario de Atención Administrativa (Cerca) de La Floresta y durante cinco años recorrió y trabajó por la comuna 13 como Gerente Social. Fue su primer contacto con esta comunidad y con sus problemas. Allí, sus grandes preocupaciones eran el desempleo, las infecciones de transmisión sexual como el sida, los embarazos en adolescentes y la violencia. En el año 2001, realizó su pastorado en ancianatos, orfanatos y parroquias pobres, todo de forma gratuita. En el año 2002 fue llamado por la Alcaldía para servir de mediador y conciliador en la comuna 13, cargo que realizó hasta el día de su muerte, el 20 de septiembre de 2002.

Quizás alguna o algunas veces pasó por la mente de mi hermano la idea de que su vida corría peligro al enfrentar la problemática de la comuna 13, zona en la que las milicias de izquierda y derecha luchaban por su dominio.

La comuna 13, desde que mi hermano estuvo allá, fue violenta. La guerrilla era dueña del sector. Mataba al que quería, secuestraba estudiantes de la Universidad de Medellín y personas de Santa Mónica, y al que cogía en otro sector allá lo llevaba. Después aparecieron los paramilitares y también empezaron a matar a diestra y siniestra. Los que mataron a mi hermano se daban el lujo de andar armados y presionaban a toda la comuna para que sus habitantes cumplieran sus órdenes. Un día, sacaron a un muchacho de su casa delante de su padre y a las dos cuadras le dieron dos tiros porque era informante o porque no quería estar en el grupo de ellos. También, mataron a una señora que, según ellos, era una sapa. La mataron delante de su hermana y de su hija de cinco años.

Ese viernes 20 de septiembre, José Luis se levantó a las cinco de la mañana. Preparó tinto y le llevó a mi hermana, como lo hacía todos los días. A las 7 lo [recogió] Gustavo, el conductor del carro del Municipio de Medellín. Mi hermano era el coordinador de las comisiones escolares de paz de Medellín. Entregaba donaciones a las escuelas de la comuna, dictaba conferencias y trataba de contactarse con los paramilitares y la guerrilla para llegar a un acuerdo de paz en la zona.

A las diez llamó a mi hermana para decirle que ya subía para la comuna 13. Se comunicaba constantemente con ella, parecían esposos. Cuando subían, vieron que una vía estaba cerrada. Los recibieron dos encapuchados y los hicieron bajar del carro. Al conductor lo separaron a un lado y a José Luis se lo llevaron para hablar con el jefe de los guerrilleros. Después de un rato los dejaron continuar para repartir las donaciones que llevaban a las escuelas y a las parroquias de Juan XXIII y La Quiebra. Llevaban cuadernos, lápices, colores, tizas y volantes para las misas. Cuando llegaron a la parroquia de La Quiebra le entregaron los volantes al padre Juan Manuel. Se despidieron y salieron para el parqueadero. Al subirse al carro llegaron dos encapuchados y le pidieron a José Luis que se identificara. Mi hermano se rió. El conductor les dijo: “¡Es el padre José Luis!” Le dispararon con un fusil en la cabeza. Yo quedé mudo al conocer la noticia.

El cadáver yacía en una camilla, en el servicio de urgencias de la Unidad Intermedia de San Javier. Había pasado una hora cuando los médicos constataron la llegada de un muerto. A las afueras, más y más curiosos llegaban en busca de noticias, pero sólo había una: el padre José Luis había sido asesinado. Al verlo en la camilla lloré a más no poder, y dije: “Apagaron la última llama de paz que había en la comuna 13”. Allí, a la entrada de la unidad de salud, supe que tenía que vencer el silencio y contarle a mis hermanos. La breve comunicación fue siempre la misma: “Por favor me comunica con Ignacio… Ignacio, mataron a José”. Silencio al otro extremo de la línea. Igual siempre, ya que no había algo que agregar y las preguntas sobraban. Todos sabíamos que los sicarios de la violencia, cualquiera fuera su procedencia, habían cumplido la orden. La insensibilidad social a la que habíamos llegado no nos permitía preguntar el porqué.

Después de la necropsia, el cadáver de José Luis fue preparado y llevado a la sala de velación. Eran las ocho y media de la noche cuando el cuerpo inerte llegó. Pocos lo esperaban, pero pronto más y más gente fue llegando, especialmente familiares, amigos y algunos conocidos, quienes apenas sabían lo que había pasado, acudían allí en busca de información. Parientes lejanos y cercanos volvimos a reencontrarnos después de mucho tiempo sin vernos. La tragedia nos había reunido nuevamente. Hasta avanzada la noche la concurrencia fue alta. Al día siguiente, desde muy temprano, nuevos visitantes se unieron a la familia: representantes de diferentes esferas del Gobierno y de la Iglesia. No faltaron los rezos y plegarias, coordinados, principalmente, por religiosas que habían ido a dar el último adiós al amigo.

Poco antes del mediodía, la caravana, encabezada por el carro mortuorio, inició el viaje hasta el cementerio Jardines Montesacro, ubicado en el Municipio de Itagüí, en donde otra multitud, mayor que la acompañante, esperaba impaciente. La capilla no pudo albergar a todos los asistentes. Muchos permanecieron en el atrio y desde allí siguieron los pormenores de la ceremonia, en donde el arzobispo de Medellín Alberto Giraldo recordaba las virtudes y cualidades de José Luis. Finalizada la misa, detrás del ataúd, todos caminábamos lentamente hacia la última morada de los despojos de José Luis. La despedida estuvo a cargo del padre Guillermo Arboleda, seguida por la canción Amigo, entonada por quienes en el fondo sentían que parte de su vida se había ido con la muerte de José Luis Arroyave. Allí fue colocado su cadáver, en la misma tumba en la que yacía el cuerpo de su sobrino, suicidado quince días antes.

En dos semanas tuvimos que soportar dos tragos de hiel. Las cargas dolorosas se fueron acomodando en los corazones incrédulos de una familia que, hasta ese fatídico septiembre de 2002, creía que las tragedias se reunían de puertas para fuera y no en el propio patio.

Desde Inglaterra, España, Estados Unidos, Perú y quien sabe que otros países, las llamadas incrédulas indagando por la infamia cometida fueron el tema diario en los días posteriores a la inhumación.

El vacío que la muerte dejó en Margarita y Ana Cecilia, nuestras hermanas, es eso: un vacío y como tal es imposible de llenar. Todos, sin egoísmo, pero sí con mucho amor, aportamos nuestros granos de arena para tornear una columna que pueda servirle a estas valientes y sufrientes mujeres.

José Luis había vivido los últimos años de su vida con mi hermana, Ana Cecilia; su cuñado, Humberto; y sus sobrinos, Juan José y Alejandro. Hacia ellos dirigía su preocupación, en especial hacia los niños, a quienes les había robado una ficha de ese rompecabezas de su existencia, fragmento de su espacio que jamás llenarían.

José Luis fue una persona de pocos amigos, introvertido como el que más. Dos personas marcaron especialmente su vida: Juan José y Alejandro. Su mirada siempre la tuvo para satisfacer sus necesidades básicas. Sufrió mucho cuando la situación económica los acorraló y se vio impotente para ayudarlos. Nunca los regañó. Cuando debía, se limitaba a decirles lo bueno o lo malo de los actos, pero nunca con amenazas o castigos. Los niños aprendieron a vivir con su frecuente silencio casero, pero frente a alguna inquietud acudían a él en espera de un consejo. El diálogo fue siempre su norma. Daba gusto oírlo hablar de las hazañas y de los progresos de sus sobrinos, en especial del menor, Juan José, prematuro de nacimiento y quién tuvo en un comienzo serias dificultades en su desarrollo físico y mental. Hoy estudia secundaria y, contrario a sus compañeros, mantiene un ávido deseo de conocimiento. José Luis pensó más en los premios que en los castigos. Por los logros de ellos, a veces insignificantes, una frase o un regalo acompañaba su felicitación. No pudo ver el ingreso de Alejandro a la universidad, pero con absoluta seguridad la fiesta hubiera durado varias semanas. Él siempre tuvo el estudio como lo más importante para el crecimiento personal, y esto fue lo que inculcó en los niños desde un comienzo. En conclusión, José Luis trató a este par de sobrinos como a sus hijos. Los tomó como propios, así los sentía.

“Me preocupa Juan José”, le dije a cada uno de mis hermanos. El día de la velación, Juan José iba de un lugar para otro de la sala. Con frecuencia se acercaba al ataúd y miraba a José Luis, pero su mirada inexpresiva me hizo comprender que a su inocencia no había llegado la magnitud de la tragedia. Con el paso de los días el niño hablaba de la muerte, del suicidio y de la ausencia. Eso me preocupó. “Voy a ponerlo en manos de una sicóloga”,  decidió la mamá. Y así lo hizo.

En la comuna 13, en octubre de ese mismo año, estalló la guerra. Sus calles fueron escenario de una lucha por el dominio de una “zona vital”, según afirmaban los comandantes enemigos al unísono. “Siquiera murió José Luis, sin ver que sus esfuerzos por la paz en la comuna 13 terminaron en un reguero de muertos”, le oí decir a uno de mis hermanos. Nuestras miradas seguían los acontecimientos en ese sector. A más muertos, más nos cuestionábamos el porqué de la muerte de nuestro hermano. Llegamos a pensar que su trabajo allí, de tantos años, había sido en vano, pero el tiempo nos demostró lo contrario. Su semilla siguió viva en muchos corazones y pronto echó raíces, ramas, hojas y frutos.

De la perplejidad de su absurda muerte pasamos al orgullo, pues comprendimos el significado de su vida. Esto amainó un poco el abatimiento por su ausencia. Su muerte creó un lazo de unión familiar que persistirá por siempre. Cuando su recuerdo es tema de nuestras conversaciones, evocamos humor negro, ironía, humildad y risa fácil. ¿Contradictorio? No, real.

Con el transcurrir de los meses, luego de su muerte, encontrábamos en nuestro diario vivir personas de todas las esferas sociales que nos traían una anécdota en la que se resaltaba, generalmente, su desprendimiento a lo material. Un día mi hermano Ignacio se encontró con la señora María Eugenia Jaramillo. Ella le dijo que le habían llevado una dotación para su centro de rehabilitación. Esta donación se había se la había prometido José Luis y se le hizo realidad después de su muerte. Estas cosas son las cosas que hacen más llevadera la vida del hombre. Todos sabemos que José Luis dio a manos llenas sólo a cambio de amor.

El 31 de diciembre de 2006 se inauguró el Parque Biblioteca José Luis Arroyave Restrepo, en el barrio San Javier. Esto fue para todos nosotros, su familia, una fiesta, porque la sociedad reconoció el valor humano de alguien que en silencio recorrió unas calles peligrosas, mostrando su sonrisa, dando esperanzas.

Recuerdo que meses atrás, en el Concejo de Medellín, no se discutió la propuesta de que la biblioteca llevara el nombre de mi hermano; más bien se propuso como homenaje a un hombre justo. Todos querían darle su nombre a la biblioteca que se construía en el sector por el cual deambuló tantas veces. No hubo ningún reparo, sólo aprobación por unanimidad. Ese día comprendí la magnitud de su esencia, la grandeza de su humanidad.