“Maravillosa, así es mi vida hoy”. El adjetivo con el que Cecilia describe su presente refleja un milagro, luego de todas las piedras que ha tenido su camino.
También es la evidencia de un corazón inmensamente fértil, con la capacidad de morir muchas veces y resucitar de todas para darle nuevas oportunidades al amor, a la esquiva felicidad.
Tenía doce años y vivía en San Marcos, corregimiento de Buenaventura, cuando una confesión que le hizo a su papá transformó su vida en una pesadilla: “me gustan las otras niñas, no los niños”.
El padre, militar y campesino, emparejó a la brava a Cecilia con un hombre de 40 años para ver si su muchacha se volvía “normal”.
“Fue un horror, me mandan con él para Cali a donde una tía y me mantenían encerrada, no podía ni ir sola al baño. De esa relación obligada tuve cinco hijos a los que no veía como míos…nunca quise ser mamá…”.
Esa violación constante duró hasta los 23 años, cuando en un día inusual de soledad vio la oportunidad de escapar. Lo hizo y se devolvió a Buenaventura dejando atrás todo, incluidos los cinco hijos.
Echó raíces en el corregimiento de Sabaletas, donde los ríos del Pacífico son encantos cristalinos. Intentó rehacer su vida y conoció el amor en los brazos de una muchacha de la zona con la que hizo un hogar, tuvo cría de pollos, marranos y preparaba comida para vender.
“Fui feliz por primera vez siendo yo misma. En eso pasaron seis años, hasta que llegó a Salabaletas el 30 Frente de las Farc”.
“Cuando se dieron cuenta de que vivíamos dos mujeres solas en una casa nos empezaron a frecuentar y prohibieron que le vendiéramos comida a gente diferente a ellos. Empezaron a averiguar por nosotras y alguien les dijo que éramos pareja. Hasta una noche en la que llegamos de una fiesta, ese día nos atacaron, cuatro guerrilleros me violaron y la obligaron a ella a ver, además la golpearon”.
De aquel hecho quedaron un dolor imborrable y un embarazo. Quiso abortar, la maternidad le llegaba de nuevo sin quererlo y ahora era una herencia de la guerra.
El apoyo de su pareja la llevó a seguir adelante con la gestación, pensando en dar el bebé en adopción. Pero una “sorpresa” le hizo cambiar de parecer: eran mellizos.
“Mi pareja me dijo, tengámoslos. Viví la espera con resignación. Resultó que uno estaba por fuera de la matriz y que el que estaba dentro le daba vida al hermano. Ahí me dije, si ese pequeñito le está dando vida a otro, yo les tengo que dar vida a los dos. Cuando nacieron, fue la felicidad de nosotras, pese a todo lo malo que nos recordaban”.
Cuando los mellizos llegaron a los dos años de vida, Cecilia se enteró por vecinos de que la guerrilla los estaba buscando para llevárselos, “eran hombres y les servían para la guerra, además, decían que les pertenecían”.
Huyeron hacia Anchicayá, igualmente en el Pacífico, y allá también las encontró el conflicto. Un día salió con los pequeños a un control médico y al llegar encontró a su pareja asesinada, tendida en el suelo. Había sido la guerrilla, que seguía muy cerca, así que tomó lo que pudo y salió corriendo sin siquiera poder darle sepultura a la mujer que amaba.
Llegó a Cali con los niños, donde estaban sus padres, pero el miedo de reencontrarse con ellos no le permitía tocar las puertas de la casa. Pasó dos noches debajo de un puente en la galería Santa Elena, uno de los lugares más deprimidos de la capital del Valle.
“Pasaba las noches pensando, viendo pasar las ratas, los indigentes. Ahí me di cuenta de todo lo que vale un hogar, admiro a la gente que vive debajo de un puente. ¡Qué falta me hacía sentir un abrazo de mis padres! Y me preguntaba ¿será que mis hijos también piensan lo mismo, los que dejé hace años? Tomé la decisión entonces de ir a ver mis muchachos”, cuenta.
Al llegar se encontró con la noticia de que su padre había muerto y que la había buscado hasta el fin de sus días, arrepentido de lo que hizo. Sus cinco hijos mayores vivían con la abuela. Y fueron ellos, a quienes dejó siendo niños, los que le dieron la gran lección de su vida.
“Cindy, la única mujer de los cinco, habló por todos y me dijo que me querían solo por el hecho de haberles dado la vida, que ya sabían mi historia y que yo pude haber decidido no tenerlos. Que me amaban y que lo único que necesitaban era que yo también los quisiera. Jamás pensé que ellos me fueran a decir esa frase que yo nunca les dije. Creía que la felicidad no existía hasta que los muchachos, con su actitud, me demostraron que sí hay oportunidades”.
Pero la tierra la llamó nuevamente y un tiempo después, cuando se enteró de que habían cogido a la mayoría de los miembros del Frente 30 de la Farc que tanto azotaron a su territorio, decidió volver al bello puerto del mar, Buenaventura. Era el año 2008 y allá, en donde se sentía en casa, creó una fundación a la que llamo La Casa de las Lesbianas, donde brindaba apoyo a jóvenes que querían contarles a sus padres de sus verdaderas inclinaciones sexuales.
“Íbamos a los colegios y hablábamos con los niños y profesores sobre el acoso escolar y lo mucho que se sufría al ser estigmatizado por ser gay o lesbiana. Todo iba bien, encontré una nueva pareja con la que trabajaba en esta fundación. Pero llegaron Los Urabeños y otra vez todo se dañó, llegaron a llevarse a los mellizos, que ya tenían ocho años”.
Cuenta Cecilia que al poner resistencia, ambas fueron violadas por personas de este grupo ilegal. “Fue tan horrible, me dolió más por ella que por mí, yo ya he sufrido esto tantas veces…a ella fue como dejarla muerta en vida, jamás pudo recuperarse, se fue de mi lado incluso sin despedirse”.
Recomponiéndose, como todas las veces del pasado, esta porteña de piel negra y voz pausada cuenta que se metió al monte a buscar a sus hijos: “o me muero en el intento o los saco, yo no voy a dejar que se vuelvan unos delincuentes, que me maten entonces”.
Pero no estaban en el monte. Caminó y preguntó durante semanas hasta que una mujer le dijo que los niños como ellos eran llevados a “la oficina”, en el casco urbano de Buenaventura. Con ese nombre se conoce a sitios donde se contratan por encargo acciones criminales y que suelen tener tentáculos con organizaciones guerrilleras o bandas.
Los encontró “en la tal oficina”, espiándolos desde lugares cercanos que le permitían ver cómo los niños entraban y salían del lugar haciendo mandados. Los que saben de esas cosas le habían explicado que a los diez años ya los pondrían a trabajar de lleno como sicarios y en otras “vueltas”. No podía permitirlo.
Así que luego de dos meses de separación, una mañana en la que salieron a hacer uno de los mandados y estaban solos, los llamó desde otra casa, los cogió del brazo y los montó a un taxi. Ese fue su último día en Buenaventura, donde cree que jamás podrá volver.
“Ir por allá es mi muerte, porque ellos lo buscan a uno. Me vine para Cali y aquí me encontraron, me tuvieron tres días encerada, me machucaron estos dedos (mano derecha), me cortaron una pierna y me amarraron, preguntaban que dónde estaban los pelados. Si yo no me he muerto es porque Dios no lo ha querido”.
Dice que esto pasó en el barrio Comuneros, en el oriente de Cali y que escapó de ese rancho porque sus captores se fueron a comprar lo que necesitaban para picarla y echarle ácido metida en una caneca, pero no se habían percatado de que el techo de lata tenía una lámina suelta.
“Puse una tabla y por ese techo me les volé. Ahí sí me fui a la Fiscalía y dije todo. Los cogieron, solo entonces descansé”.
Al escucharla hoy, diciendo que su vida es maravillosa es imposible adivinar que ha pasado por tanto. Vive de una máquina guadañadora con la que hace trabajos, es líder de la comunidad víctima LGBTI en Cali y hace poco les organizó un reinado con el propósito de hacer visible a este grupo “que ha sufrido tanto la guerra, pero que ha guardado tanto silencio”.
Vive con sus mellizos, de 17 años. A uno de ellos le encanta el fútbol, con el otro está en la batalla de convencerlo de que busque un deporte diferente al boxeo “porque es muy violento”. Algún día les contará sobre su origen, “antes de que alguien malo se me adelante y les haga daño”. Pero eso requerirá reunir mucho más valor.
Sus cinco hijos mayores ya le dieron seis nietos y la visitan con frecuencia. Volvió a enamorarse y asegura que cada que pueda contará su historia para darles un mensaje a los padres: “no se debe querer a los hijos solo cuando piensan como uno, el amor tiene que ser incondicional, el amor lo llena todo”.
Dice que perdonó a sus padres, incluso a los guerrilleros y Urabeños, porque no quiere invertir ni un minuto de la vida que le resta en un odio que iba a acabar por matarla.
El perdón más grande de todos, asegura, será para ella misma.
“Si me perdonaron mis hijos ¿por qué no voy yo a ser capaz de hacer lo mismo?”.
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