Por Erick González G.
Colombia 1999 podría ser el título de la película, que nunca se estrenó ese año, con opción al Oscar a mejor guion improvisado por los Diálogos de Paz de San Vicente del Caguán, iniciados el 7 de enero con la guerrilla de las Farc; esa generación del 64 que ya tenía, se podría decir, la estampa de 35 años mal vividos en el monte. Ese año nuevo la nación quería tomarse la píldora roja y no continuar con la azul para salirse de la Matrix de 51 años de violencia.
Pero como decía el gran escritor y cronista español, Francisco Umbral, que todo año “es una corrida de doce toros por delante”, mientras en esa zona del Caquetá se distensionaban los ánimos y capoteaban intenciones, otra región se tensionaba con el primer banderillazo paramilitar, casi mortal, que transformaba en terror la película colombiana que podría rebautizarse con el nombre apocalíptico Colombia 1999: Putumayo.
Según datos del Centro Nacional de Memoria Histórica, ese año fueron asesinadas en esa región 85 personas en siete masacres, en su mayoría por el Bloque Sur Putumayo de las AUC; las otras, por las Farc y desconocidos. Sin contar que entre el 7 y el 10 de enero, un día después de finalizar la distensión paramilitar navideña, las Autodefensas Unidas de Colombia asesinaron a 128 personas en 12 masacres.
La más mortífera embestida ocurrió cuando 150 paramilitares asolaron el caserío El Tigre del municipio Valle del Guamuez, al asesinar a 29 personas y desaparecer otro montón. Tal vez el número “no dice nada si la imaginación no pone algo de su parte”, como lo escribió Albert Camus en su crónica La noche de la verdad[1] al finalizar el gobierno títere de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial. Razón tenía el célebre francés, pero si la misión es concientizar, la memoria tatúa mejor el mensaje.
De memoria
María Rubí Tejada sintoniza bien sus recuerdos de esa masacre. El dial de su memoria se ubica a las 11:00 p. m. del sábado 9 de enero de 1999.
“Los paramilitares llegaron al pueblo en unos carros y en las calles asesinaron, sin lista en mano, a 29 personas; a otras las montaron en sus carros, por lo que nosotros creímos que se los llevaban para Orito o Puerto Asís, pero no fue así, se los llevaron al puente donde los mataron a punta de motosierra y luego los tiraron al río.
“Nosotros estábamos en la casa, afuerita del pueblo, cuando llegaron a golpear durísimo la puerta, pero nosotros no abrimos… cuando pasó un carro y alguien gritó: “doña Rubí”, pero extrañamente el carro siguió… en ese carro llevaban la gasolina para que quemar el pueblo y los carros, y cuando comenzaron a incendiar las casas nos fuimos río arriba para escondernos. Allí había gente escondida en pijamas, y todos estaban en silencio, cuando de repente escuchamos los cilindros que explotaban”.
La convulsión finalizó a las cuatro de la mañana. El pueblo estaba en un estado de mudez, que solo contradecían los sollozos, el crepitar de la madera y su olor carbonizado. A las cinco, con el alma de puntillas, la gente guiada por el silencio de las balas y la inquietud por sus familiares se atrevió a husmear…
“—Miren a fulano cómo lo dejaron, miren lo que quedó del papá de sutano, miren al hijo de perencejo —decían—. Y como yo era líderesa social, a mi casa llegaron a decirme: ¡mataron a mi marido, doña Rubí! ¡mataron a mi hijo!”.
Lo que más la impactó no fue la muerte, fue el desconsuelo de las familias, la tristeza desamarrada en el puente y la preocupación por impedir que los niños vieran los cuerpos desnudos de sus padres.
“Se recogieron nueve cadáveres del río a los que se le salían las tripas. Se colocaron unos encima de otros, y para que los hijos no los vieran, conseguimos unas sábanas blancas para cubrirlos.
“Con una aguja capotera comenzaron a coser los cuerpos para que no se le salieran las tripas y poder llevarlos a la casa comunal… yo me desorienté al ver semejante espectáculo tan macabro, aunque intentaba calmar a la gente”.
Como en muchas de las masacres más significativas ocurridas en Colombia, las autoridades no estaban presentes para la foto. “El Ejército llegó a la semana, y uno se pregunta por qué no llegaron antes”. Fueron ocho horas de taquicardia hasta que a las siete de la mañana arribó la Cruz Roja. La población necesitaba una transfusión… de esperanza
De 4.850 personas —según Rubí—, en el pueblo permanecieron solo 12 familias, incluida la de ella. Como sus esperanzas capitularon y sus alegrías caducaron, el resto migró para donde la comadre, para donde el compadre, para donde la madre o los padres en el Huila, en Cauca, en Caquetá o Nariño. El Putumayo quedó vetado por una posible fotocopia.
Los que no emigraron se encaletaban en la noche por temor a su regreso. “En mi casa se quedaba mucha gente porque se sentían más seguros… no tenía camas para todos… hacíamos comida, y hacia las seis de la mañana regresaban a sus casas… horrible, horrible”.
Primeras versiones del terror
No fue la primera vez que al Putumayo intentaban arrodillarlo los grupos armados irregulares. De acuerdo con el CNMH, el 7 de febrero de 1991, el grupo paramilitar Masetos, en principio creado y financiado por Gonzalo Rodríguez Gacha hasta su muerte en 1989, masacró a 11 personas en Puerto Asís.
En ese mismo municipio se firmó el acta de divorcio entre Gacha y las Farc, luego de su escarceo comercial a finales de los años 80, cuando el capo levantó una base paramilitar y un laboratorio de procesamiento de coca, cuya mercancía y transporte era protegida por el grupo subversivo. El narcotraficante acusó a las Farc de robarle un cargamento en el Magdalena Medio, motivo por el que en 1988 asesinó a 80 miembros del EPL que custodiaban su laboratorio en la vereda La Azulita, de Puerto Asís. Las Farc no se quedaron con las ganas y su represalia en 1990 acabó con 67 paramilitares.
Varios años antes de la masacre de El Tigre y como inspectora de la Policía, Rubí había tenido que desanudarse la garganta, cuando ajena a esa experiencia tuvo que recoger un muerto aquí, otro por allá, especialmente los sábados y domingos en los que la muerte no se iba de parranda, y preguntarse por el porqué y, también, incomodarse con los ‘porque’ y los ‘dizque’ de las respuestas. “Porque no pagó la vacuna, dizque por mala gente, porque era mal esposo, dizque porque no eran fieles a las esposas”. Y eso la indignaba. “Matar a un ser humano por algo que se podía corregir, matar a una persona porque le fue infiel a la esposa o porque tiene otra mujer o por el vicio, como si hubiera limpieza social… horrible”.
Las amenazas no llegaron en menos de lo que canta un gallo, ni dos, pero llegaron. “Un día fui a recoger un muerto a una vereda y cuando llegué al lugar lo habían colgado; lo estaba revisando cuando del monte llegó un guerrillero que me dijo: ‘Inspectora, esos trabajos es mejor que no los haga usted. Renuncie’. Del susto me monté en la moto, dejé las botas, y en mi casa le dije a mi marido que al otro día renunciaba. Estaba en embarazo de mi segundo hijo y tenía un hijo de seis años”. No sintió un terror similar hasta enero del 99.
Sigue el viacrucis
Si la muerte se apareció el día nueve, del diez en adelante fue un purgatorio. Como solo murieron hombres, las mujeres quedaron desamparadas y con la obligación de ser madres y padres. “Quienes trabajaban eran los hombres, y algunas mujeres quedaron con tres, cuatro o cinco hijos”.
Las familias que permanecieron en el pueblo se reunían, se abrazaban, lloraban y prometían no abandonar lo que habían construido. A Rubí, como había sido profesora del colegio e inspectora de la Policía, la consideraban más que una líder social, como una imagen de una iglesia a la que siguen en una procesión. Si ella se iba del pueblo, las demás también se marchaban. “Yo le decía a mi marido que cómo nos íbamos a ir, y nos quedamos, claro que con miedo”. Por eso en el Parque de la Memoria está el símbolo de las doce familias que no abandonaron el pueblo haciendo resistencia.
Se sostuvieron gracias a la solidaridad. “Una compañera comenzó a hacer tamales y se iba para La Hormiga a venderlos; otra traía plátano y yuca de una finca para regalarnos; otras hacíamos pan en el horno; una compañera se iba a pescar en la noche y nos traía pescado, por lo que en ese tiempo nunca nos quedamos sin comida; compartíamos lo que teníamos”.
El Tigre se fue repoblando, pero a los tres meses comenzó el infierno.
“Los paramilitares se asentaron en junio; algunos cogieron las casas que estaban desocupadas y ahí se quedaron. Otros les decían a los que las habitaban que se fueran porque iban a vivir allí, y que se iban a quedar hasta que se les diera la gana. Ellos escogieron casas bonitas. Nunca eligieron una fea. Era un terror verlos a los ojos, y ahí empezó el calvario para las mujeres, porque hubo familias que se quedaron que eran esposo y esposa, pero había mujeres que perdieron a sus esposos y no tenían para dónde irse, y el viacrucis comenzó con ellas”.
No perdonaron ni a las casadas. Si querían que una mujer se fuera a vivir con ellos, simplemente la amenazaban con matar a su esposo o a sus hijos. “Como cinco mujeres que tenían sus maridos tuvieron que hacer eso. Prefirieron irse con ellos, solo que los esposos comenzaron a decir que esa mujer era una tal por cual, porque los había dejado a él y a sus hijos. Se las llevaron monte adentro o para El Placer, La Dorada o La Hormiga, pero nunca se quedaron con ellas en El Tigre”.
Ellos nunca se imaginaron esa razón; menos que regresarían. Estuvieron lejos de sus hogares entre año y año y medio. Nunca lograron escaparse, simplemente las liberaron, según Rubí, porque se consiguieron unas más jóvenes o más bonitas. “Una de ellas me confesó lo que le había pasado con los paramilitares, que su esposo no la quería recibir y que sus hijos la odiaban, sin saber que les había salvado la vida, porque si no se iba con ellos los mataban a todos”.
Otra le reconoció que había tenido la suerte de que hubieran matado a su raptor, quien no la dejaba salir para ningún lado. “No sé si llorar de alegría o de miedo”, le admitió.
Rubí les explicó a sus maridos que sus esposas habían sido obligadas y les imploró su perdón. Unos las perdonaron; otros, no. Las que no alcanzaron la indulgencia decidieron marcharse del pueblo y nunca regresaron.
“Con el retorno de los habitantes al caserío, se empezaron a escuchar historias de lo que les había pasado a las mujeres, que lloraban desesperadas, y me lo contaban a mí. Fue cuando pensé en crear la organización Violetas de Paz en el 2007”.
Rubí se convirtió en un confesionario de amarguras, de abusos sexuales por parte de la guerrilla, de paramilitares, de ambos bandos, incluso de violaciones sufridas con anterioridad a la incursión de las AUC.
La confianza en ella fue tanta que las víctimas de violencia sexual no querían hablar con psicólogas, solo con Rubí. Hizo de psicóloga, de paño de lágrimas, de hombro reconfortador, de consejera y motivadora. Su misión principal fue empoderarlas para desenterrarlas emocionalmente. “Algunas se querían matar. Otras buscaban meterse en el alcoholismo o la droga, porque para ellas la vida no valía nada, pero hoy las veo fortalecidas. Me satisface ver que hoy sus hogares estén bien, que sus maridos y sus hijos las hayan perdonado”.
En ese periplo sanador, ha conseguido el apoyo de la alcaldía, la gobernación, la Unidad para las Víctimas y la Unión Europea, que publicó a finales del año pasado un libro con relatos de doce mujeres de El Tigre que se atrevieron a exorcizar esa violencia.
Esa catarsis la consiguió enfatizando en ese nuevo amanecer que ofrece el perdón y la reconciliación, solo que esta misión, para nada quijotesca, no la desarrolla ahora en solitario, sino con la ayuda de la institucionalidad.
Tan es así que lleva tres períodos como miembro de las Mesas Municipal y Departamental de Participación Efectiva de Víctimas, solios desde los cuales ha logrado que las mujeres de El Tigre fuesen reconocidas como víctimas de violencia sexual.
Comprende que la mejor forma de trascender estas cicatrices consiste en sembrar futuras primaveras. “Han salido unos proyectos a nivel municipal y departamental como los de gallinas ponedoras, siembra de plátano, emprendimientos de modistería, y ahora estamos encaminadas a desarrollar un proyecto de bordados”.
Su satisfacción también se refleja al ver los resultados en su hogar: su hijo mayor, de 26 años, está cerca de graduarse en Ingeniería de Petróleos, y el menor, de 23, estudia Ingeniería Electrónica.
Su familia es un ejemplo para el Putumayo, departamento que hasta el 28 de febrero de este año presenta, en el Registro Único de Víctimas (RUV), 279.755 personas afectadas por el conflicto, 249.041 víctimas de desplazamiento; homicidio (31.519), amenaza (17.900), violencia sexual (1.610); ni hablar del Valle del Guamuez, que inscribe por desplazamiento a 49.457 víctimas, homicidio (5.151), amenaza (2.334) y violencia sexual (846).
Rubí no se postuló el año pasado para la Mesa Nacional de Participación. “No me queda tiempo, ya tengo mucho trabajo con la organización por hacer y no quiero quedar mal”. Nunca ha quedado mal y es seguro que nunca lo hará. Mucho menos si continúa con el sueño de ver a las mujeres de El Tigre tan fortalecidas en el perdón y la reconciliación, de forma que se puedan defender por sí mismas, que no dependan de nadie y, como dice ella, les traspasen ese poder a sus hijos y sigan avanzando.
“¡Qué novelón!, sin tener un título yo creo que se hacen muchas cosas, y lo que he hecho lo seguiré haciendo porque a mí me gusta”.
Por eso cuenta su historia en El Tigre, que es la de muchas mujeres de su departamento, que es la de muchas mujeres de Colombia. “La cuento para que la memoria no muera, para que la memoria reviva y, así pasen los años, esté siempre presente”.
[1] Revista Combat. 30 de agosto de 1944.
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