Sigifredo López Tobón hace parte de las cerca de 39.887 víctimas del secuestro en Colombia y es un caso ejemplar para decirle al mundo que a través de la poesía y el perdón se puede llegar a una verdadera medida de satisfacción. Sin embargo, debió esperar siete años para narrarlo, siete años para recuperar su libertad en el 2009.
Fue secuestrado el 11 de abril del 2002 junto a otros 11 diputados del Valle del Cauca que nunca más vieron la luz del sol, pues por un error en la organización militar de las Farc, perdieron la vida el 18 de junio del 2007.
“Fueron dos minutos interminables y a la vez doce minutos de oración. Al comienzo dos cruces de balas, luego una ráfaga en respuesta. Más adelante silencio y luego fuego, silencio y fuego. Los últimos tres minutos fueron de un silencio sepulcral”, comenta en relación con el acontecimiento donde murieron sus compañeros. Y continúa diciendo:
“Yo me salvé porque había sido castigado cinco días antes, a raíz de que yo le exigí a un guerrillero respeto en tono enérgico, tras lo cual fui mandado a un calabozo, lejos de mis compañeros”, cuenta. Su castigo se prolongaría hasta diciembre y era junio 14 del 2007.
Ese día se juntaron otras circunstancias para darle una oportunidad de vivir. Cuando comenzó el enfrentamiento, su guardia estaba lavando una vajilla, a 140 metros del calabozo, que dejó tirada para salir detrás de los demás guerrilleros. Además, Sigifredo tomó una decisión cauta: no gritó y se arropó con hojas de chonta para que no lo vieran.
Ocho días después, por intermedio de la esposa de uno de los diputados, se dio cuenta que lo de aquel día había puesto fin a la vida de sus amigos. “Quedé destrozado emocionalmente. De ahí en adelante permanecí solo por un año y medio hasta el 5 de febrero del 2009 cuando me liberaron”, dice.
Al pasar por esta página amarga recuerda emocionado que Sergio, su hijo menor, atravesó la pista del aeropuerto Catam, enrolló sus brazos en sus hombros y le devolvió la alegría que durante 7 años estuvo secuestrada en la manigua. Luego llegó el hijo mayor.
–Cómo están de grandes, guevones –les dijo, sin advertir que las cámaras registraban aquel momento. Pero ¿cómo impedir que desde el corazón bullan estas palabras de amor y de satisfacción si en más de un lustro su voz fue agónica?
El reencuentro como papá no fue fácil. Sus hijos estaban acostumbrados a no tener autoridad; entonces vino el ‘Pacto de Mijas’ en una pequeña región de España, a donde fue toda la familia López Nieto a reencontrarse con los valores que el tiempo les truncó.
La siguiente en llegar fue Patricia –su esposa–, quien reteñía con su voz, lo que su abrazo afirmaba: “Te amo, te amo, te amo…”.
Sigifredo y Patricia se conocieron en la adolescencia, en Pradera. Él se hizo abogado y ella, artista plástica. Después decidió seguir los pasos a Sigifredo y estudió derecho. Seis años de novios fueron suficientes para dar el siguiente paso y casarse. De esta unión nacieron sus dos hijos, Sergio y Lucas.
Con pasos más lentos venía doña Nelly, quien representa un símbolo de fortaleza. “Mi mamá es una mujer con apenas la primaria. Siempre tiene una respuesta oportuna. Ve la vida por encima de las dificultades”
Con ella superó las crisis de los primeros días, que fueron muy duros. No dormía y no comía bien, pero tras unos exámenes en la clínica salió a refrendar su vida. En esa recuperación emocional estuvo doña Nelly, con sus tradicionales sancochos de gallina, chuletas de cerdo y jugos de chontaduro, que no pueden faltar en la vida de un valluno.
Por el año 1984, Sigifredo se dedicaba plenamente al derecho, y su liderazgo era visto en el pueblo con buenos ojos, hasta el punto de que los más cercanos le propusieron ser concejal de Pradera.
–Me lancé y lo logramos –comenta. En aquella época tenía 22 años, era un deportista consagrado y ya había integrado las selecciones del Valle y de Colombia en la modalidad de jabalina y bala.
Tras los éxitos obtenidos como concejal postuló su nombre en la Alcaldía de Pradera y ganó. El siguiente paso en su vida política fue la Asamblea del Valle, donde estuvo en dos periodos consecutivos antes del secuestro. Así transcurría su vida profesional: entre el derecho, pues era profesor en la Universidad Santiago de Cali, y la política.
Su secuestro es parte de un sino trágico que la familia Tobón López ha llevado por más de cincuenta años: primero fue el incendio de la casa en Ceilán, corregimiento de Buga La Grande, a finales de la década de los 50, en medio de la más feroz confrontación liberal-conservadora, en la que fue asesinado su abuelo; luego, en julio de 1962, cuando don Guillermo López –su padre – fue asesinado en Pradera. Paradójicamente, el mismo día en que asesinaron a su padre, quedó incrustada en su cuna una bala de fusil, mientras otra le atravesó el brazo a doña Nelly.
Esta tragedia la viven millones de familias en Colombia que, al igual que la suya, han debido sobreponerse para descubrir el milagro de la vida, abriéndose paso entre humaredas, conflictos políticos y, a veces, las debilidades de un sistema judicial que hiere tanto como los morteros.
Después del secuestro la vida lo puso de nuevo frente a una celda: un juicio errado de la Fiscalía lo mantuvo preso un año, esta vez no entre hojas de chonta, sino entre paredes grises. Según una investigación, él habría participado en el secuestro de los diputados, pero de la misma manera en que salió vivo del cautiverio, pudo demostrar su inocencia.
Este caso fue ampliamente conocido por la opinión pública en Colombia.
Después de demostrar su inocencia creó la Fundación ‘Defensa de Inocentes’ conformada por diez abogados, dos de ellos fieles escuderos durante su proceso judicial: “Alfredo Montenegro, que aparte de un gran abogado es mi amigo, es pastuso, pero vive en Bogotá, y Élver Montaña, que vive en Cali, fueron claves en mi defensa. Diariamente atenderemos muchos casos y nos gusta esta labor.
“Todos estos acontecimientos en mi vida me han hecho reflexionar sobre la paz. Yo llevo ese compromiso en mi corazón y en mi sangre, y por eso creo que el alcance máximo de la Ley de Víctimas es la terminación del conflicto armado”, dice.
Sigifredo se ha sobrepuesto al dolor gracias al perdón. Esto se lo debe a su fe católica. Por eso, siempre lo verán en aeropuertos, cafés y demás sitios públicos abrazando un rosario, porque fue gracias a Dios y a la Virgen que pudo sobrevivir 7 años en cautiverio, en los cuales vio crecer a sus hijos solo a través de la radio, pues no había sábado en la madrugada que no cumpliera esa cita con su familia en el programa ‘Las Voces del Secuestro’.
“Dios me ha dado fuerzas para soportar. Además, hay un bálsamo, una medicina cuando la gente en las calles me dice que está conmigo, que siempre creyeron en mí, en fin. En la oración se crece espiritualmente. La adversidad hace que el espíritu crezca. Yo sentí que recibía mensajes divinos. La Virgen me ratificaba que me iba a sacar. Ese crecimiento espiritual y el silencio fueron lo único positivo en medio de la tragedia”, afirma.
Hoy, su vida es más espiritual. Pronto cumplirá 50 años. De repente un flash de su memoria revive al viejo Pradera, el municipio ubicado en el piedemonte de la cordillera central, al sur del Valle del Cauca, donde corrió su niñez:
“Fue una infancia tranquila, entre lo rural y lo urbano, y a pesar de que me tocó crecer sin papá, gracias a la entrega y el talento de mi madre, que nunca fue a la escuela, pude formarme como una persona de bien”, asegura.
Ahora, Sigifredo va por Colombia diciéndoles a los colombianos que hay que perdonar para volver a vivir en paz. Está convencido de que la reparación integral es un proceso en el que también participan las víctimas a través del perdón, lo que equivale a decir que “si perdonamos promovemos en las demás víctimas un espíritu alentador”.
Esa tesis la aprendió en cautiverio, cuando pudo tolerar innumerables humillaciones y donde también aprendió a perdonar a sus captores:
“A cada secuestrado le tenían un carcelero; ellos tenían la orden de asesinarnos si alguna cosa irregular llegaba a pasar. Recuerdo mucho a alias ‘Jimba’, quien estaba conmigo cuando ocurrió lo del 18”, rememora.
Seguramente ‘Jimba’ debió asesinarlo como cada carcelero hizo con el diputado a cargo, pero no fue así. Después del enfrentamiento este al calabozo, revisó la cadena y tras la cortina preguntó:
–¿Quién ha pasado por aquí?
–Nadie –respondió Sigifredo.
‘Jimba’ se sentó a unos dos metros, se quitó la cachucha y le dijo:
–Empaque que nos vamos.
Y aunque marcharse no significaba quedar libre, sí significaba seguir vivo, y eso después del secuestro le traería cambios a su vida actual.
Ya no repasa los versos lúgubres de Miguel Hernández, ni anda, como el poeta español, “sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo”. Ahora prefiere ir al sur en las letras de Borges y cantar que triunfó la esperanza, como narra en su primer libro; prefiere repasar los versos de su otro libro ‘Rescatado por la poesía’, a través del cual se liberó de tanto dolor. Prefiere compartir fiestas con su esposa, sin preocuparse si ponen salsa o vallenato. Hoy, está dispuesto a todo. Si en el bafle suena un rock y Lucas lo invita a bailar, sale a la pista.
Así transcurren los días de Sigifredo, un defensor de causas nobles, el hombre que se formó en derecho y terminó en la política; el hombre que creó dos cineclubes y un centro de estudios literarios en la universidad; el hombre que iba de Pradera a Cali todos los días, a las cuatro de la mañana, en el primer bus, para estudiar, aunque su clase de derecho civil la escuchara en el corredor por llegar tarde.
“Llegaba a las cinco y quince a Palmira y cogía el segundo bus a Cali. A las siete pasaditas arribaba a la Universidad, pero me tocaba escuchar la clase de derecho civil desde el corredor, pues el profesor era muy estricto y a las siete en punto cerraba la puerta. Casi pierdo la materia por falta de asistencia”, recuerda.
Hoy, su esposa e hijos le piden que no siga en la política, pero él tiene un argumento claro para no hacerles caso: “Siento que si Dios me salvó fue por algo y tengo un compromiso con esta sociedad que está enferma de violencia; Yo he sido bendecido –agrega–, razón por la cual no tengo derecho a la tristeza”.
Entonces cuando se siente triste, toma aire, ora y sigue.
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