Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas
Historias de vida

Rafael Posso

Memoria, amor y reconciliación

Rafael esperó muchos años para llegar al perdón. Y hoy, una tarde de octubre, cuando han pasado 13 años desde la masacre en Las Brisas (San Juan Nepomuceno, Bolívar) donde murieron 12 personas, 3 de las cuales eran sus familiares, está emocionado y nervioso porque al frente suyo hay un monumento que en nombre de las víctimas, y como parte de una diligencia judicial, mandaron construir, los postulados de Justicia y Paz, Úber Enrique Bánquez, alias ‘Juancho Dique’ y Edward Cobos Téllez alias ‘Diego Vecino’. Lo acompaña su hijo, José Alfredo, y está por llegar Liliana, su esposa. El niño, que no hace muchos días cumplió 11 años, lleva en su mano una rosa blanca que espera entregarle a uno de los desmovilizados en señal de perdón. 

–‘Diego Vecino’, dice, pero Rafael lo corrige:
– Para mí ‘Diego Vecino’ ya no existe, yo quiero conocer a Edward Cobos.

La pertenencia de ‘Diego Vecino’ al bloque Héroes de los Montes de María se conoció hacia 1999, dos años después de su creación, cuando tomaron el nombre de Bloque Sucre-Bolívar -según informes de la Comisión Nacional de Reconciliación-. Él era quien tenía el mando funcional, administrativo y económico, obviamente, bajo las órdenes Carlos Castaño y Salvatore Mancuso.

Sin embargo, estos acontecimientos pasan a un segundo plano al estar al pie del monumento que, según Rafael, “le devuelve a San Juan una parte de lo que nos quitaron, porque ellos, todos los muertos, eran campesinos honorables, buenos, trabajadores, no eran colaboradores de grupos armados”.

Rafael es campesino y tiene una chispa extraordinaria para conversar. Con 45 años de edad conserva sus tradiciones, y es, a pesar de haber salido del campo hace más de una década, un buen cultivador de ñame, domador de mulos y conocedor de caminos. Observa la obra de arte, al contraluz de la canícula, repasa los nombres grabados allí y enhebra con precisión cada episodio de su vida antes y después del 2.000, cuando cayeron 12 campesinos y cerca de 200 familias salieron desplazadas, por temor a ser borradas de la faz de la tierra, del corregimiento de Mampuján y de las veredas Las Brisas, Pela el Ojo, Casinguí y Aguas Blancas.

“En la masacre cayó tío, suegro, primos y cuñados. Ellos vivían en Botijuela, pero como la casa del abuelo era grande, luego se fueron para Las Brisas. Allá permanecían tío Joaquín, la señora Etelinda y las otras hermanas, Sandra, Martha y Liliana”, comenta Rafael.

La tragedia de los Posso también fue su tragedia porque, más allá del lazo de sangre, eran como hermanos. Por eso, en medio del orgullo de haber logrado el monumento, no puede ocultar su nostalgia, pues los dos muchachos tenían para él mucho significado:

“Sabes, esos dos pelados se levantaron conmigo. Te estoy hablando de José Joaquín Posso y Alfredo Luis Posso. Desde niños empezamos a compartir un tiempo. Allá todos nos dedicábamos al campo, y a pesar de que mi infancia fue en Botijuela, yo iba mucho a Las Brisas y allá empezamos a conocernos. Hasta en las vacaciones, que no eran vacaciones, porque nos tocaba trabajar. Hay muchas anécdotas, juntos, pero cómo olvidar que por ahí cerca había un señor que hacía panela y nosotros le ayudábamos a arriar los mulos, con la intensión de que de recompensa nos diera el postre que quedaba; súmele a eso que estudié con ellos”.

Si estos tres muchachos querían jugo de caña, lo obtenían en la misma finca, y si un día cualquiera su intención era ir al río, lo hacían sin problemas en las trancas, pequeños depósitos de agua que construían para convertirlos en verdaderas piscinas naturales.

“Solíamos también pescar moncholo, que es un pescado típico de esta zona, robusto, los dientes finitos y con la boca grande”.

De repente, la gente empieza a sembrar junto al monumento algunas plantas que adornarán el sitio en adelante. Y Rafael vuelve a la escuela, a las charlas frecuentes con Alfredo Luis. Él era un muchacho entregado a la vida del campo y que, con apenas 29 años, ya había ganado algunas cosas:

“Alfredo solo estudió la primaria y medio año del bachillerato. Él me decía que el tiempo que iba a demorar era de 6 años, que mejor se ponía a conseguir su propia finca. El día que lo mataron, Alfredo ya tenía 29 reses: toros, vacas, terneros, un caballo de carreras y un burro especial, un burro prieto”.

A diferencia de los burros que deambulan por todos los lugares en la región Caribe, los llamados ‘burros prietos’ son de color negro azabache. Los pobladores los consideran especiales pues esta raza tiene una fuerza asombrosa, al punto que los comparan con la fuerza de los mulos.

Llega Liliana, su prima y actual esposa. Rafael sonríe. “Nunca lo pensé en la vida. Yo siempre decía que con familia nada, pero me tocó callar porque me quedé con una prima hermana. Fue superior la belleza interna y física y la comprensión. Me ganó la idea de que mis cuñados fueran como mis hermanos, de que mi tío decía que prefería que un conocido se quedara con ellas a que lo hiciera un desconocido”.

La conoció cuando ella tenía 12 años y él se acercaba a los 18. La conquistó con su simpatía, su ‘mamadera e gallo’ -como dicen en la costa a las personas jocosas y de buen conversar-. Curiosamente, ser buen cultivador de ñame le valió para ganarse el afecto de su tío, que luego se convirtió en su suegro.

“Una de las formas en que los padres probaban a los yernos era poniéndolos a trabajar. Mi tío tenía una teoría: el ñame depende de la mano. No todo el que sembraba ñame se le daba. Y eso me dio muchísimos puntos, porque yo salí con buena mano. Un día dijo: ‘De hoy en adelante nadie más me siembra el ñame sino tú”.

Su historia de amor ocurre en una vereda llamada Las Brisas. Claro que no fue color de rosa. Durante 6 años, Marta, la mayor de los Posso, estuvo distante de su primo ‘Rafa’, pero el liderazgo en beneficio de las víctimas los hizo unir. Ella comprendió que él era un buen prospecto para su hermana Liliana. También, pese a la buena relación con Alfredo y Joaquín, hubo ciertos roces el día en el que por primera vez, vieron a Rafael acariciar la mejilla de Liliana:

–Qué te está pasando –dijo Alfredo. 
–Nada, cálmate, ven, charlamos y te cuento, y si quieres a los puños, también te cuento –respondió Rafael.

Al recordar este pasaje, reflexiona sobre lo que pudo haber pasado si aquel muchacho, alto, fornido, fuerte, de pocas palabras y de carácter recio, hubiera optado por la segunda opción. A otro precio habría sido una pelea con José Joaquín, que era más delgado y bajito.

Aunque en principio Etelinda no consintió la relación entre Rafael y Liliana, hoy en día comparte con su yerno ideas y proyectos: “Ninguno de los dos hace nada sin antes consultarnos mutuamente; hay una relación muy hermosa”.

A finales de 1988, Rafael terminó el bachillerato en el colegio de San Juan Nepomuceno y emprendió varias tareas para ganarse la vida, eso sí, sin desprenderse del campo.

“Terminé el bachillerato y me formé como Técnico Profesional en Manejo y Aprovechamiento de Bosques, después hice un diplomado en Auditoría Ambiental Comunitaria porque siempre, mira, yo te comento, todos los estudios que podíamos realizar era pensando en el campo”, comenta.

Capacitarse en esta área tiene todo el sentido en San Juan, dado que la región de Los Montes de María es una despensa agropecuaria, y es un paso obligado hacia otros centros económicos lo cual facilita el acceso al mar Caribe y a sus puertos. Allí sobresalen la producción de ñame, plátano y ganadería.

Por si fuera poco, en jurisdicción de San Juan Nepomuceno, al costado derecho, sobre la troncal de occidente que conduce a San Jacinto, se halla una importante reserva natural declarada por Naciones Unidad como Patrimonio Natural de la Humanidad conocida como Parque Los Colorados.

Debe su nombre al mono colorado, un animal que lo habita. La riqueza de esta reserva es inagotable, y son comunes allí especies maderables como el guayacán, “carreto”, ceiba amarilla, palma de chontaduro, entre otras. Desde su creación, en 1977, la zona ha tenido fines educativos y científicos, pero con la incursión del bloque ‘Héroes y Mártires de los Montes de María’ sus 1.000 hectáreas de bosques tropicales se han visto amenazadas. Hoy, Rafael se encuentra en un cruce de sentimiento.

“Es algo que hoy le tengo miedo. Estamos luchando por el retorno y estamos luchando por el campo, pero en cierta forma todavía hay un miedo que se encierra”.

El amor entre Liliana y Rafael inició formalmente en la década del 90 en medio de un abanico de oportunidades.

“Ella se viene a estudiar, yo soy el tutor de ella, y eso ayuda un poco. Nos comprendimos, y por eso llegamos a los que somos hoy: una familia”.

Por supuesto, en una familia cristiana como la de los Posso, Etelinda no dio la bendición a Rafael, sino hasta el momento en el que se casaron por la Iglesia. Y así fue: el 25 de diciembre del 2001, en la parroquia central de San Juan Nepomuceno, dos primos vigorizaron su sangre, bebieron del beso sagrado -que a este punto tenía la pulcritud del cáliz- y contrajeron matrimonio.

Luego, Rafael tuvo que dejar su tierra por un tiempo, pero a diferencia de Efraín, su “María” ni enfermó ni cayó en lamentaciones que lo hicieran regresar. Lejos de casa se desempeñó como electricista y estudió electrónica. Su regreso tuvo relación con el grado de Liliana en la Normal, y la nueva labor de ella como docente en el sur de Bolívar.

Mucho de lo aprendido Rafael quiso llevarlo a San Juan, pero la falta de instrucción impedía que lo lograra.

“Nosotros queríamos compartir estas experiencias pero no teníamos cómo hacerlo. Comprendimos que había que organizarnos, entonces conseguimos 50 personas y le llevamos el listado al instructor y conseguimos que nos capacitaran, y es algo que nos ha servido para lo que queremos mostrar”.

Su hermano mayor, Efraín, trabajaba en La Mutual, una IPS de Cartagena y era amigo del gerente de la óptica Santa Lucía quien para la época montó una sucursal en San Juan. Allí surgió una nueva oportunidad laboral para él. “Necesitaban una secretaria y un carpintero. Yo era el carpintero y la secretaria, mi hermana Juliana”.

El espíritu de lucha de Rafael inició antes de la tragedia del 2000. Desde que trabajó en el gasoducto demostró valentía e ímpetu en la defensa de causas justas, aunque estas le costaran el empleo. “Recuerdo que nos pagaban $3.000, y yo había leído que por derecho tenían que pagarnos $9.000; lógicamente yo armé la protesta y cuando terminó, me echaron”.

Luego de ese episodio, y marcado por la valentía, decidió acompañar a Martha a la reuniones que apenas iniciaban en el proceso que hoy es un caso exitoso de reparación colectiva.

Ya se han sembrado 6 corales en el parque, planta originaria de América del Sur, que tiene en la punta de sus flores unidades reproductivas, de cuyo tallo enverdecido surgen flores bañadas entre el rojo y el carmín, y que es para ellos el símbolo de la vida en San Juan.

“El coral sembrado en el parque es muestra de la diversidad que tenemos en las veredas. Son de buen tamaño, porque la idea es que el jardín no tape el monumento. Por eso escogimos el coral, porque, como puede ver, es una planta prodigiosa que siempre está florecida”, agrega Rafael.

Además, para él, el monumento significa ver a los campesinos como son: personas honorables, valiosas, que cortan el monte, cultivan la tierra, en fin, la síntesis del campesino.

Justo ahora, la mayor felicidad de Rafael está en brazos de su padre, quien balancea por el parque Olaya a su hija Gisel, de 15 meses. A cada paso se oye cómo el longevo la mira a los ojos y después de entonarle una canción de Alejo Durán, le dice: “Vamos niña, canta”. Y la pequeña solo sonríe. Su hijo, “el Campeón”, y Liliana, su “corazón”, completan su cuadro feliz:

“Ver a mi familia aquí, me llena de alegría. El único que no está es Yovani, porque anda trabajando en Barranquilla, pero usted no imagina cómo al ver estos niños en cierto modo ayuda a perdonar, porque quiere decir que la vida sigue y sigue en paz. Eso es lo que me da vida a mí -mientras observa el monumento-. Cuando pase por el parque, mi orgullo se va a poner a mil, pues no en todas partes se le hace un monumento al campesino”.

Una persona anuncia que Edward Cobos no irá. Rafael mira a Alfredo, lo abraza y susurra en su oído. Por ahora el niño pospone la entrega de la rosa blanca.

La masacre de Las Brisas y el desplazamiento en Mampuján son capítulos de todo un tratado sobre el horror paramilitar en los Montes de María, pero Rafael cree en la reparación de las víctimas y se ha convertido en símbolo de la reconciliación. Antes de devolverse a ese sector de su memoria en el que se instaló el terror que fragmentó las ilusiones en Las Brisas y Mampuján, prefiere desmalezar esos recuerdos, remembrar las cosas positivas y atisbar los buenos tiempos que llegan.

“Tenemos la mejor comida del mundo: ñame espino, yuca, suero. Son el principal recurso económico de la zona, con muy buenas proteínas; si te fijas, nunca verás a los niños ‘pipones’, ni en huesos, siempre están bien”.

Y no se equivoca: en San Juan -aunque se desconoce perfectamente el origen del ñame-, se encuentran 20 variedades.

Han sido 12 años de lucha. Y llegará el tiempo en el que Rafael dé un paso al costado. Para ese momento anhela “vivir en paz en la finca, en el campo, porque mis mejores vivencias fueron en mi infancia y así quiero que sea mi vejez”.

Mientras tanto, sabe que aún debe estar al frente del proceso de la reparación y que todavía hay valores por rescatar, como el tamarindo. A este árbol -referenciado en varias actividades e incluso fotografiadas por un talentoso reportero gráfico en el 2009-, le dieron durante una década la connotación de campamento guerrillero, cuando era, para la comunidad, un símbolo de unión.

“Allí compartíamos, con Mampuján y María La Baja, la compraventa y los intercambios culturales, deportivos y los productos. Para nosotros el tamarindo era una fiesta. Y queremos que esa connotación de campamento, muera”.

Igualmente, su deseo es que San Juan recupere su fortín productivo. “Es algo que realmente se merece esta región para comenzar de cero, aunque sea difícil. Queremos que la carga del campesino sea asegurada, que cuando salga el ñame, los campesinos vuelvan a tener sus remesas. A cambiar ñame por arroz”.

En medio de la tragedia de la familia Posso, Rafael se reencontró con un talento que tenía guardado desde la infancia. Así fue como decidió contar la masacre de Las Brisas, a través de 13 láminas, en medio del temor de abrir las heridas. “Empecé tarde a hacerlo, porque tenía miedo de que causara dolor, pero cuando lo hice fue como exorcizarlo, sanar el alma, madurar el duelo”.

Con los dibujos, Rafael se atrevió a construir parte de la memoria histórica, que se suma a otras iniciativas de memoria en los Montes de María, como el Colectivo de Comunicaciones o los telares de Mampuján, que bordan una historia contada desde la narrativa de los sobrevivientes.

“Yo quise comentarle a la comunidad mi vida y mis experiencias. Lo hago, no solo con dibujos, sino con poesía, canciones y décimas -estas últimas quedan siempre en el tintero-. La música, como el arte de dibujar, es algo que creció con él, incluso, fue una canción, la que selló el pacto de amor con Liliana. Justo ahora, suelta el lápiz de la memoria y baja del recuerdo una tonada: ‘Juntos hasta el final’:

Una hermosa tarde que llegaste tú / ahí brilló la estrella que me dio la luz. /Hoy somos felices, las flores no mueren cuando estás conmigo. (…) y seremos muy felices toda una eternidad. (Bis)

La lucha de Rafael no ha sido en vano, y su liderazgo no encuentra linderos en las 12 víctimas de la masacre del 2000, va más allá, porque su propósito es la reparación integral de las casi 16.050 mil víctimas estimadas en este municipio, dentro de las cuales, el desplazamiento ocupa el índice más elevado, con cerca de 14.808 casos asociados, seguido de hechos relacionados con masacres y homicidios, cuya cifra asciende a 813, según datos oficiales en septiembre del 2013. Es un número elevado si se tiene en cuenta que en Bolívar hay 299.813 víctimas.

El proceso en San Juan avanza. Y esto satisface a Rafael, quien ve cómo las víctimas cada vez tienen más confianza en el Estado. El solo hecho de que entre el 2012 y septiembre del 2013, se hayan realizado 1.477 declaraciones, significa que las víctimas quieren reparación y tienen menos miedo que otrora.

Además, en estos dos años de aplicación de la Ley 1448 del 2011, han sido indemnizadas 387 personas, de las cuales, 157 se refieren a sentencias judiciales como la No. 34547 del Tribunal Superior de Bogotá. Las inversiones en indemnizaciones son superiores a los 3.974 millones de pesos.

La Unidad para las Víctimas consolida el retorno colectivo de 117 familias de Mampuján viejo. Del mismo modo, el Gobierno lidera el proyecto de la escuela y el puesto de salud en este corregimiento, y se espera que la Unidad asuma los costos de diseño del acueducto comunitario.

La jornada en San Juan termina y la gente vuelve a casa. En un costado del parque Olaya hay doce campesinos en mulo. Vendrán nuevos días en esta dinámica de la reparación, que no cabe duda, será exitosa. Triunfará, como triunfó el amor de Rafael y Liliana.

El 28 de octubre del 2013 ambos sembraron una planta de coral en el jardín para, juntos, celebrar la vida, y en verdad que se trata de celebrar la vida, porque justo a dos metros, están Gisel y José Alfredo -sus hijos- y observan.

En total plantaron 12 corales que crecerán a la medida justa para adornar este monumento que se convirtió en símbolo de reconciliación en esa comunidad de San Juan y de los Montes de María.