Sol Isabel González sale diariamente de su casa en el barrio 15 de junio en Cartagena del Chairá a encontrarse con las víctimas del conflicto armado. Temprano, al igual que el astro rey, comienza a irradiar con cortesía su calor, humano claro está. Su sentido de solidaridad con sus colegas de tristeza la impulsa, su nobleza la obliga. Su trabajo le exige estar algunas horas tras un módulo para brindarle a esta población la mejor atención a sus preocupaciones y la mejor orientación a sus esperanzas.
Hace parte de los 277 orientadores que tiene la Unidad para las Víctimas en todo el país, en 95 puntos de atención y que cumplen, además, la importante tarea de llevarles a las víctimas la oferta del Estado a sus propios territorios, ciudades, municipios, corregimientos, centros poblados y veredas. En el año 2012, esta estrategia del Gobierno Nacional atendió 1.912.483 personas, mientras que en septiembre del 2013, 1.428.561.
Y de cuya labor depende en gran medida que las víctimas sientan confianza y afecto por el Estado en todo el proceso de su atención y reparación integral. Es por ese canal que las víctimas se encuentran de frente con la política del Estado para su reparación integral.
Tiene 25 años y un hogar maravilloso. Es madre de Ashlee Carolina, de 3 años, y esposa de Jhon Edison Tovar, de 26, ayudante de botes, muy adentro del río Caguán.
Cada día trae para ella nuevas historias, con las que podría escribir más que un memorial de agravios, una crónica de aflicciones; narraciones en algunos casos muy distantes de su vida y en otros, tan cercanas, que pasan a los pies de su memoria y juegan con su recuerdo, como lo hacen aquella personas que con alguna magulladura en el alma saben que todo pasado fue peor.
Sin embargo, por esta entrevista su memoria también se muda a la época en que solía jugar en la casa de Remolinos con sus hermanas, Natividad, Yuberly y Sandra. Esa casa ahora es una cuadra completa de recuerdos: “Cogíamos palos de escoba y nos poníamos a bailar. Teníamos muñecas. Era muy bonito todo”, cuenta.
Según su infancia, la casa de Remolinos tenía “una palma de coco, un gallinero y algunos árboles frutales al fondo del patio”, que doña Carmen se encargaba de mantenerlo limpio, pese a lo terroso, porque –como dice Sol–: “Podríamos ser pobres, pero éramos organizadas y aseadas”.
En un cuarto dormían Sol, Sandra y Yuberly, y en otro, Natividad. La sala estaba adornada por un afiche de grandes proporciones del que salía un unicornio blanco. Esa era la galería de arte de una familia conformada por Miguel Ángel González y Carmen Molina donde lo más importante siempre fue la fe cristiana.
“Mis padres me han dado demasiado. Creo que hoy soy lo que soy gracias a sus principios. Mi mamá era muy apegada a la iglesia y siempre nos enseñó esos valores religiosos. En mi casa siempre vi amor y paz. Mi papá era muy dado a lo que ella dijera y nosotras crecimos viéndolo llevarle a mi mamá rosas y regalos en sus cumpleaños. Era muy detallista”, dice.
Pero el conflicto en el Caquetá, el aumento desmedido de la producción de coca, los coletazos sociales y, de sobremesa, las confrontaciones entre las Farc y el Ejército, desbarataron este hogar y otros más en Remolinos.
En 1997, Sol tenía 8 años, los sueños intactos y una decena de muñecas que guardaba celosamente como el billete ganador de una lotería, y que fueron a parar a una caja cuando debió huir con sus padres y hermanas del conflicto que quemaba las aguas del río Caguán.
“Recuerdo que eso se estaba poniendo feo. Yo iba un día con un cuñado en canoa y fue dramático porque cayó una bomba cerquita de nosotros, en el río Caguán. Yo me asusté mucho”, cuenta.
Un grupo de hombres llegó al caserío y le dijo a toda la población que debía irse. La familia González Molina tomó la mejor decisión: coger río arriba hasta Cartagena del Chairá y empezar otra vida, lejos de la palma del patio, lejos de las gallinas que solían vender doña Carmen, lejos de esa niñez que todavía se regodea en las playas del río.
“Para esa época Natividad estaba casada y mis otras hermanas no tenían todavía sus parejas, pero como yo era la menor entonces mis padres me mandaron a donde mi padrino en Neiva”, rememora.
En ese año, un viaje entre Cartagena del Chairá y Neiva superaba las 10 horas, pues la vía era casi un camino de herradura. Y en un campero, como una encomienda delicada, Sol fue enviada a la capital del Huila, con el deseo de que se alejara del conflicto y abriera nuevos caminos en su vida. Sin embargo, la joven solo duró un año donde ‘Iván’ –el padrino– porque las fuerzas del destino halaron hacia su origen y prefirió volver.
En estas anécdotas estamos cuando una viuda, que le recuerda a sus padres, se sienta frente a ella con las pupilas trémulas. A veces no comprende por qué la vida condena al dolor. En ese momento reaparecen en su mente don Miguel Ángel y doña Carmen. Ella, oriunda de Cundinamarca, quien tras tener a su hija Natividad fue abandonada por un hombre del que nunca supo más, y él, obrero por aquel entonces en la Alcaldía de Doncello (Caquetá).
“El amor de ellos fue muy raro. Mi papá necesitaba un ayudante y mi mamá estaba sin trabajo. Él le propuso ayudarle con algo de dinero a cambio de que trabajara con él y luego se enamoraron. Mi mamá siempre valoró que él quisiera más a Natividad como si fuera su propia hija”.
En las horas de descanso, Sol suele leer las cartas que le ha enviado el padre Jacinto Franzoi, veterano religioso italiano que en 1988 llegó a Remolinos, con un pasado tempestuoso que años más tarde Sol repetiría en su versión colombiana: sería desplazada por el conflicto armado.
“El padre Jacinto fue un hombre maravilloso. Él también había perdido a sus padres en la Segunda Guerra Mundial, era fuerte, alto y con muchas convicciones religiosas y morales”, cuenta Sol, justo cuando de nuevo le asaltan su niñez como acólito en la capilla de Remolinos, cuando oficiaba como padre Franzoi, y el cariño y los buenos consejos que de él recibía.
La devoción que infundía doña Carmen y la moralidad de Jacinto formaron a Sol, le dieron templanza y vigor para enfrentarse a la vida, esa vida que a finales de 2005 le quitó a su madre luego de luchar contra un cáncer, hecho que dejó desconcertada a Sol, a sus hermanas y a don Miguel Ángel.
Una vez terminó el colegio, Sol sabía que a diferencia de otras compañeras de colegio con proyectos de estudios superiores, ella debía dedicarse a trabajar para ganarse la vida y así lo hizo. “Desde niñas éramos verraquitas para el trabajo. Mi mamá tenía una receta de tamales muy exquisita y nosotras le ayudábamos a venderlos en Cartagena. En los ratos libres me iba con mi papá en la carroza a acompañarlo a recoger la basura en Remolinos, sobre todo en vacaciones”, cuenta.
“Me puse a hacer de todo en Cartagena del Chairá hasta que llegó el proyecto ‘Scala’, que era del gobierno nacional; hice un curso en ventas y mercadeo los sábados y domingos, y con eso pude trabajar en supermercados”, narra.
En las lágrimas y la desesperación de muchas víctimas ella ve el río Caguán llorando los muertos que ha dejado el conflicto, pero en ciertas víctimas que llegan con esperanza vuelve a ver los bejucos que besaban la playa de Remolinos donde solía jugar. A veces alcanza a ver, en los ojos de esas personas, las pestañas de los árboles que enmarcaban al río, a cuyas aguas le temía su niñez.
El 2006 trajo de vuelta las gratas sorpresas. El amor llegó a su juventud: “Yo vivía enamorada de un muchacho que nunca me paró bolas; lo miraba en el descanso, a la entrada, a la salida, pero nunca tuve el valor de decirle algo”, relata.
El joven viajó a Bogotá y regresó en 2005, por la misma época en que doña Carmen había agravado. Ahí floreció su romance, como la amistad con el padre Jacinto, en momentos difíciles.
“Jhon se volvió mi apoyo pues cuando mi mamá murió, yo me sentía muy sola. Ni sé cómo empezamos a salir, pero vea, le doy gracias a Dios pues es mi esposo hoy en día y el padre de mi hija, Ashlee Carolina”, dice.
Natividad, Yuberly y Sandra ya estaban por fuera de casa, con sus esposos y proyectos, pero Sol aún era muy joven para volar sola. Y fue una señora muy cercana a la madre quien le dio la mano. “Para ese momento llegaron unos cursos de sistemas, la cuota inicial era de 300 mil pesos y la señora me los dio”.
Con dedicación y talento se ganó la confianza de aquella mujer. –Trabaje con nosotros en clínica –le dijo ella–. No lo dudó y puso todo el empeño en hacerlo bien. Se volvió experta en cuentas médica y facturación hasta que tuvo la oportunidad de hacer una carrera profesional a distancia en la CUN.
En el 2010 Sol quedó embarazada. Abandonó la clínica, se retiró del estudio cuando iba en sexto semestre –por lo que obtuvo el título de Técnico Profesional en Contabilidad–, se fue a vivir con Jhon y dejó solo a don Miguel Ángel. Por fortuna, el joven se hizo cargo del hogar y no le ha dado la espalda ni un día.
“Jhon es muy juicioso, hizo algunos ahorros y aprovechamos que había un remate de una casa y la compramos. Al comienzo me dio duro dejar a mi papá, pero hoy en día tenemos muy buena relación”. Este lazo de amor se ve en cada domingo, cuando Ashlee visita a su abuelo, quien hoy tiene 74 años.
Siguen llegando víctimas para ser atendidas. Sol no para ni un segundo, porque en la vida de una víctima –parafraseando a Lewis Carroll, autor de Alicia en el País de las Maravillas–la vida es a veces solo un segundo. Ella lo aprendió desde el 19 de abril, cuando tuvo su primera jornada de atención sin tutoría y se dio cuenta de la magnitud del trabajo.
Sabe que al frente hay personas de su misma condición. Y valora que un día su madre haya decidido adelantar los trámites para el registro de víctimas e incluir en la declaración a toda la familia. En poco tiempo ha aprendido que la reparación integral comienza por una buena atención y que su doble condición de víctima y orientadora de víctimas, le otorgan unos valores esenciales: el de la bondad, la comprensión y la entrega.
“Estos meses en la Unidad para las Víctimas han sido una experiencia maravillosa. Me gusta mucho mi trabajo y me identifico mucho con las víctimas. Sé lo que les pasa, entiendo sus reclamos, su desespero, su angustia. Admiro a las personas que se sientan al frente y me cuentan su historia porque puedo conocer sus problemas y aportarle un granito de arena a solucionarlo”.
Muchas historias están por pasar frente a su módulo. Por lo pronto, una víctima llega al punto de atención y pregunta por su turno. Sol la llama: “Buenos días, siéntese. En qué le puedo ayudar”.
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