¡Vamos, vamos, vamos! gritan desde los buses organizados en fila india. Los cornetazos repiten esa intención. Cada llamado entrevera montaña, fauna, hierba apacible y tiene un tono de aire limpio, tibio, de terruño de campo. Cada cornetazo de las flotas parece invocar con urgencia a los sagrados espíritus para que guíen a mujeres y hombres del pueblo embera en el retorno al portal de su cosmovisión, en Mistrató y Pueblo Rico, en Risaralda, y permitan abandonar, bajo su protección, esta ‘caosvisión’ de turba y frío capitalinos.
Estos llamados reverberan el 26 de julio en el Parque La Florida, en los confines de Bogotá, por la calle 80, a las ocho de la noche, donde hormiguean 85 familias embera que sobrevivieron por un tiempo el desarraigo sufrido por causa, según algunos, del ELN.
Durante su travesía por el asfalto, la indiferencia y el desafecto bogotanos no siempre estuvieron en esas tres moles de ladrillo de dos y tres pisos de alto que parecen la maqueta de una ciudadela, el ensayo de un hábitat urbano con capacidad para dos guetos: los embera chamí y los embera katíos. Como diría el gran escritor mexicano Juan Villoro en su libro de crónicas El vértigo horizontal: “Una ciudad dormitorio”.
Se anota sobrevivieron y no alojaron u hospedaron y menos acogieron, porque esas palabras se escriben con calidez o por lo menos con algo de tibieza, y esta especie de apartheid, en el que era necesario congregarlos para que la Unidad para las Víctimas lograra su retorno a tierras risaraldenses y chocoanas, está despojado de estas cualidades, pese a la protección de las entidades responsables de su manutención y salud.
Para muchos emberas han sido más de dos años pernoctando en sectores muy disímiles. Unos dicen haber llegado a Ciudad Bolívar; otros, al sector de República de Canadá, en los cerros surorientales vía Villavicencio y algunos ni saben o no recuerdan por desconocer, más que la ciudad, el idioma español. El orden de la memoria no altera el resultado: sobrevivir a toda costa.
Algunos hombres salieron a trabajar, como José Arley, de 27 años, quien lideró el primer retorno masivo de su pueblo chamí, el pasado 1°de diciembre. La construcción le ofreció el pan de cada día. Sudaba millón quinientos mensuales mientras pudo hacerlo, porque al llegar al Parque la Florida debió renunciar a ese sueldo.
Pero al parecer quienes más trabajaron durante su inxilio o desplazamiento interno fueron las mujeres. No es muy claro si más por instinto de supervivencia maternal o por instinto de desidia paternal y marital, algunas mujeres salieron a vender chaquiras, principalmente, al centro de Bogotá, por la Plaza de Bolívar, punto capital y marginal, entre palomas y oraciones, donde la necesidad busca su margen de ganancias.
En la triste biografía de muchas personas, este sector del septimazo, del corrientazo con sopa, principio, seco y jugo hasta la calle 26, es tal vez el primer ensayo del rebusque en sus vidas, que según su fortuna se convierte en diario: habitaciones paga diario, el cobra diario y conseguir pal’ diario.
Este sector, referente en mendicidad y venta ambulante, es donde ambos sectores de la economía informal por medio de las gafas a mil, devedés con películas de cartelera o de cine arte, memorias de música, artesanías indígenas, cuarzos, venta de minutos, chances, acetatos envejecidos o rejuvenecidos por la moda, galguerías, ropa, tintos, aromáticas, megáfonos y limosnas, espera que la suerte no los deje al margen.
Chaquiras a 15.000
Allí, “vendíamos las chaquiras a 15.000, a 30.000 pesos. A veces no vendíamos nada en el día”, comentó Adelina Nengarabichacoa, embera chamí, quien regresó a su pueblo, en Risaralda, en el segundo retorno, el 20 de diciembre.
Aunque esa marginalidad se ha extendido y enrarecido. Ahora en este mundo de mix, club mix, feature, remake, revival y reboot, que en últimas no son otra cosa que herramientas artísticas para adaptarse a las exigencias de la economía actual, en un planeta que no logra remasterizarse a sí mismo, se ven niñas indígenas emberas katíos, casi párvulas, en las calles del norte de Bogotá, en un espacio de dos metros por dos, como si fuera un microrresguardo ambulante y mendicante, asimilando la injusticia con la venta de artesanías y adaptando sus danzas a las circunstancias para incentivar la caridad.
Esa es la táctica y la estrategia para su supervivencia, diría el poeta Mario Benedetti. En el norte de la ciudad, sus bailes no rivalizan con las coreografías de Michael Jackson por la limosna que dominan el centro de la capital. ¿En esa disputa es necesario decir quién pierde?
Esa fotografía de la madre y sus hijas desplazadas y un parlante pueden hacerla en la calle 81 con carrera novena, esquina nororiental, o en la calle 87 con carrera 11, costado occidental. La fotogenia es igual, solo cambia el número de niñas y lactantes. ¿Por qué no se ve a hombres indígenas en la misma actitud de supervivencia?
“Los hombres salen a comprar ropa que después revenden”, aseguró Adelina ante el interrogante, aunque aletea la inconformidad ante la respuesta. ¿Sería un descaro el cambio de rol?
El ¡vamos, vamos, vamos! se escuchó, por primera vez, el 1° de diciembre del 2021, y esta película de la madre y del padre con sus hijos, en el Parque La Florida, tuvo su remake el 20 de diciembre, pero en función de 11 de la noche, y tres secuelas el 1° de marzo, el 13 de junio y el 26 de julio.
El argumento es igual, la fotografía, la fotogenia, el hormigueo de la gente, el cortejo… ni siquiera cambian los actores secundarios o servidores públicos, quizá un poco los extras ¬—medios de comunicación—; solo varía el número de buses, familias y el lugar de retorno: a muchos los esperan los jeeps que los conducirán en su tramo final de poco más de una hora hasta la vereda Gitó Dokabú. La brújula de otras familias apunta hacia otros resguardos ubicados en los territorios étnicos Paparidó, Lumadé, Chipá, Arenales, Santa Rita, Sinaí, Marruecos, Barakirura y Alto Barakirura, entre otros; algunos a cuatro horas de camino a lomo de mula y otros valiéndose de la modernidad, a media hora en motocarro. Para ubicar mejor al lector, se enfilaron hacia Bagadó y Carmen de Atrato, en el Chocó; Mistrató y Pueblo Rico, en Risaralda.
Fin de 700 días difíciles
Esta logística de un adiós —aunque Colombia es tan indescifrable que podrían ser ensayos de un hasta pronto— o sus causas y consecuencias podrían ser fotografiadas por el gran retratista peruano quechuahablante Martín Chambi —cuya obra fotográfica fue declarada patrimonio cultural de su nación— para eternizar el espíritu de una época olvidable en Colombia: la de la violencia, la del desarraigo, la del expolio étnico, sinsabores que también podrían documentar el gran realizador boliviano Jorge Sanjinés, reconocido indigenista desde la época del Nuevo Cine Latinoamericano, por allá en los 60, o la incontestable directora de cine colombiana Martha Rodríguez.
El Día D llegó. En realidad, ha llegado cinco veces. La tímida luz de los amaneceres del 1° y 20 de diciembre del 2021, del 1° de marzo, del 13 de junio —cuando llegaron los asentados en el Parque Nacional—y del 26 de julio de este año, ha coloreado los trajes de las mujeres de las familias receptoras que estuvieron en vilo y en vela, durante un promedio de cinco horas, antes de la llegada de sus familiares y amigos; la mayoría comparten una despedida, un motivo y la data: más de 700 días de éxodo.
Con la llegada de los camiones al territorio comienza el verdadero regreso. El colegio del lugar de recepción —como siempre, cuando esto sucede—se convierte en la bodega pasajera de las pertenencias retornadas.
Al divisar los buses, algunos aplausos y una que otra lágrima siempre se escaparon al estoicismo embera. Después de viajar durante toda la noche, y buena parte en duermevela, un promedio de 300 personas desembarcó en cada retorno, en el parque central de Pueblo Rico, donde se fundían casi 900 personas en un solo abrazo.
Los casi 30 grados y la humedad de los límites con el Chocó obligaban las chaquetas al cinto y remangarse.
Siempre dirigidos por la guardia indígena y con las indicaciones del gobernador del resguardo unificado, Julio Alberto Nayazá, una docena de hombres menudos de no más de 160 centímetros, con una fuerza que desmiente su tamaño, empieza el desfile, hacia el aula máxima ¿o mínima?, de armarios, bicicletas, camas, estufas, ropa y hasta una lavadora que sorprende a propios y extraños. “Lo más importante es lograr las condiciones necesarias para que estas familias permanezcan en los resguardos. Queremos que ellos trabajen en el campo con proyectos y que recuperen nuestras tradiciones, que no tengan que volver a la ciudad”, anheló Nayazá en el tercer retorno.
“Esto es un acuerdo entre las comunidades y las instituciones, en especial la Unidad para las Víctimas; esperamos que las familias permanezcan en el territorio y que nos apoyen con proyectos para seguir viviendo en paz y de los cultivos, que es lo que sabemos hacer”, anheló Nayazá en el cuarto retorno
Amarras, martillos, machetes, serruchos, limas, azadones, barretones, miles de tejas de zinc es el otro inventario que conformaron los kits de mejoramiento de vivienda, que la institucionalidad entrega a las familias retornadas y receptoras.
“Es una alegría inmensa poder llegar a nuestro territorio en donde nos esperan familiares y amigos, estoy feliz, la verdad no tengo más palabras para describir lo que siento, vivir en Bogotá no es fácil, pasamos muchas necesidades, mientras que acá uno puede rebuscarse la comida con mayor facilidad”, decía José Arley Siagama.
Libardo Mulato Campo, de 18 años, quien trabajó para otras comunidades mientras estuvo en Bogotá, vivió el mismo júbilo el 22 de diciembre. “Muy feliz de regresar”, expresó; sentimiento que tal vez se agudizó porque retornó con ahorros para invertir en su casa.
Esa emoción la compartió Herminia Enembare Kama, un nombre que se le entendía en el escaso español de esta mujer embera chamí que no sabe leer ni escribir, deficiencia con la que se desplazaba en la ciudad para vender chaquiras con sus cuatro hijos y ningún marido, para mantenerse y comprar ropa para el frío capitalino. “Se siente bien regresar a la tierra”, era su frase de alegría.
“Gracias a Dios llegué a mi territorio, porque en Bogotá aunque trabajé construcción, aguanté necesidades, un poquito de hambre, mientras que en mi territorio puedo cultivar, producir para mi familia”, confesaba Leonardo Restrepo Cuasiruma, vestido de saco y corbata por una capacitación que estaba haciendo para mejorar su calidad de vida, durante la travesía hacia su terruño, en el corregimiento de Santa Cecilia, en Risaralda.
Cuasiruma regresó a sus parajes el 26 de julio, en el quinto retorno, y como líder aconsejará a su comunidad abstenerse de desplazarse a Bogotá, “porque se sufre, no hay ayudas, porque aguanté y sufrí, porque es una vergüenza para uno”.
Que nos lo olviden
Este season finale o último capítulo de la quinta temporada de retornos se emitió en noticias hace unos días; sin embargo, para esta Semana de los Pueblos Indígenas, que oficialmente inicia hoy 9 de agosto con el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, ya hay indicios de que habrá una sexta.
Las 477 familias retornadas —que suman 1.442 indígenas— se acogen a la misma esperanza de José Arley: “Que las instituciones no nos olviden y nos cumplan todo lo que hemos pactado, queremos tener unas condiciones dignas para permanecer en el territorio; tuvimos un viaje súper, pero esto no es solo el retorno, es lo que viene en adelante, sobre todo en tema de vivienda y cultivos”.
Para hace realidad esos deseos es importante que el proceso —que parte de un ejercicio de corresponsabilidad con las entidades territoriales, que formulan los planes para la recepción de las comunidades que retornan o se reubican definitivamente— parta de tres principios fundamentales: el de seguridad, voluntariedad y dignidad.
“El principio de seguridad busca evitar una nueva victimización; el de voluntariedad, verifica qué es lo que quiere la comunidad indígena para reconstruir su vida o retomarla y el de dignidad, que pretende garantizar los derechos económicos, sociales y culturales de las comunidades indígenas, y para el cual se trabaja en temas de alimentación, vivienda y habitabilidad, reunificación familiar y comunitaria, acceso a la restitución del derecho territorial, que es sobre lo que se moviliza todo el acompañamiento, lo que requiere un ejercicio de coordinación muy fuerte, y cuando eso no existe genera grandes dificultades para la sostenibilidad de los procesos de retornos y reubicaciones, que en el peor de los casos pueden acarrear un nuevo estado de desprotección y vulnerabilidad”, aseguró Luz Amanda Pasuy, directora de la dirección de Asuntos Étnicos de la Unidad para las Víctimas.
Por promesas rotas y, especialmente, por la violencia en los territorios, se producen los desplazamientos forzados de las comunidades étnicas. Por los testimonios, al parecer, los retornados desde los días navideños hasta el 26 de julio dan infinitas gracias por tan soberano beneficio, en especial cuando Bogotá para muchos migrantes es un sepulturero paciente. El desarraigo pide ser compensado con historias. La oralidad tan afín a esas comunidades se encargará de esa lección.
(EGG/EHB/COG)
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