Beatriz tiene 56 años y nació en el municipio de Baranoa (Atlántico). Su infancia transcurrió en medio de limitaciones económicas, por lo que cuando tenía 10 años, su familia se fue a vivir a Orihueca.
Allí, su madre, Luz Marina de García, vendía legumbres en la plaza de mercado al tiempo que su padre, Marcos García, era chofer de camión, mientras que Beatriz cuidaba a sus hermanos. “Para esa época era normal aprender a cocinar. Yo estaba con ellos en la mañana y en la tarde iba al colegio; los sábados le ayudaba a mi mamá con sus ventas en el mercado”, recuerda.
Siempre líder
Se casó a los 20 años y tuvo cuatro hijos (tres mujeres y un hombre), pero no le fue bien en el matrimonio y se separó, lo que la llevó a ser cabeza de hogar. Gracias a su gestión, en asocio con la Junta de Acción Comunal, logró traer a Orihueca los hogares del ICBF, donde fue madre comunitaria y coordinadora. Además, trabajó como secretaria en la Asociación de Campesinos La Victoria (Asovic), compuesta por 126 familias.
“Hicimos diligencias y conseguimos cuatro predios conocidos con el nombre de Villa Claudia* que estaban ubicados en jurisdicción del municipio de Pueblo Viejo. Eran terrenos que estaban enmontados, prácticamente tierras vírgenes que tenían unos dueños. La idea era limpiarlos, ponerlos a producir y que, el entonces Incora, se los comprara a los propietarios y nos los adjudicaran para explotarlos y poder vivir de eso. De esas 126 familias, nos fuimos 73 personas (3 mujeres y 70 hombres) de Orihueca para Villa Claudia”, dice Beatriz, quien para ese momento tenía 33 años.
Villa Claudia estaba a tres horas en bicicleta de Orihueca. La dinámica que acordaron consistía en que mientras los 70 hombres trabajaban en Villa Claudia, tres mujeres, entre ellas Beatriz, cocinaban y el resto de las personas se quedaba en Orihueca.
Al principio no les fue bien porque hubo una ola invernal y los ríos Sevilla, Aracataca y Fundación se desbordaron e inundaron parte de los predios. Sin embargo, decidieron sembrar maíz en el predio más alto con el apoyo del Banco Agrario, de Corpoica y de la asociación ANUC a través del señor David Viloria.
Cada hombre construía su propia parcela, pero en comunidad tenían el trabajo del maíz. Para ese proyecto Viloria les consiguió motosierras y bombas de fumigar, entre otros elementos, y con las dos primeras cosechas les fue bien. Sin embargo, pasó la tercera cosecha y David, que era quien la comercializaba, desapareció. “Pensamos que quizá los paramilitares, que ya hacían presencia en la región, lo habían desaparecido por robarle el dinero de la cosecha, o lo amenazaron y él se fue y no tuvo tiempo de avisarnos; nunca supimos más de él”, dice Beatriz.
Pese a esa situación, no se amilanaron y siguieron tumbando monte y levantando ranchos, con Beatriz liderando, dándoles ánimo y tratando de quitarles el miedo porque esos eran terrenos de selva y en ocasiones se topaban con serpientes venenosas y hasta con tigres.
“Les preparaba el sancocho y se los llevaba hasta donde estuvieran trabajando. Les decía: vamos para adelante que, en la medida que vayamos limpiando, esos animales se van yendo”. La idea era que Villa Claudia se viera más limpia, parcelada y más poblada. Entonces la gran mayoría comenzó a mudarse con sus familias al predio.
Al tiempo que eso ocurría, los paramilitares comenzaron a entrar a Villa Claudia a pedir que les dieran café o comida. Los guerrilleros del ELN también se movían por la zona, pero no entraban al predio. “Los jefes paramilitares traían los animales y nos tocaba cocinarles, mientras que sus subalternos no traían nada y sí pedían que les diéramos, entonces ahí uno cómo se iba a negar”.
La tragedia
El comandante en la zona era conocido como Cuatro Cuatro y el segundo al mando era Pedro*. Este último comenzó a acercarse a Beatriz. Le decía: “Yo necesito una mujer así para que me administre lo que tengo; le compro una casa para que la maneje”, a lo cual ella respondía: “Yo no vine acá a buscar marido, yo estoy trabajando es por mis hijos y para sacar este proyecto con estas familias adelante”.
Un día, estando Beatriz con su amiga Ana bajo un samán, llegó Pedro en compañía de otros y les dio la orden de que se llevaran a Ana. Le dijo a Beatriz que a él ninguna mujer se le negaba y que ella no iba a ser la excepción. Empezó a golpearla. Ante sus gritos, apareció su amigo Luis a defenderla y en ese momento los subalternos de Pedro arremetieron contra Luis y lo golpearon. Le dijeron: “Si le duele lo que le va a pasar a ella, se dará cuenta de lo que le va a pasar a usted por sapo”.
Ese día, mientras Pedro violentaba sexualmente a Beatriz, sus subalternos les hacían lo mismo a Ana y a Luis. Se acercaba la mitad del año de 1999.
“Esa fue la primera vez. Yo le lloré a Luis y a la señora Ana para que no dijeran nada porque en ese momento mi único hermano estaba en el monte sembrando maíz, y si se llegaba a enterar, quién sabe cómo reaccionaría y me daba miedo que los paramilitares le hicieran algo”.
Beatriz decidió refugiarse en su rancho. Su mamá y su hermana le preguntaban por qué no iba a llevarles el almuerzo a los hombres que estaban trabajando y ella siempre sacaba una excusa diferente por el temor a encontrarse a Pedro. No quería que nadie diferente a Ana y a Luis supieran lo que había pasado, “pero el que más guardaba silencio era Luis, quizá por aquello del machismo, porque él también había sido violado”, dice Beatriz.
Pasaron algunas semanas y Beatriz se fue a lavar ropa a una quebrada, Caño Pájaro. Estando allí sola llegó Pedro. Ella cree que él seguramente puso a alguno de sus subalternos a seguirla.
“Ese día me volvió a violentar y me apuñaleó”. Es decir, al tiempo que la violaba la apuñaleaba. “Para que me moviera como se mueve cualquier pareja durante la intimidad. Me apuñaleó las piernas y las nalgas, y me mordió un seno, aún tengo esas cicatrices”, dice.
Al llegar a la casa sangrando, su madre le preguntó qué le había pasado y ella le inventó que en el caño se le había aparecido una serpiente mapaná y que por salir corriendo se había cortado al rozar unos matorrales. “Solo le mostré las piernas y ella me curó. No le dije la verdad. Eso pasó en septiembre de 1999”.
El miedo a Pedro la carcomía y por eso constantemente les decía a su madre y a sus hermanas que se fueran para Orihueca y que se llevaran a sus hijos. Su madre se mostraba extrañada porque Villa Claudia y sus alrededores eran considerados un “buen vividero”.
Pasadas cerca de siete semanas, dos subalternos de Pedro llegaron al rancho de Beatriz y le dijeron que se tenía que ir con ellos. La llevaron secuestrada al campamento donde él se encontraba y allí nuevamente la violentó sexualmente. “Esta vez me quemaba con un cigarrillo. Fue horrible, nunca voy a olvidar todo eso”.
Al regresar tomó la decisión de abandonar Villa Claudia e irse con su mamá, hermanas e hijos para Orihueca. Poco a poco comenzó el rumor de los abusos sexuales por parte de los paramilitares a otras mujeres, hombres y niños, y el predio comenzó a quedar solo. Posteriormente se comprobó que fueron 37 personas las violentadas sexualmente en Villa Claudia (30 mujeres, tres niñas, dos niños y dos hombres).
Pero en Orihueca Beatriz tampoco estaba tranquila. Varios de esos paramilitares que hacían presencia en Villa Claudia, entre esos Pedro, comenzaron a ir al corregimiento, donde se la pasaban bebiendo en cantinas, billares y estaderos.
Ante esta situación decidió irse con sus hijos para Baranoa, a donde su padre había regresado unos años atrás. Decidió estudiar en el vecino municipio de Sabanalarga durante cuatro semestres para ser normalista. Estando allí se enteró de que tanto Cuatro Cuatro como Pedro habían muerto, al parecer, a manos de sus propios jefes.
Regresando a Orihueca
En 2002, y en vista de que sentía algo de tranquilidad por la muerte de Pedro, regresó a Orihueca. Conoció a una persona de la que se enamoró. Comenzó a trabajar en la Alcaldía de Zona Bananera como profesora voluntaria. Ganó un concurso para ser docente en el corregimiento Santa Rosalía y, con su liderazgo, presentó un proyecto a Ecopetrol para la construcción de un colegio para los niños, el cual fue aprobado.
“Hoy puedo decir que la Sede Número 2 de ese colegio que hay en Santa Rosalía es mi creación”, afirma con orgullo.
Con su pareja, Javier Contreras, tomaron una finca en arriendo donde producían ahuyama y plátano. Esos ingresos les sirvieron mucho para pagar las universidades de los hijos y otros gastos.
En 2010, un grupo de 30 familias de las que salieron desplazadas de Villa Claudia crearon la organización Fundación de Víctimas de Desplazamiento Forzado (Fundapad). Inicialmente lograron contactos y proyectos con un cooperante internacional y una ONG que les brindaron asesoría legal, jurídica y psicológica. Fundapad siguió creciendo y, de 30 familias que inicialmente la integraban, pasaron a 112, entre ellas algunas de las que formaban parte de Asovic años atrás.
En 2015 Beatriz fue indemnizada por parte de la Unidad para las Víctimas por violencia sexual en el marco del conflicto. “Ese dinero me sirvió muchísimo porque compré un lote acá en Orihueca, construí un apartamento y ahí vive mi segunda hija con su familia”. Hoy está a la espera de indemnizaciones por otros hechos victimizantes como desplazamiento y secuestro.
Por otro lado, hace casi tres años Fundapad fue beneficiada con un proyecto para una granja pequeña en Santa Rosalía por parte de la Unidad. Recibieron un motor de riego, guadañadoras, semillas y pollos; todo por valor cercano a los 25 millones.
Retomando el trabajo en Villa Claudia
A inicios de 2022, luego de 22 años de haber salido, las familias volvieron a los predios de Villa Claudia. De nuevo limpiaron y gestionaron para buscar que el Estado les adjudicara esas tierras. Incluso consiguieron que la Universidad del Magdalena y la Cámara de Comercio de Santa Marta les concedieran un proyecto para construir una especie de laboratorio para la elaboración de abonos verdes, abonos de lombricultura y el manejo de semillas.
En la actualidad, Beatriz tiene un negocio en su casa propia. Vende fritos, almuerzos y comidas rápidas con su hija. De los fritos, la especialidad es la arepa e’ huevo y las empanadas que a las 7 de la mañana ya se han agotado.
Debido a la Ley de Justicia y Paz, hace años Beatriz y varias mujeres que habitaron en Villa Claudia asistieron a una audiencia en la que José Gregorio Mangones, conocido como ‘Carlos Tijeras’, paramilitar que reemplazó a Cuatro Cuatro cuando lo mataron, pidió perdón. “En mi caso yo le recordé lo que habían hecho conmigo y él, a pesar de no ser el autor directo, sí reconoció ese delito y otros que cometieron sus subalternos. También aceptó que él mismo había ordenado el asesinato de varios paramilitares por ‘sobrepasarse’ con la población civil. Dios habla del perdón y yo no puedo vivir llena de odio, por eso a pesar de que no olvido lo que me pasó, decidí perdonarlos”.
Agrega que, aunque ningún dinero del mundo le devolverá la dignidad que le arrebataron durante el tiempo que la agredieron, hoy enfrenta la vida con certidumbre, contenta de ver crecer a sus siete nietos y a sus cuatro hijos como profesionales. Ha logrado sobreponerse a la violencia que sufrió sin que eso sea obstáculo para soñar un mejor futuro no solo para ella, sino también para las familias de Fundapad y para la comunidad de su querido Orihueca.
*Nombres cambiados.
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