Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas

“No se necesita plata para hacer trabajo social”: Elvira Patiño

Por Erick González

Atravesó por las estaciones del hambre, la indiferencia, la limosna, la humillación, esa ruta de la deshonra en la que muchas víctimas de desplazamiento son inscritas forzosamente, un tour que puede tener pase de descortesía VIP (víctimas integrales perpetuas), si los afectados no abandonan el cariz asistencialista y se acostumbran a los socorros del Estado y la caridad humana. 

Elvira Patiño Munévar sabía que a ese pase había que decirle cortésmente: gracias, pero no. Y así lo hizo. Llegó a Bogotá a los 31 años, en el 2001, desplazada por la irreflexión de los grupos armados que cobraban vacunas a los campesinos del municipio de Capitanejo, en Santander, y asesinaban a quienes se opusieran. “La guerra empezó por allá alrededor de 1996 con la llegada de gente rara que mataba al que no hacía caso. Hubo personas que fueron desmembradas y solo el mal olor avisaba de su muerte”.

En frente de su hermana y de su sobrino asesinaron a su cuñado. “A él lo mataron con esas balas que explotan la persona, por lo que prácticamente tuvieron que hacer el levantamiento del cadáver con pala, por lo que decidimos marcharnos para la capital”.

De ese terror de la lista en mano, de la vacuna en dinero o especie, del reguero de cadáveres que por temor nadie se acercaba a reconocer, pasó al siguiente terror: llegar a las fauces indolentes de la capital a ganarse la subsistencia con dos hijas pequeñas, otra en su vientre y un esposo afectado psicológicamente por los hechos. Aunque tenía una carta bajo la manga, no necesariamente un as, con respecto a otras familias desplazadas del campo a la urbe: llegaban a vivir donde un conocido y no a pernoctar al terminal de transporte o a los parques.  

“Fue muy duro llegar de arrimado, con poca plata, sentirse una carga y sin referencias para conseguir trabajo, así que cuando se acabaron los ahorros me tocó pedir limosna”. 

Esa caridad no le apostaba a ese diario remake del sufrimiento: la compasión renacida a las puertas de una misa ni a la del transeúnte de la carrera séptima ni a la del conductor en algún semáforo o a la que pueda encontrar en un bus articulado del Transmilenio o en una buseta. Obedecía más a su lógica de supervivencia: evitar dejar solas a sus hijas todo el día, y si el factor era exclusivamente de hambre, la razón impulsaba a otro espacio mucho más propicio. “Pedía limosna en las tiendas para que me dieran alimentos, y gracias a que logré poner a mis hijas en un jardín, duramos tres años desayunando, almorzando y cenando bienestarina”.

Por dignidad nunca llevó a sus hijas a pedir limosna. La inseguridad podría ser el otro porqué. A veces pidió en la calle para el pasaje. Vivía en el barrio Britalia, algo así como la calle 46 sur con carrera 82, por el sector de Kennedy, y debía llevar a sus hijas al colegio en la Avenida 1 de Mayo con Boyacá, alrededor de la calle 32 sur con 72. Cuando no tenía para el transporte dividía el trayecto de hora y media en tres cargadas, mientras llevaba en brazos a una de las pequeñas, las otras caminaban.

Al fin consiguió un trabajo en una fundación donde le enseñaron a elaborar velas, jabones y tejidos en cabuya. Y un día se le prendió la vela: “Mi esposo duró tres años sin trabajar; se la pasaba de la pieza a la cocina, de la cocina para el baño y de ahí para la pieza, porque para él no fue fácil ese cambio de vida. La depresión lo afectó. Se la pasaba encerrado, hasta que un día le dije que le iba a enseñar a hacer velas para rebuscarnos el diario”. Es decir, que luego de tres años de ser mamá hasta de su esposo, volvieron a ser una pareja económicamente activa.

Emprendieron esa nueva lucha que le proponían a la vida. Compraron la parafina. Comenzaron con la categoría de dos kilos. Su esposo aprendió a hacer velas de dos, tres y siete colores con aroma de canela incluido. Se pasaron a los cuatro kilos de parafina y finalmente se arriesgaron en la categoría de pesos pesados: compraron la tonelada.

“La conseguíamos en el barrio Carvajal, y comenzamos a trabajarla por nuestra cuenta en una terraza. Mi esposo iba en bicicleta a entregar el producto a los clientes entre los que estaba una señora a la que le vendía un velón a 5.000 pesos y lo revendía a 20.000, supuestamente para ayudar a su cliente, pero todo era mentira”.

Aunque nunca le prendió velas a un santo ni a la Virgen, de repente la vida amaneció cargada de milagro un día del 2004, cuando su esposo consiguió trabajo para conducir un bus articulado en el sistema Transmilenio. “Eso nos cambió la vida”. Ese ‘buenos días, futuro’, se le subió al corazón: “De lo que él ganaba, se ahorraba una platica para ir a comprar ropa a San Victorino para revenderla”, recuerda Elvira.

La venta que apagó un poco el negocio de las velas

En el 2009, su esposo fue seleccionado para viajar durante seis meses a capacitarse sobre ese sistema de transporte a un país centroamericano que proyectaba implementarlo. Regresó con unos ahorros que posteriormente sirvieron para pagar la educación universitaria de su hija mayor.

Mientras él estaba en el exterior, la toma del Parque Tercer Milenio de Bogotá, que exhibía las desventuras de casi mil familias desplazadas, era la noticia en febrero de ese año. Elvira no quiso quedarse como simple televidente de noticieros y decidió convertirse en parte de la solución. “Me metí mucho en esa problemática; estuve ayudando a organizar familias, a llevarles comida, y ahí surgió mi propósito social de ayudar a los demás”. Ese fue el primer llamado de su porvenir.

Para esa labor, los contactos surgieron como por obra y gracia de ese Dios en el que tanto cree, y le dieron un terreno en los alrededores del barrio Mochuelo, por Ciudad Bolívar, en donde ubicó a esas familias que no tenían dónde quedarse; a otras las instaló en viviendas en el barrio El Divino Niño. 

En ese proceso conoció a doña Helena, según Elvira, una mujer de clase alta que la invitó a participar en eventos con secuestrados, desmovilizados, campesinos y víctimas del conflicto en Bogotá y en otras ciudades del país. 

En junio del 2010 estuvo en un evento organizado por la Universidad Nacional en el que participaba el nieto del Mahatma Gandhi, Rajmohan Gandhi, que sugería construir una sociedad más justa en torno a la cooperación y la confianza. 

“En ese momento comencé a tomar más conciencia de lo que yo estaba haciendo por mí, por mi familia, por mi entorno y por mi ciudad, y decido iniciar labores con la Corporación Renacer”.

El universo se alineó. “La persona que había creado esa organización en el 2002 me la traspasó. Él dijo que me la entregaba por mi don para trabajar con la comunidad y, además, porque donde yo podía hacer mucho, y así comencé. Es que uno arranca y Dios se encarga de abrir las puertas, de traer las personas que se necesitan”. 

Decidió no cambiar el nombre de la organización: “La dejé como corporación porque el nombre de ‘fundación’ tiene una muy mala imagen, porque engañan a las personas sacándoles plata, que para inscribirse hay que dar $15.000, que para el carné hay que dar $10.000, y eso no deber ser así. Estamos aquí para servir, pero no para sacarle dinero a la gente que no tiene.    

No faltaron los opositores ni los consejos pesimistas que la invitaban a desistir del que sería su proyecto de vida: “Eso es muy difícil, no se meta en ese lío…”. Los escuchó con atención y con atención los desobedeció porque “ese es el sentir de todo el mundo, que si no tiene plata no arrancan”.  

Con esa suerte que enmarcan las misiones, no tuvo problemas para conseguir una casa como sede de su proyecto y comenzar a entregar mercados a muchas familias necesitadas, gracias a una organización con nombre de entidad financiera: el Banco de Alimentos, quizá el único banco con buen crédito social.  

Organizó la corporación y con un proyecto de emprendimiento ganó un concurso de la Secretaría de Desarrollo Económico. Los 30 millones en forma de crédito, con los que fue premiada los transformó en máquinas de coser para capacitar a mujeres y jóvenes.

“El objetivo principal de la corporación es orientar a las personas víctimas del conflicto en sus derechos, por lo que hemos traído abogados, la Policía, el Sena, a la casa de la justicia, la Casa de la Mujer, para todo lo que tiene que ver con derechos”.

Ese “objetivo principal” lo tiene claro porque entiende que las mujeres y los hombres, sean víctimas del conflicto o no, deben tomar las riendas de sus sueños, de sus esperanzas.

Por eso, también en la Corporación reciben capacitaciones de universidades en diferentes temas, en especial de liderazgo, de creación de organizaciones, de emprendimientos. “Todo lo que nos ofrezcan gratis para las familias es bienvenido”. No obstante, esa dinámica tallerista no es exclusiva de esas instituciones: “Yo voy donde las personas necesitadas, les hablo, las empodero, las motivo”. En esa tarea le ayuda su primogénita, de 27 años, trabajadora social del Colegio Mayor de Cundinamarca, quien charla especialmente con jóvenes y mujeres sobre derechos humanos y planificación.

Después de nueve años de labores, sigue con su misión de llevar alimento a los hogares vulnerables. “Quincenalmente damos cinco, diez, quince o veinte mercados… lo que se pueda entregar”. La hospitalidad de la Corporación no distingue nacionalidades. “Aquí hemos ayudado a venezolanos con el hospedaje, enseñándoles cómo se preparan los tintos o las empanadas”. 

El año pasado, ella y su familia fueron indemnizados por la Unidad para las Víctimas. Cuando recibieron capacitaciones sobre la inversión adecuada de esos recursos, ellos ya sabían cómo los invertirían. “Al dinero que recibimos le sumamos otra plata de nuestros ahorros para comprar dos lotes, los cuales unificamos para construir la sede de la Fundación, en el sector de Tierra Buena, en la zona rural de Ciudad Bolívar”.

Su esperanza es construir dos pisos, con baños, cocina, un gran salón que les permita convocar una mayor cantidad de personas, ya que el aforo de la sede actual ha sido obstáculo para que algunas universidades y entidades realicen capacitaciones o talleres. También sueña con adecuar dos habitaciones para hospedar a personas que no tiene cómo pagar un albergue. 

Con esa misma pasión y el esfuerzo de su esposo, Elvira ha logrado también que sus otras hijas estudien ingeniería ambiental y psicología. 

Hace poco terminó un proyecto de mujeres creadoras de paz con el PNUD, evento en el que el primer tema fue aprender a escuchar; el segundo, buscar la paz interior; tercero, la importancia del perdón y de la reconciliación, que son formas de renacer. Todo eso lo hace con humildad y desde la humildad, con un corazón y una voluntad que corroboran sus palabras, o tal vez sea mejor decir que sus palabras son espejo de su corazón: “Créame que no se necesitan millones para hacer un trabajo social”. 

(EGG/COG/RAM)