Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas
Historias de vida

Jorge Enrique Serna Palacios

“Pachera” y la música: una medida de satisfacción

A sus 33 años, Jorge Enrique Serna recibió la parte que le correspondía de la indemnización administrativa por el asesinato de su padre, ocurrido en 1993, en Riosucio (Chocó). Así se convirtió en el primero de sus siete hermanos en recibir este beneficio que se otorga a las víctimas, en el marco de la Ley 1448 de 2011.

Sabe que con el dinero suplirá solo algunas necesidades en el hogar, pero su verdadera reparación va más allá del cheque: es cantante y compositor. Con la música ha podido reparar los daños que le produjo el conflicto armado. Esa es su medida de satisfacción.

Es el menor del hogar que formaron don Luis Enrique Serna y doña Lisenia Palacios, a orillas del río Atrato, entrada la década del 80. Está en el meridiano de la vida, trabaja en un taller de muebles en el occidente de Bogotá, escribe poemas y los convierte en canciones.

Todo en él tiene un encanto natural: su tez negra, el histrionismo de sus manos, el anecdotario de la infancia, el sublime amor por la familia, los malabares de sus pasos con sabor pacífico y su sonrisa donde riela la felicidad, a golpe de esfuerzo, de esperanza, de poesía y música.

“Desde niño llevo conmigo el sabor y el folclor. Me acuerdo que yo hacía guacharacas con las latas de las sardinas, les hacía huecos con una puntilla y listo; también cogíamos con un primo y mi hermano mayor las sombrillas dañadas, sacábamos los alambres y armábamos el tenedor”, recuerda con una alegría que sus manos subrayan.

Jorge Enrique construía otros instrumentos, tan artesanales como la guacharaca: solía coger la guadua y forrar sus extremos con viejas radiografías, que muchas veces diagnosticaban serias enfermedades. Alrededor les colocaba bejucos finos para asegurarse de que quedara bien templado. Así daba vida a una caja o tambora.

“En esa época el cantante era mi hermano mayor. Mi primo y yo éramos los instrumentalistas. Como el pueblo era tan aburrido nosotros pasábamos noches cantando y componiendo canciones, hasta que la gente llegó a llamarnos ‘Los trasnocha perros’”, comenta entre risas y el tarareo del estribillo de una salsa que nació tras esa anécdota: “Ese soy yo, que cuando estaba chiquito a todos los vecinos no dejaba dormir…”

Además de esta canción, que aún no ve la luz del sol, Jorge Enrique ha escrito otros 300 temas, todos ellos producto del improvisado pero inspirador libreto de su vida. Solo tres de estos poemas se han convertido en piezas musicales. Uno de ellos ocupará siempre el primer lugar: “Cuando estés con él”, un canto al desamor de la juventud, del que poco habla porque la felicidad junto a su esposa, Liliana Rivas, también chocoana, contradice la tristeza de su letra. 

Ella luce 26 años y es la madre de Carlos Andrés, Luis Frank y Maider David, y ante su recuerdo prefiere detenerse, repasarla en su memoria y con su voz: “Esa mujer es un tsunami, cuidado que te va a enganchar, desde Colombia hasta Miami anda suelta ese huracán…”

“La primera canción la compusimos en Soacha, en el año 2011, con Edwin Orjuela, un amigo del Valle. A él lo había conocido en una iglesia cristiana y junto a otros amigos que me decían que siguiera con la música nos dimos a la tarea de hacerla”, comenta.

Mientras rememora se asoma otro sentimiento, esta vez de gratitud, por lo que en ese cancionero con ribetes de poemario aparece la canción “Madre solo hay una”, de sencilla letra con profundo sentimiento: “Quién fue la que dio la bendición antes de nacer, quién fue la que me dio la bendición antes de partir (…) siempre te amaré mamá, siempre te amaré mamá…”

Su madre es oriunda del Medio Atrato. Allí permaneció la mayor parte de la vida, pero hoy vive en Quibdó junto a Marleny, la menor de los Serna Palacios. Juntas atienden los cuidados del mayor de los hijos, quien sufrió recientemente un derrame cerebral. No pasa un día de su vida en el que no la llame y le recuerde cuánto la ama.

“Mi mamá es una mujer alegre, le gusta la salsa y el folclor. Es ella quien me ha inspirado a seguir en la música, pues cuando era joven tenía una voz muy bonita y ganó muchas veces concursos de chirimías”, comenta emocionado. Al repasar el triste capítulo de su padre, vuelve a entonar una canción: “Papá, te quiero, papá…”

Don Luis Enrique Serna nació en Vigía del Fuerte, un municipio urabaense, en los confines del departamento de Antioquia, donde el Chocó cierne sobre la piel de los habitantes el color de la afrocolombianidad y le mezcla al acento paisa un aire pacífico.

Había recibido formación profesional, pero se dedicaba a la agricultura. Era un hombre aventurero y sabía combinar el trabajo social con el del campo y el de mercader, pues llevaba maíz a Maicao, donde compraba mercancías para vender en el Chocó.

Su pensamiento era liberal, afín a las tesis de Luis Carlos Galán. Cuando no estaba leyendo tratados de economía marxista o de sociología, cultivaba yuca, maíz, plátano o caña. Había sido capataz en fincas de la región hasta que pudo conseguir su propia parcela, La Juliana, al otro lado del río, en el caserío Montaño.

“Era experto cazador –recuerda Jorge Enrique–. Cazaba guaguas, que son como una dantas, y tenía su lote de cedro y flor morado. Incluso, de ahí, él mismo hacía las canoas, ya que como buen antioqueño sabía tallar la madera”.

Parte del conocimiento lo invirtió en el trabajo comunitario y detrás de un sueño: que no hubiera corrupción en su departamento. Lo inspiraba Martin Luther King, inmolado líder de la revolución contra la segregación racial en Estados Unidos y opositor de la guerra de Vietnam, que fue Nobel de Paz en 1964.

Pero ese liderazgo le costó la vida la mañana del 19 de agosto de 1993, cuando volvía de La Juliana al caserío. Era domingo y acababa de llegar con la canoa llena de víveres como era su costumbre, cuando unos hombres, en medio de un aguacero, lo llevaron con engaños a una supuesta reunión, a la que sabían que él asistiría por su fama de defensor de causas sociales.

Sin mediar palabra y sin dar explicaciones apagaron su voz, le quitaron un líder al pueblo y dejaron una respuesta inconclusa, pues un mes antes su padre había ido a Quibdó, adonde el joven estudiaba para regalarle una bicicleta y cinco mil pesos como premio por el buen desempeño académico.

Aquel encuentro, el último entre los dos, dejó una pregunta que todavía no responde complemente, pero que va armando poco a poco, letra tras letra, canción tras canción: “¿Qué me va a dar de regalo, Pachera?”, título que expresa las palabras que hizo al decirle adiós en un puerto a orillas del río Atrato, antes de regresar a Montaño.

La muerte de don Luis Enrique no fue la única en aquel tiempo. Ya habían ocurrido hechos similares, a manos de una cuadrilla perteneciente a las Farc, conformada por hombres que no eran de la región.

“La cosas ya se estaban poniendo mal. Mi mamá le decía que se fueran para Quibdó, pero él, con el carácter que lo identificaba, le respondía que no debía nada y no tenía por qué irse, pero él ya sospechaba, porque le había dicho a mi mamá que tres personas días atrás lo estaban siguiendo. No hizo caso y vea”, comenta.

Cuatro años pasaron para que Jorge Enrique volviera al caserío, debido a la prohibición de regresar impuesta a los hijos por las Farc, después de la muerte de don Luis Enrique, con el pretexto de evitar cualquier revanchismo por parte de los varones. Solo hasta 1997 regresó a encontrar la respuesta. “Me fui directo a donde el comandante de la zona y le pedí explicaciones. Él me dijo que el asesinato de mi papá había sido un error”, afirma.

Quizás por descaro o porque en verdad lo sintió así, el comandante, de quien prefiere no dar el nombre, le dijo que echara pa’ delante, que tenía todo un futuro. “Mijo, ustedes por aquí pueden venir cuando quieran, pero es mejor que se vayan para la ciudad”.

Han pasado 15 años sin volver a aquel caserío, donde corrió parte de su infancia y donde aprendió a cazar, a remar y a tallar la madera. Allí, donde Jorge Enrique se formó como un joven valeroso y querendón, en la región del Cacarica, en las serranías del Darién.

Esta es una zona apartada de Riosucio, a la que se llega por vía fluvial y marítima, bordeando el golfo de Urabá hasta encontrarse con el río Atrato. De aquella época no olvida los juegos entre cultivos de naranja, papaya, limón, ni las viandas que su madre preparaba a base de bocachico, doncella y sabaleta, tres especies de peces, famosas en el Pacífico.

“Hay una receta muy especial. Mi mamá cogía el bocachico, lo adobaba con tomate, lo envolvía en hojas de plátano y lo metía al horno, hecho de bareque, y eso quedaba exquisito”, asegura.

Vuelve a su padre, y esta evocación talla en su rostro dos lágrimas. “Mi papá significaba un modelo a seguir. Era grande, fortachón, crespo. Era un hombre entregado a la familia. Gracias a él nunca faltó nada en la casa. Él decía por ejemplo: “Hoy vamos a comer tal cosa, se iba a cazar y traía el alimento”. Éramos muy llaves. Él quería que yo estudiara derecho, pero no se oponía a mi pasión por la música”, afirma.

Don Luis Enrique usaba carriel, poncho y sombrero, como un buen antioqueño. Era respetado en el pueblo y muy serio a la hora de impartir órdenes. Tenía la voz gruesa, y aunque nunca les llegó a pegar, sus palabras eran acogidas con obediencia.

Todavía le parece escuchar a su padre decirle desde el puerto: “¡Pachera”’, el sobrenombre que lo acompaña desde que le pegaron una extraña enfermedad llamada ‘mal de ojo’, que de acuerdo con las creencias populares, se transmite a otra persona con solo mirarla, causa cansancio e infecciones oculares y hasta puede provocar la muerte. Pachera o Jorge Enrique, como todavía le decían en casa, tenía apenas un año de nacido.

“Mi papá me llevó donde “Pacho”, un curandero del pueblo. Él le dijo que me curaría a cambio de que me apodara de la misma manera que él. Mi papá no tuvo problema en decirle que sí, y así fue, me curaron y desde entonces mi papá me apodó “Pachera”, porque sonaba más bonito que ‘Pacho’”, comenta y sonríe de manera picarona.

Cada detalle en la vida de “Pachera” tiene un sentido y una inspiración, hasta los nombres de sus hijos, quienes además de ser parte fundamental de sus días, llevan consigo la impronta de verdaderos héroes en su vida. Carlos Andrés, el mayor, tiene 6 años, la misma edad de la relación con Liliana, su esposa. Le sigue Luis Frank, de 3 años.

“Ya sabes, el nombre Luis, porque así se llamaba mi padre, y Frank, porque es el nombre de uno de los tíos que me ayudó mucho cuando yo llegué a Medellín en el 2003, después de que las cosas en el Chocó se pusieran más complicadas”, dice.

Y no se queda atrás el pequeño Maider David, de 1 año. “Yo soy muy fanático del Rey del Pop, Michael Jackson, y tengo un primo con el que me la he llevado toda la vida muy bien. Él se llama Jaider. De esa combinación salió el nombre”, refiere sonriendo.

Todos tres, con sus exóticos nombres compuestos, son la esencia en la vida de “Pachera”. Por ellos cada día se levanta a las 5:30, los baña y junto a Liliana les preparan el desayuno, antes de salir de su casa, en el barrio Socorro de Bogotá, a tomar la ruta hasta el taller de muebles, en Patio Bonito, donde hace trabajos en ciertas temporadas. No se rinde porque es consciente de que no puede ser inferior a la formación que le dio el padre.

Durante su vida en Medellín, al lado de otro tío, “Pachera” hizo una tecnología en el Sena y también se inscribió en una carrera musical en la Universidad Remington. Esta no la pudo terminar por falta de dinero. En la capital de Antioquia se le midió al trabajo callejero: vendió galletas en semáforos y ropa interior, de puerta en puerta.

Sin fatigarse ni perder la esperanza, decidió enfrentarse, en el 2003, a Bogotá, donde ha librado una batalla diaria y constante por su familia y sus sueños, como el de tener una orquesta y una escuela de música donde enseñe a otros jóvenes el amor por el arte musical del que surjan semilleros de cantantes.

Con todas las penas y alegrías tiene un mensaje para las víctimas y lo expresa con la misma voz que le permite entonar las canciones que aspira escuchar en estaciones de radio:

“Sigan luchando, sean ustedes mismos. Yo me siento orgulloso de ser campesino porque creo que es lo mejor que me ha pasado. Tengo fe en que algún día esta guerra acabará y podremos estrecharnos la mano con los guerrilleros y los paramilitares para que podamos vivir en este paraíso que nos regaló Dios”.