Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas
Historias de vida

John Byron Agualimpia

John Agualimpia: un cupido y un doctor

“Voy a ser el responsable de la explosión demográfica en Colombia los próximos años”, dice John Byron Agualimpia, mientras nos da a probar su arequipe de borojó, un producto tan exótico y único en el mundo, como su sonrisa de luna, ancha, picarona y seductora.

Nació en Liborina, al occidente antioqueño, una población enclavada en las montañas del corredor andino pero qué, al mismo tiempo, cae a los pies del río Cauca que como dormido fluye ante la mirada y el fervor de sus gentes, buenas y alegres.

En este paisaje acogedor y paradisiaco creció John Byron junto a sus hermanos, Marisol (q.e.p.d) y Walter, y sus padres, don Félix Agualimpia, un docente de Liborina que murió hace muchos años, y doña Alina Esther, que trabaja como enfermera.

En la juventud soñó ser futbolista y gambeteaba como el astro brasilero Garrincha, de quien la historia dice que fue mejor que Pelé, pero sin la misma fortuna. También ayudó a formar la cultura en Quibdó como promotor de artesanías, de muñecas hechas con cabecinegro, de canastos a base de damagua y de eventos hechos por los indígenas embera y orewa.

Sus dos artes no prosperaron. El fútbol quedó fuera de lugar y la cultura fue asaltada en Quibdó, para el año 2003, cuando el paramilitarismo truncó su vida y lo privó de su hermana Marisol.

“Yo era gestor cultural en la Alcaldía, pero eso me lo quitaron las mafias de la región y los ‘paras’ que llegaron a Quibdó a hacer de las suyas; a mí me amenazaron y tuve que salir huyendo”, cuenta.

El hecho ocurrió en una calle del norte de Quibdó donde lo abordaron unos hombres en moto que le exigieron irse del municipio si no quería morir. “Eran seis paramilitares, yo los reconocí porque se la pasaban por el municipio a toda hora”, dice.

Lo de su hermana es un episodio que, al contrario de sus anécdotas de viajero, lo entristece y lo deja con el alma enrollada como las cabuyas tristes de los puertos cuando el sol se inclina sobre el agua. “A ella se la llevan y aparece muerta cinco horas después”, dice.

Es en medio de ese dolor que nacen el liderazgo, la resistencia y la creatividad de este afrocolombiano.

Sin embargo, el éxodo no le detuvo la fuerza. John tenía dos razones para seguir adelante: es afrocolombiano y por lo tanto tiene un gran espíritu, y lleva en las venas sangre antioqueña, lo que significa –parafraseando al poeta Juan Roca, autor del himno de Liborina– que John es un varón que la historia llena, con hazañas de guerra y de paz, tiene santa la voz que a los cielos se alza.

Al día siguiente de las amenazas se fue a Medellín y denunció inmediatamente su caso. A pesar de llegar a una ciudad de grandes proporciones no se dio por vencido. Encontró una colonia de afros en la comuna 13 y, paradójicamente, llegó al barrio La Independencia, donde no se decía nada de nada por miedo a meterse en problemas; pero allí tuvo la fortuna de encontrarse con gente de su misma condición que le brindó todo el respaldo.

“Me permitieron quedarme en una habitación; al comienzo no pagaba arriendo mientras me puse a ‘camellar’ en la agencia de Cream Helado, en la que vendía agua y paletas por el centro y los parques de Medellín. Pasé las duras y las maduras por más de 5 años, pero un día después de tanto joderme el lomo me di cuenta que yo estaba llamado a liderar algo por mi región y mi país. Fue cuando inicié una campaña de reconocimiento a nuestra raza”, comenta y a la vez sonríe.

Los años de supervivencia en Medellín no fueron suficientes para John, y aunque tenía claro que no podía volver, pensó que en Quibdó estaba su identidad y que con ella podría salir adelante y hacer algo revolucionario.

“Dios en ese momento me iluminó. Me acordé de Wiston Cuesta, mi profesor en el colegio Normal Cañizales, que nos había dicho alguna vez que teníamos que explotar nuestra riqueza natural”, rememora. Esa retrospección bastó para emprender su negocio de la aromática y arequipe de borojó y chontaduro.

Suena extraño, pero es fascinante. Es sabido que el borojó se conoce como ‘la fruta del amor’, que es afrodisiaca, y en esto tienen mucha razón, porque al nombrarla evocamos a Afrodita, la diosa griega del amor, la sexualidad y la reproducción.

La inspiración de Agualimpia iba por buen camino. Pero no solo por esto: el borojó tiene grandes propiedades medicinales. Un médico muy famoso dijo que “si se produjera a gran escala, podría resolver el problema de la desnutrición en el mundo”.

Además, es tan exótica como él, quien tiene a flor de piel una gran destreza con las palabras, buen sentido del humor y picardía, pues muy a pesar de la nostalgia que a veces siente por estar lejos de su tierra, siempre fecunda de alegría el entorno donde se desenvuelve.

“El borojó crece 4 metros y se da en el área del Pacífica. En la infancia, el árbol tiene pintas verdes y cuando madura se torna de color pardo. Y así es la fruta: marrón, ácida y densa –agrega–; el chontaduro, en cambio, se da en la región tropical (Buenaventura y en el corredor Pacífico) y también en zonas subtropicales del continente americano”.

La ciencia le da a John más razones para seguir empeñado en su negocio, pues un estudio reciente, elaborado por el Centro Internacional de Agricultura Tropical, determinó que esta fruta es una mina de oro y que en su interior hay todo un enjambre de moléculas –que en el microscopio semejan una galería de arte– y que, de acuerdo con los investigadores, es rica en aceites esenciales, vitaminas A y E, fibras y almidón.

A pesar de que John no lo entiende con la profundidad científica, sí sabe lo necesario: “Es una fruta explosiva –dice- se da mejor en el cantón de San Pablo a unas tres horas de Quibdó, a orillas de los ríos Pató y Quito”, asegura.

Inspirado en estas dos frutas tropicales, John vendió la última paleta de “Cream Helado” a finales de 2008 y ahí empezó su nueva aventura: ser un cupido y un doctor por diferentes ciudades de Colombia, reparando su dolor y alegrando la vida de muchas gentes.

Ya sabía la receta, se la enseñaron los ancestros que solían preparar tinto a base de arroz y maíz. Un día intentaron con la semilla del borojó, la molieron, le agregaron agua y nació el tinto de borojó. John le dio el toque secreto, que según dice es obra de Dios: “El Señor es quien me inspira para que yo haga este tinto tan sabroso; yo solo le saco la pulpa a la fruta, le quito las pepas, le agrego limoncillo y listo: el resultado es una deliciosa aromática de borojó”, comenta.

El mismo proceso lo utiliza para la aromática de badea y arequipe, solo que para estos productos debe ponerla al fuego durante 30 minutos y agregarle jengibre. “Eso sí –dice- el sartén debe ser grande. Yo tomo la pulpa y con un cucharón evito que se adhiera. Luego lo empaco y listo”, agrega.

Pero la magia de John no para allí. Últimamente se ideó algo que él llama “capuchino de borojó”, más exótico aún que el mismo nombre de la fruta. Le agrega tintas espumosas y canela y al final da un capuchino convencional preparado de manera artesanal.

Llegó entonces su momento: con unas cuantas jarras y termos con bebidas a base de borojó, badea y chontaduro se fue a la unidad deportiva del estadio Atanasio Girardot de Medellín donde las ventas resultaron sorprendentes.

Claro que no se encasilló en esto y realizó otras actividades para ganarse la vida y sostener a sus dos hijas, Densy Dayana y Gina Marcela; la primera la dejó cuando tenía solo un año de edad y la segunda estaba en el vientre de su esposa, Luz Mery, cuando salió amenazado. Las tres mujeres viven actualmente en Tutunendo, corregimiento de Quibdó.

En el 2012 decidió hacer una correría por toda la subregión del Urabá donde sus jugos, aromáticas y arequipes hoy tienen mucha acogida. “Por el calor tan duro que hace en esa zona los juguitos fueron la sensación”, cuenta. Ya no era un hombre con unas jarras al hombro que vendía borojó y chontaduro: lo empezaron a llamar “El borojazo” y se hizo famoso en la región.

Acceder a sus productos no es difícil. El que quiere aromática de borojó, chontaduro o badea la puede obtener por solo 2.000 pesos en un vaso de 7 onzas, y quien prefiere un vaso de arequipe de borojó de 50 gramos lo puede obtener por solo 1.500 pesos. Claro que a veces su gran orgullo no ha sido vender todo en un día, sino darlo a probar a personalidades del país, como al propio presidente de la República, Juan Manuel Santos.

“Me acuerdo que el año pasado en Medellín en un encuentro con víctimas, el presidente Santos probó mis productos y quedó fascinado. En esa ocasión yo fui como líder de la región de Urabá”, aclara. En febrero, la directora de la Unidad para las Víctimas, Paula Gaviria, también le dio la ‘probadita’ a la aromática de borojó, durante la celebración del primer año de la entidad.

El proceso de reparación de John va en marcha. Mientras tanto, él sigue, como los buenos pescadores, lanzando su atarraya al mar de la vida, sin rendirse.

Recientemente estuvo trabajando como voceador en el restaurante Sabor Pacífico, en el sector de Palermo de Bogotá. “Llegué allá por azar. Vi que eran de Buenaventura, me les presenté y tuve suerte porque me dejaron vender mis productos”, dice.

En medio de sus meditaciones, John cree que el Gobierno Nacional tiene la responsabilidad de apadrinar las causas de las poblaciones más vulnerables para que haya paz y justicia. “Al reconocernos como víctimas, el presidente Santos está compensándonos, pero hay que seguir abriendo caminos y debe también reconocernos nuestra identidad gastronómica y exótica. Queremos que estos productos que son únicos en el mundo sean considerados patrimonio inmaterial de la humanidad”, asiente.

Enseguida baja la cabeza y recuerda que en la historia del país las negritudes siempre han sido maltratadas. Invita a los colombianos –dentro y fuera del conflicto– a que seamos más sensatos y cariñosos. “Más allá de la reparación, esta sociedad necesita ser menos esquiva con nosotros. Mire, nos trajeron como esclavos, como fuerza fundamental del trabajo, y eso sigue siendo así”, cuenta.

Su meditación dura poco y al terminar expresa su pasión por la comida de mar. “Mi mayor placer es comer empanada de camarón, cazuela de camarón y arroz con mariscos –dice evocando sus grandes sueños–, y anhelo diversificar el mercado internacional derivado de las frutas exóticas que consoliden la economía en cadena y que beneficien a las familias ancestrales. Imagínese que estas bebidas estén en los paladares de los europeos y norteamericanos”, arguye emocionado.

Así es John y así son sus días. Se gana la vida dando vida, pues nadie niega el poder que tienen estas frutas, para la salud y para el amor. Su figura es quijotesca y su mirada es alta y en ella asoman la esperanza que nos recuerda que él es, como dice Diomedes Díaz en una de las canciones que más le gusta escuchar: “Un mártir que suspira en la arena sin pensar en el dolor, y si la luna le piden, la da, entrega la luna, el sol, el sol”. Y por qué no… quizá, por su ‘culpa’, aumente la explosión demográfica del país.