Mobirise

Debió enfrentar el desplazamiento sola con sus hijos. Ahora ayuda a otras víctimas a recuperarse emocionalmente y quiere ser una defensora de los derechos humanos.

Por Erick González G.   /   Tasharem Ramírez

En los albores de los años 80, el frente 19 de las Farc comenzaba a poner en jaque al departamento del Magdalena; la región de Ciénaga y la Sierra Nevada fueron sus primeros movimientos estratégicos. Una década después, los paramilitares, con sus correrías, lo pusieron en mate. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica en la Sierra Nevada y en Ciénaga Grande hubo 393 acciones bélicas, 160 casos de masacres, y el Registro Único de Víctimas estampa 492.279 personas desplazadas en el departamento hasta el 29 de febrero del 2020.

Un día de noviembre de 1999, en Media Luna, un corregimiento del municipio de Pivijay, en el Magdalena, a Dalgy Arizábal, de 24 años en ese entonces, le llegó la luna negra completa: tenía dos meses de embarazo, tres niños y un esposo cuando debió desplazarse de ese “pueblo muy sano” a Santa Marta.

El miedo por culpa de las autodefensas se hospedó en la región, quienes implantaron restricciones de movilidad. “Los controles en la vía eran impresionantes, si había una mujer en el carro ellos la bajaban y se quedaban con ella; nadie se podía mudar por esos controles”, recuerda Dalgy.

No era la mejor situación para una mujer en estado de embarazo. ““Por lo que me pasó estuve a punto de abortar”, afirma Dalgy. Una orden para realizarse una ecografía fue la boleta de salida de su pueblo. A Santa Marta llegó una mujer con dos meses de embarazo, tres hijos y sin esposo, porque él decidió quedarse. Ella podría decir que: “Su último amor se ha desvanecido bajo el silencio de una dignidad sombría”, como lo escribió el poeta argentino Leopoldo Lugones, en su poema Luna de las Tristezas. 


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Esa ausencia pesaba, pero no estorbaba, porque Dalgy había llegado a la capital del departamento como un collar que busca sus perlas. “Conté con la suerte que una tía de mis hijos me ayudó, me dio posada, y después me llevé a mi mamá a vivir con nosotros”.

Mientras su mamá le ayudaba con los hijos, a Dalgy le tocó estrenarse en “oficios varios”: tirar pala, transportar carretilla, labores ajenas a su femineidad. La tienda que tenía en su pueblo se perdió. “La casa también porque nunca volví por allá”. En una granja aprendió a cosechar, a criar pollo y muchas otras cosas. 

Ver crecer a sus hijos era lo que le daba vitaminas y minerales. Estaba convencida de que no era culpa de ellos lo que les había pasado. Hizo cursos con el Sena de manicurista, pedicurista y corte de pelo. Una belleza se sentía, porque con el esmalte, los cepillos y las tijeras comenzó a tinturar su vida de otro color. Esa luna negra estaba retomando poco a poco su color albino. 

Se programó para otras metas, pero especialmente para no depender de donativos ni de personas ni del Estado. “El quedarme sin el papá de mis niños me hizo más fuerte”, afirma con la certeza que da la experiencia de la nada, del carecer de todo.

Esa sensación se fortaleció cuando vivió el proceso de recuperación emocional en una fundación donde también le enseñaron sobre sus derechos. “Ese tema comenzó a gustarme más y un día dije: ‘esto es lo que me gusta’, y por eso me he fortalecido como líder”. Con la fundación logró hacer un diplomado sobre el derecho humano internacional.

En la fundación supo de la Unidad para las Víctimas y su programa psicosocial. Ser mujer y víctima del conflicto armado le ha permitido valorar los procesos de rehabilitación emocional. “Yo logré recuperarme con las charlas psicosociales”.

Ahora, ella ayuda a otras mujeres a recuperarse. “Me he capacitado en ese tema y lo que he aprendido se los transmito”. Sin embargo, Dalgy aprendió que esta lucha no tan quijotesca, debido a las alegrías que ha tenido, no podía hacerla sola, así que creó una asociación con mujeres víctimas, afro y campesinas. 

“Iniciamos 70 mujeres, a las que les he brindado apoyo, amor, que sientan que tienen a alguien que las escuche. Me he movido más con mujeres, pero también he tenido algunos hombres”

Se reúnen cada mes, y aunque los cimientos de la asociación descansan en lo psicosocial, también abordan temas de emprendimiento. “Hemos tenido bastantes charlas con diferentes entidades como OIM e intentamos buscar capacitaciones con el DPS y el SENA”.


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Su interés no solo se concentra en Santa Marta. Sabe que la violencia se ensañó especialmente en el campo. “Voy a los pueblos donde hay una necesidad especialmente de recuperación emocional. Esas mujeres están en esas fincas adonde no llega nadie, y allá estamos haciendo un trabajo de caracterización para saber cuántas son, quiénes son, para ver cómo se les puede ayudar”.

Aunque viaja a los pueblos también para ayudar a esas mujeres a gestionar cosas con las entidades, no olvida su negocio de belleza, en el que su hija menor, que quiere ser Policía, le colabora con los peinados, los cortes y la administración. Todos sus hijos son bachilleres, dos gracias a becas son administradores en el área de la salud y otro estudió en el SENA.   

Su sueño es convertirse en una defensora de los derechos humanos y cree fervientemente en que el Todopoderoso le ayudará a cumplirlo. “Las víctimas no creemos porque nos han dejado muy solas e invito a que crean, a que luchemos para que nuestros derechos se hagan realidad”.

Sabe por su experiencia que las víctimas del conflicto en el Magdalena imploran más apoyo que dinero, “nuestros hijos necesitan becas para poder estudiar”.   

Ahora cierta felicidad se despliega en su mirada porque le “da gusto ver a mujeres que ahora dicen que sí pueden hablar”. En el tono de su voz se puede apreciar que sin importar si la luna es negra o visible siempre augura un sol. 


Unidad para la Atención y la Reparación Integral a las Víctimas
Oficina Asesora de Comunicaciones - 2020