Pasto

El sur de país está cargado de historias de dolor tras la desaparición de seres queridos que, gracias al apoyo de un grupo de funcionarios de la Unidad para las Víctimas, se han venido transformando en relatos de esperanza.

Recoger el dolor

El nombre de una de las protagonistas de estas historias es Colombia y, como si se tratase de una metáfora de su país, la vida se le hizo insoportable desde hace años, pero a pesar de todo, siente que puede retomar el camino de la vida.

Todo comenzó con la desaparición forzada y asesinato de su hija de catorce años, y tiempo después, con la desaparición forzada de su hijo mayor. Los días sin respuestas la abrumaban. No sabía nada, la verdad no llegaba, ni las súplicas tenían eco. Por años fue la vida sin consuelo.

Pero nunca hubo resignación y su historia se repite casi en las 83 mil familias que en Colombia han sufrido la desaparición forzada de un ser querido. La desaparición es una forma de violencia capaz de producir terror, de causar sufrimiento prolongado, de alterar la vida de familias por generaciones y de paralizar a comunidades y sociedades enteras. Por eso, desde que se creó la entidad en 2012, el énfasis a la hora de reparar a las víctimas ha sido emocional: “El día de la entrega de restos la carga debe quedar sobre nosotros. Las víctimas deben quedar livianitas”, dice Aura Niño, del equipo psicosocial.

Y quedan livianas, justamente, porque la búsqueda termina y con ella la incertidumbre. Ese día un abrazo se convierte en un símbolo de claridad y de refugio. Tan único es el momento de la desaparición como lo es el momento de la entrega de los restos. Únicos por el dolor, claro, pero también porque esos ataúdes miniatura remiten, si se quiere, a cierta justicia poética. Es la sepultura digna y el descanso para los cuerpos y sus familias.

La Unidad para las Víctimas ha atendido hasta ahora a cerca de 2 mil familias o allegados de personas desaparecidas forzosamente en el marco de la estrategia de recuperación emocional; dicha estrategia ha servido para entender, entre otras cosas, que la vida no debe ser vista como una continuidad orgánica, sino como un tumulto de emociones muchas veces contradictorias. El día de la entrega de los restos, por ejemplo, se siente una especie de alivio colectivo -una paz casi-, pero enmarcado en el horror que produce la certeza de la muerte de un hijo, un papá o una hermana.

En octubre del año pasado, Colombia vivió ese tumulto de emociones: “Fue un bálsamo -dice en su relato-. Yo no sé cuántas reuniones hubo con la Unidad y la Fiscalía antes de la entrega: que el ADN, que la prueba de sangre, que la prueba del cabello… y eso es un tormento, una pesadilla, pero llegó el día en octubre en el que miré de frente los restos de mi hijo y me abrazaron y sentí que no estaba sola. No se imagina todo lo que lloré”.

Para Colombia y el resto de las protagonistas de estas historias del sur del país la vida sigue. No olvidan el horror y la ausencia de su ser estará presente por siempre, pero están más livianas. Y no están solas.

Las bondades de un abrazo

A veces, en Colombia, la vida puede parecer una búsqueda sin consuelo. Pero basta una pista, un abrazo o una voz dulce para retomar el camino de la esperanza.

Otro mundo para las mujeres

Martha Solarte tiene varias historias de dolor que no pretende disimular, sin embargo, su trabajo y liderazgo con otras mujeres de Pasto le han devuelto la ilusión de un mejor mañana.