Por Erick González G.
“Yo lo perdono el día que usted pida perdón al municipio de Campamento, en público o por escrito; ese día le doy mi perdón porque usted no mató solamente a mi papá, ‘el Mono Salado’. Usted mató el sueño de una familia y el de una comunidad”, le aseguró Julio Echavarría a Roberto Arturo Porras, alias “la Zorra”, sentado, frente a frente, en una mesa de la biblioteca del auditorio de la Casa de la Cultura Francisco Antonio Cano, de Yarumal, durante el acto de reconocimiento de responsabilidad y solicitud pública de perdón por parte de tres ex paramilitares del Bloque Mineros de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que desolaron la región entre 1997 y 2005.
Ese 9 de abril, Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas, un ángel de la guarda, como Julio lo define, estaba en esa biblioteca impidiendo una venganza. Era guarda, sí, pero no celestial, el que sin querer vigilaba ese lugar común de rabias y odios, ese ‘ecosistema’ de sentimientos de Julio que se balanceaba entre los ojos del “ángel” y el rostro del postulado. Pero también las palabras de su madre lo asediaban desde la distancia: “Hay que perdonar”, tres palabras que eran el ‘insenticida’ que fumigaba sus emociones.
Minutos antes, cuando “la Zorra” apareció en el auditorio y dio la espalda junto con sus compañeros de armas Luis Carlos García y Luis Alberto Chavarría a las cerca de 30 víctimas que se habían preparado durante dos horas en un taller psicosocial para la presentación de unas disculpas por parte de sus victimarios, Julio pensaba muchas cosas; eran los pensamientos que habían perseguido como una blasfemia a “la Zorra”, desde el 15 de noviembre del 2000, cuando asesinaron a su padre. A esos pensamientos los envolvía una duda: ¿por qué?
El porqué, que en el conflicto interno colombiano especialmente corroe la tranquilidad y el buen nombre de quienes les han desaparecido o asesinado a sus familiares, quedó zanjado en ese cara a cara, en ese pequeño cuadrilátero en el que desde una esquina se inquiría y desde la otra se respondía, aunque el perdón quedó en pausa.
Y para entender el porqué de esa pausa, urge devolver esta crónica de un perdón al principio, al pasado de un futuro apretón de manos.
Conviviendo con la guerrilla
Su génesis inició pocos años después de que Yarumal se enorgulleciera de estrenar escudo, bandera e himno, por allá en 1986, cuando la relativa tranquilidad de la subregión del norte de Antioquia se volvía más relativa con el aumento de la presencia guerrillera.
Julio era todavía un niño. A sus 9 años, allí estaban para corretear por los sembradíos de fríjol, maíz, yuca, plátano, café y caña de azúcar de sus padres, por la vereda El Reposo, del municipio de Campamento; Roberto, un posadolescente, de 19 años, por su parte, debió oficiar de papá. Más hacia el bajo Cauca, echaba rula y cortaba caña, para encargarse, junto con su madre, de la crianza y la protección de sus cinco hermanos menores, huérfanos de padre hacía ocho años, y por allá, como dice, empezó “a conocer las guerrillas”.
También Julio las conoció al ser testigo del ingreso del frente 36 de las Farc en su niñez. Según Porras, “ese frente era gente que venía de Urabá, y después fueron llegando personas que conformaron el frente Héroes de Anorí, del ELN, aunque de los ‘elenos’ ya existía el frente Tomás”.
Todos esos grupos ganaron terreno con su principal materia prima: las charlas políticas, las prédicas sobre su lucha por el pueblo, por un cambio social, por una democracia…
Con el saludo o discurso del “compañero” o del “camarada” —la diferencia en el significado del vocablo no altera la intención— “fue despertando en algunos el amor por las armas, y de pronto había grupos de 30 y 40 hombres que se fueron conformando con gente de la zona”, asegura Julio. Y que él sepa: “Nadie fue reclutado a la fuerza”. Ni siquiera Porras que, seducido por esa especie de flautistas de Hamelin comunistas, empezó a trabajar con ellos, “a hacerles mandados, cositas así, hasta que fui a parar al grupo Héroes de Anorí”.
La guerrilla se convirtió en la única ley, con su propio decálogo, en especial para Porras. También fungían de réferis vecinales. “Cuando había peleas entre la gente o robos, ellos ejercían la autoridad, incluso establecieron los reglamentos de convivencia para poder trabajar en las cosechas”, asegura Julio. Al que desobedeciera le sacaban tarjeta amarilla y tenía que pagar una multa, pero en ocasiones ajusticiaban con la roja a los campesinos por ladrones, su singular limpieza social. “Y eso era muy normal, porque esa era la única ley que existía; el Ejército muy de vez en cuando aparecía”, complementa Porras.
La memoria los relata organizados, bien vestidos, con dinero y atentos con las familias de menores recursos. Para Julio “se mantenían con plata porque esa gente le ayudaba con el dinero para el médico a las personas que se enfermaban y eran muy pobres”. Para Porras, “no solamente solucionaban conflictos; si había alguien con alguna necesidad le ayudaban o realizaban una colecta entre la comunidad, también organizaban a los campesinos si había que arreglar un camino o un puente”.
En los albores de los 90, el paramilitarismo todavía no se asomaba por la subregión, aunque ya en el norte de Antioquia existía el Bloque Mineros. Para ese entonces el papá de Julio se había entusiasmado con la labor comunitaria y el liderazgo social. Con la conformación de la junta de acción comunal consiguieron el acueducto para El Reposo y planearon apagar las velas y las lámparas de petróleo en las noches. “En la época cuando se electrificó la región mataron a Pablo Escobar”, se acuerda muy bien Julio. Mientras por los lados de los Héroes de Anorí, Roberto comenzaba a no comulgar muy bien con los postulados “elenos”.
La familia Echavarría aprovechó para modernizar su hogar. Por fin pudo estrenar un 20 pulgadas, en blanco y negro, y un equipo de sonido de segunda, para pensionar el radio de pilas, aunque siguieron yendo al río todos los días a buscar leña para la estufa. En tanto que a Porras le era casi imposible visitar su casa. “La gente que se va para la guerrilla piensa que allá le van a dar para ayudarle a sus padres, y no es así; entonces al ver que esa posibilidad con el tiempo no se daba, porque la idea era colaborarle a mi madre, pedí retirarme del grupo, que era algo que se podía hacer, también porque no veía ningún futuro. No salíamos del monte y de vez en cuando se pasaba por un pueblo”.
Sobreviviendo a “la Zorra”
Le negaron la salida, pero luego por buena conducta se la otorgaron. Su familia recibió con alegría esa determinación y sin ninguna recriminación. Duró seis años en el ELN, en los que recorrió los alrededores de Yarumal, Cedeño, Campamento, El Cedro, El Raudal y cercanías de Angostura. Al abandonar el dogma guerrillero decidió trabajar en la región, donde lo conocían, y al poco tiempo fue capturado por el Ejército y trasladado a Yarumal. “Me condenaron por rebelión y estuve en prisión del 94 al 96, y al salir me fui para Medellín”.
En la ciudad de la Feria de las Flores se encontró con un joven paisano que había pertenecido a la guerrilla, quien le sopló que era objetivo militar por considerarlo traidor. Con esa sentencia a cuestas se topó con un amigo que tenía nexos con las autodefensas.
En Yarumal, en 1997, presentó a Rodrigo Pérez Alzate, alias “Julián Bolívar”, quien lideraba el grupo Pérez, su hoja de vida como guerrillero, expresidiario y objetivo militar. Fue aceptado. “Llegué y me nombraron para reemplazar a un comandante debido a mi experiencia militar y a que conocía muy bien la región”.
Cambió el Porras por alias “la Zorra”, y en 1998 fue designado comandante militar del frente Barro Blanco del Bloque Mineros, agrupación que tenía otros frentes como el Briceño y el Anorí, y que era comandada por Ramiro “Cuco” Vanoy. Su misión era extirpar la guerrilla de la zona, a sus milicianos y colaboradores. “Buscaba pelea desde el Bajo Cauca —norte de Antioquia— hasta cerca de Angostura —nordeste antioqueño, al este de Yarumal—“.
Vivir en esa subregión se convirtió en una condena que, dependiendo de la suerte, era pena de muerte —homicidios, desapariciones—, cadena perpetua —vacunas, extorsiones—o toque de queda —restricciones de movilidad—.
Sin embargo, “se abrió un espacio para darles la oportunidad a guerrilleros, milicianos y colaboradores de respetarles la vida si se entregaban; algunos llegaban y entregaban el fusil; otros, caletas con bombas y granadas o delataban el lugar de la finca donde había ganado de la guerrilla”.
Entregarse significaba cambiar de uniforme e ideales. “El comandante les daba su sueldito y podían visitar a su familia. El que la tenía lejos solicitaba un permiso y si tenía un familiar enfermo podía ausentarse una semana o quince días. Era un cambio total porque podían relacionarse con la familia después de muchos años de no verla”.
En la dinámica de la guerra—asegura— no utilizó informantes para no comprometer al campesino, “porque la guerrilla comenzó a usar la misma técnica de los paramilitares, cualquiera que diera comida o lo viera con un ‘paraco’, para la guerrilla era un sapo, y viceversa; también porque había gente que le tenía rabia a otros e informaban mal; entonces como yo conocía a la población, sabía que en todas las casas tenían familiares que estaban en la guerrilla, y por eso no mandé a matar a nadie solo porque tuviera hermanos, primos, sobrinos en esos grupos, solo si era colaborador”.
El campesino optó por una estrategia para salvar su vida: no negar lo que viera. Si había visto a la guerrilla en alguna parte y los paramilitares, que ya sospechaban esa presencia, lo paraban y le preguntaban ¿qué más señor? ¿de dónde viene? ¿para dónde va?… El solo responder: vengo de por allí y voy para allá, no era un pasaporte para la tranquilidad; pero si a esa respuesta añadía que la guerrilla estaba por allá, se salvaba. Lo mismo sucedía si quién lo detenía era un grupo subversivo y daba la misma información. “Era la forma de salvarse en medio de un conflicto… hablar con la verdad, porque hubo mucha gente que murió por no decir nada”.
Otro factor de violencia fue “la prohibición de sacar droga de la zona, veto que personas se saltaban para ganarse unos pesos, por lo que muchos murieron”.
Asegura que en la región se salvaron muchas vidas porque él conocía gente y daba fe de su transparencia. Las investigaciones de las autoridades registraban, para el 2012, más de 7.000 víctimas y 1.220 personas desaparecidas por el accionar del Bloque Mineros. Una de esas víctimas fue el papá de Julio.
“El mono salado”
El 15 de noviembre del 2000, por Quebrada Negra, a 30 minutos de Yarumal, rondaban paramilitares y guerrilleros. Los segundos iban siguiendo a los primeros para emboscarlos, según Julio. En efecto, “la guerrilla nos estaba esperando”, confirma “la Zorra”.
Eras las siete de la mañana, y el hermano de Julio estaba descargando leche, junto con un vecino, cuando inició la refriega entre el frente 36 de las Farc y el grupo de autodefensas.
Por la vegetación no distinguían los bandos. Los tres jóvenes no sabían por dónde escapar de ese atolladero. Las balas salían de arriba y de abajo de la montaña. Era más fácil bajar que subir y a los metros vieron unos uniformes. Es el Ejército, creyeron. Nunca se imaginaron que se trataba de dos grupos armados irregulares. Se acercaron y preguntaron. Un no, somos las autodefensas los dejó fríos en medio del fuego. Los detuvieron y los amarraron.
Hacia las 9 de la mañana, su padre, “el Mono Salado”, al notar que no llegaba a su casa en El Reposo, a una hora de Yarumal, salió a buscarlo. A la una de la tarde, en Quebrada Negra, lo detuvieron y le preguntaron ¿qué más señor? ¿de dónde viene? ¿para dónde va? Y él respondió: “Estoy buscando a mi hijo que está llevando leche”. Lo amarraron y lo llevaron a una bodega donde lo encontró. A las cuatro los condujeron carretera abajo en dirección a unas torres de energía; allá los acostaron en el suelo, amarrados, y un puntero —persona que va en el grupo de avanzada—, señalando al que apodaban “Diablo” les dijo: “allá viene el que los va a matar”. El personaje llegó y halo del gatillo dos veces. Primero contra el “Mono salado”; luego contra el vecino. Alistaba un tercer disparo cuando llegó alias “la Zorra”. Eso dijo el hermano de Julio.
“Los que venían adelante, los punteros, mataron a esos señores y tenían al hijo del ‘Mono salado’. Cuando llegué los regañé y les dije que esos campesinos no tenían nada que ver con el conflicto, que uno los conocía, y dejé ir al hijo del señor. De todas formas, uno lamenta ese hecho, porque si hubiera llegado antes, él no muere”.
Ese día el enfrentamiento terminó hacia las cinco de la tarde con la llegada de unos aviones del Ejército que bombardearon la zona, afirma Julio. “El que bombardeó fui yo, que me subí a un helicóptero que llegó por los dos heridos de nosotros, tomé una ametralladora y disparé debajo de la montaña; nosotros teníamos helicóptero para recoger heridos, llevar alimento o movilizar tropa”, contradice el postulado.
El making off del perdón
“La Zorra” continuó vinculado al grupo hasta que, según él, se desmovilizó en enero del 2006, en el marco de la Ley 782 de 2002, que facilitaba “el diálogo y la suscripción de acuerdos con grupos armados organizados al margen de la ley para su desmovilización, reconciliación entre los colombianos y la convivencia pacífica”, junto con 2.790 militantes del Bloque Mineros.
Regresó a Medellín, pero no se presentó ante las autoridades. Lo capturaron en el 2009 e ingresó al proceso de Justicia y Paz, por el que estuvo detenido ocho años. “Los primeros cuatro estuve en patios mezclado con guerrillos, delincuencia común, con todos; después pasé a patios para las personas que estaban en el proceso de Justicia y Paz, con solo paramilitares, pero con el tiempo nos metieron guerrilla, y hace cuatro años salí de la cárcel”.
Ese mundo donde siempre hay cuatro esquinas y todo es tinieblas fue el singular diván para la reflexión. “Uno vio todo el daño que le hice a la población civil y al país; el error fue muy grande; vi que perdí toda mi juventud en el monte. Fueron casi 20 años en la guerra… sin ningún futuro, sin nada”.
Una sentencia lo puso contra las cuerdas de la moral: lo obligaba a reconocer en público su responsabilidad, los daños causados a las víctimas, su arrepentimiento, el compromiso público de no repetir tales conductas y solicitar perdón a las víctimas. En realidad, dependiendo del punto de vista, se trataba de un nocaut a su orgullo.
Estar preparado o no estar preparado, esa era la cuestión, y aunque no parezca su nueva normalidad también requería un adiestramiento psicosocial: “Saber tratar a la gente, poder entender a las personas, porque usted sabe, casi toda la vida ejerciendo el poder… pueden pensar que no estamos para pedirle perdón a nadie, pero somos muy conscientes de que hay que vivir otra vida, ser un ciudadano y prepararse para ser capaz de pedir perdón”.
La fecha del encuentro entre víctimas y victimarios quedó pactada para el pasado 9 de abril, en Yarumal, como dictaba el exhorto de la sentencia de 2016 del Tribunal de la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín contra el Bloque Mineros en cabeza de José Higinio Arroyo Ojeda, una ceremonia pública para la cual se articularon la Gobernación de Antioquia, la Alcaldía de Yarumal, la Policía, el Ejército y la Unidad para las Víctimas.
A los sobrevivientes de los tres exparamilitares que debían reconocer responsabilidades también los prepararon. Ese día, la psicóloga Paula García Devis, del grupo de enfoque psicosocial de la Unidad para las Víctimas, invirtió dos horas para fortalecer el ánimo de unas 30 personas para que pudieran encarar ese encuentro.
No era el primer ensayo para un perdón por parte de postulados de los procesos de Justicia y Paz, y escribo ensayo, porque así se acuda a la resiliencia para obtenerlo, la indulgencia depende del talante de las víctimas.
En Puerto Boyacá, Cartagena, Ibagué, Santa Marta y Arauca postulados de las Autodefensas Campesinas de Puerto Boyacá, Bloque Montes de María, Bloque Tolima, Bloque Norte y Bloque Vencedores de Arauca han pedido perdón por su barbarie.
El Ejército dispuso tres anillos de seguridad para la llegada de los postulados a Yarumal, quienes provenían de distintos lugares del país; seis uniformados para la seguridad del evento; dos motos para la seguridad perimetral en apoyo a los anillos concéntricos, en un radio de 600 metros; el monitoreo de los desplazamientos; la unidad de inteligencia que trabajó recolectando información desde el pasado ocho de enero. Todo ello sin contar la Policía de Carreteras ubicada en el eje vial de la Troncal del Caribe y la vía Medellín, que exponía tres puntos críticos —El Chaquiro, Peaje Llanos de Cuiba y El Manicomio–, en los que había también 38 hombres del Ejército.
Cuando los tres postulados llegaron al recinto en el que se encontraban las víctimas, la tensión era tan densa que, parafraseando a un escritor norteamericano, se podía cortar con un cuchillo y esparcirlo, no sobre un pan, sino sobre una galleta, como si fuera mermelada, a la espera de la primera palabra de un exparamilitar para quebrarse.
Ni siquiera la Oración de San Francisco de Asís —con la que se implora para ser instrumentos de paz, llevar el amor donde haya odio, llevar el perdón donde hay ofensa, porque perdonando es que se es perdonado—, que leyó un representante del gobierno municipal, logró bajar los niveles de zozobra de los asistentes, ni la intensidad del enojo de Julio, quien no lo reconocía después de tantos años hasta que alguien le dijo: “Es él”.
La ansiedad no se resquebrajó cuando fueron presentados ante el público los tres postulados, ni al momento en que se sentaron dándoles la espalda, ni cuando subió al escenario el primero de ellos: “la Zorra”.
Solo después de escuchar de su parte “Les pido perdón por todo el daño que les causé, tanto personalmente como colectivamente, físico y moral. Hoy estoy arrepentido de haber empuñado unas armas e ir a una guerra absurda que solo nos trajo tristeza y dolor; por eso, hoy les pido perdón, de corazón, por todo el daño que les causé, y espero que me perdonen por todo el daño que les hice”, los sollozos irrumpieron.
Un “le deseo que algún día —y me perdonan todos los asistentes y si me van a matar por esto, estoy lista— le hagan a usted lo que lo que le hizo a los demás, porque nadie tiene derecho a quitarle la vida a nadie, y acusar a una persona de lo que les da la gana”, anhela una mujer.
“Pero, de todas maneras, de corazón les pido perdón”.
“Nooo… ¿de corazón?, ¿ustedes tienen corazón? Si hubieran tenido corazón, hubieran pensado en todo el daño que iban a causar; es un descaro pedir perdón” —regaña la mujer—. Sus palabras se mezclan con el sollozo y reclamo de una madre: “Con ese perdón acaso vuelve a vivir mi hija; ¡ustedes me quitaron a mi hija y me mataron a mí también!”.
Los pensamientos de Julio Echavarría coincidían con los sentimientos de las mujeres. “Aunque lo veía derrotado, sentía rabia”. Guardó silencio porque sabía que tendría su turno para estar a solas con él y preguntar por qué. Era lo que le había pedido a Dios. A “la Zorra” le siguieron Luis Carlos García y Luis Alberto Chavarría.
“Como lo dijeron las dos señoras, estas disculpas no les van a devolver sus familiares, pero las digo de corazón, para quien las quiera recibir, más que por dar cumplimiento a la ley, porque realmente siento que debe ser así, porque era algo indebido, que no tiene cómo justificarse; les ofrezco mis disculpas, reitero que esto no volverá a suceder. Pararse acá es totalmente vergonzoso por estar al frente de ustedes, a quienes les hice tanto daño, pero crean que lo digo de corazón”.
Nadie le reclama.
Luis Alberto Chavarría, quien fue patrullero —designación que según el argot de las AUC equivale a sicario— y comandante de contraguerrilla, repasó varias veces el escrito que al respecto iba a leer. Inició su lectura, inseguro. Los nervios y su mala visión lo hicieron equivocarse. Tuvo que detenerse, respirar y reiniciar con mayor determinación.
“Me dirijo respetuosamente a las víctimas que sufrieron por mis acciones, para ofrecerles disculpas públicas y para que encuentren en mis palabras un sincero arrepentimiento por lo que hice. Las acciones que cometí en el pasado me generan desolación por no poder volver atrás, y me generan un sentimiento de vergüenza, que me ha hecho reflexionar, día a día, por mis acciones, y por eso me presento ante ustedes, implorando de alguna manera que me puedan perdonar”.
Se comprometió a colaborar con la reconstrucción de la memoria histórica para impedir la reproducción de esos hechos.
Tampoco nadie le reclama, pese a que fue condenado por masacres, desapariciones, homicidios, desplazamientos y reclutamiento forzado de menores.
Parece que esa ausencia de reclamos se debe a que ellos no fueron tan conocidos por la zona, en contraste con “la Zorra”, quien llegó a comandar.
Llegó el turno del cara a cara entre Julio y “la Zorra”.
—Quiero que usted me diga por qué asesinó a mi padre, el “Mono Salado”, del municipio de Campamento” — preguntó con vehemencia.
—Al “Mono Salado”, de la vereda El Reposo, no lo mandé asesinar, lo asesinaron sin mi permiso, lo asesinaron solamente por equivocación; él no tenía nada qué ver con el conflicto, era un hombre trabajador, un campesino humilde… y quiero que me perdone —fue la respuesta que escuchó y que anhelaba, pero su perdón lo condicionó a una petición escrita y pública.
Una pareja de hermanos víctimas también habló en privado con “la Zorra”, quien les aclaró sus inquietudes para que ellos estuvieran más tranquilos.
Al finalizar el acto, Roberto Arturo Porras tal vez sintió que ese Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas se quitó el alias de encima, aunque no lo hayan perdonado. “Ha sido un descanso para mí y pienso que también para las víctimas, el pedir perdón por todo el daño que les causé”.
El pasado 10 de junio, cuando se cumplía el undécimo aniversario de la Ley de Víctimas, Julio Echavarría se enteró de que esa petición de perdón se haría pública con esta crónica y recordó su promesa.
—No diga más, no le demos más vueltas. Lo perdono.
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