María Olivia Gálvez nació en Ginebra, pero vivó la mayor parte de su niñez en Palmira, al sur del Valle del Cauca. Fue una niña consentida. Cuando quería se deleitaba con un vaso de caspiroleta, bebida propia de la cultura gastronómica valluna; se bañaba en las aguas del río Nima y jugaba entre cañaduzales y plataneras. Era feliz junto a sus padres y cinco hermanos.
Desde que dejó la escuela María Antonia Santos -una de las 92 que hoy tiene el municipio- no se había sentado en un pupitre, sino hasta el año 2013 cuando la vida, después de tantas curvas, le daría una nueva oportunidad.
Para llegar a este momento tuvo que enfrentarse al dolor muchas veces, porque, como dice el escritor Héctor Abad en su magistral obra ‘El olvido que seremos’: “la vida acaba dándonos duro a todos; para sufrir, la vida es más que suficiente, y yo no le voy a ayudar”.
Tampoco le ayudaría María Olivia, que a lo largo de 20 años escaló dificultades económicas, combatió la enfermedad de una de sus hijas y los traumas propios, sin dejar que su vehículo, el amor, quedara a bordo de carretera, como sí lo consiguió la muerte con su esposo, Ernesto Aníbal Serrano, la noche del 27 de agosto de 1993.
“Él me llamó como a las siete de la noche. Me preguntó por mi hijo Roger y por la bebé. –Pásemela para escucharla– me dijo. Luego volvimos a hablar y me dijo que regresaba al otro día, que ya estaba descargando y que le guardara comida”, dice y cruza las manos.
Ernesto Aníbal era trasportador de carga pesada. Hacía algunos meses había cambiado de trabajo debido a que la seguridad en las carreteras del país desmejoraba.
“A él ya le habían robado una carga de café y también se había salvado de morir –rememora María Olivia– cuando unos tipos le salieron al paso. Afortunadamente metió el carro en una cuneta y si no es por un compañero que pasó por el lugar lo hubieran matado. Creo que su vida estaba marcada”, comenta.
Además, con el nacimiento de Carol Angelina, su segunda hija, las motivaciones de seguir en las carreteras, cambiaron. En los últimos 9 meses –que compaginaban con la edad de Carol- este santandereano de 35 años, uno más que ella, había planeado retirarse del trabajo de trasportador para dedicarse a manejar taxi en Bogotá y poder estar más tiempo con su familia.
Hoy todavía María Olivia no comprende por qué su esposo no sigue con ella. Según los testigos del hecho, Ernesto y un número indeterminado de ‘muleros’ pernoctaban en un hotel en las afueras de Medellín cuando unos hombres armados llegaron al lugar y les dispararon indiscriminadamente.
–No nos vayan a matan que somos trasportadores– dijo Ernesto.
Los hombres no se detuvieron. Eran las diez y media de la noche y cerca de la una de la madrugada una nueva llamada quebrantó la paz de María Olivia:
–Lamentamos decirle que a su esposo lo mataron…
Esa noche mataron al hombre que amaba, al padre de sus dos hijos, Roger y Carol, al cantante aficionado que la enamoró con canciones románticas y que en alguna ocasión compartió tarima con Billy Pontoni.
“Fue algo muy duro. Estábamos muy felices. Sí soñábamos con que la muerte nos separara pero no así tan horrible”, dice.
Ernesto y María Olivia se habían conocido en el barrio 20 de julio de Bogotá en 1972. Ella había llegado a la capital del país buscando mejores oportunidades y vivía con su hermana mayor; él se ganaba la vida en un taller de calzado italiano y vivía en compañía de su madre.
“Yo estaba un día en la puerta, él pasó y a mí me gustó. Después me mandó saludos con un sobrino y empezamos una amistad, primero”, dice.
Así inició su romance, adornado por un época -de las más evocadas en nuestra sociedad- en la cual el romanticismo salía de los libros a cazar parejas y donde las escenas de amor no solo estaban en el cine sino en las calles, en las estaciones de trenes, en los buzones.
“A los días me invitó a Monserrate, recuerdo que fue nuestra primera cita como novios, pero conmigo fue un sobrino porque a mí no me dejaban salir sola. Así pasamos 9 meses de novios hasta que yo le escribí una carta a mis padres pidiéndoles permiso para casarme con él”, dice emocionada.
En aquella época las cartas tardaban hasta 8 días para llegar a su destino y generalmente eran enviadas a través del servicio de correos de Avianca.
“Mi papá vino de Palmira a conocerlo y le cayó muy bien porque mi hermana y mi cuñado le dieron buenas referencias”, dice.
Los padres aceptaron y la boda se dio en la iglesia del 20 de Julio, al sur de Bogotá el 27 de marzo de 1973.
“Quedé embarazada de Roger Marino. Lo bautizamos así porque a mí me gustaba mucho un actor llamado Roger Moore. Los primeros años fueron duros, pero después se puso a trabajar con los camiones y se nos arregló la situación”, comenta.
“Al comienzo pagábamos arriendo. Antes de llegar aquí a La Estancia vivimos en Pijao y Bachué. Pero yo le dije que no quería más esa situación, así que fuimos a conocer las casas. No teníamos para la primera cuotas pero yo hablé con la gerente del proyecto de la urbanización y me dio plazo para pagarle cuotas vencidas. Llevábamos cuatro años de estarla pagando cuando a él lo mataron. Como teníamos un seguro el saldo quedó cancelado”, dice.
Con su muerte el conflicto armado puso fin a 25 años recorriendo las carreteras de Colombia, y aunque fue en el trabajo como trasportador que perdió la vida, María Olivia no olvida las mejores anécdotas de esos viajes.
“Le dábamos la vuelta a Colombia. Era muy chévere todo. Me gustaba ir a Cartagena y me gustaban los paisajes para ir a Ipiales”
En las vacaciones Roger también los acompañaba y no tenían problema con el rigor de los viajes, pues la tractomula en la que Ernesto anduvo más tiempo no era cualquier carro de carga pesada. Era una Peterbilt, con cabina adicional. Fue de los trasportadores afortunados en conducir uno de estos aparatos, ya que, por los costos, la marca no fue muy común Colombia. Eso sí, tenía la misma exclusividad del Roll Roice.
Cuando no podía acompañarlo, Ernesto siempre llevaba a casa algún detalle.
“Me traía plátanos o naranjas de Cajamarca; arequipe de Buga; piononos, si venía de Medellín; hormigas o miel, si iba a Bucaramanga, hasta zapatos me traía de Buenaventura. Era todo un galán conmigo”, cuenta con alegría.
Ernesto solía llamarla ‘mi fierita’ -no precisamente porque fuera malgeniada- sino porque era ella quien estaba al volante del hogar.
“Él me daba la autoridad para que hiciera en la casa lo que había que hacer y respetaba mis decisiones”, comenta.
Cuando en alguna curva de su pensamiento aparece Ernesto, María Olivia hace un gran esfuerzo para no llorar, porque él siempre irradió la casa de sonrisas. Era un hombre divertido y solidario con la gente. También tenía otros atributos:
“Era un papacito, más alto que yo y fornidito. Tenía el pelo largo y muy simpático. Carol se parece mucho a él”
Tras la muerte de Ernesto vinieron tiempos aciagos. La situación económica empeoró y Roger tuvo que dejar las inferiores del Club Deportivo Millonarios, en el cual iniciaba su carrera deportiva.
“Cuando vino lo más duro apenas tenía 16 añitos. –Yo me levanto lo de los diarios– me dijo un día. Y no solo eso, como teníamos un taxi se puso a manejarlo: salía del colegio, almorzaba y se iba a trabajar un rato. Después lo vendimos porque era muy viejo”, dice.
Por si fuera poco, María Olivia luchó contra una luxación de cadera de Carol Angelina, que duró 7 años y debió someterse a cinco cirugías.
“Ya podrá imaginarse, sin plata, sin trabajo, con los niños menores todavía. La hospitalización diaria me costaba 15 mil pesos”, recuerda.
María Olivia no se rindió. Trabajó en el Círculo de Lectores, en casas de familia y, según sus propias palabras ‘como una turca’ para sacar adelante sus hijos.
Y lo logró. Hoy Carol cursa séptimo semestre de la Licenciatura en Artes de la Universidad Distrital y Roger trabaja en una multinacional.
Después de tres años, y llevada por la más profunda desolación, conoció a un hombre con el que intentó formar un nuevo hogar. De este romance nació Evelin, que hoy tiene 16 años. Pero como si el conflicto armado tuviera el acelerador siempre a fondo y la persiguiera, aquel hombre, oriundo también de Santander sufrió un atentado al que sobrevivió y se marchó a España. La distancia y otros factores terminaron separándolos. Él ahora vive en el país ibérico y tiene su propia familia.
Mientras tanto, María Olivia tocaba puertas para salir del país con la ilusión de encontrar un mejor destino, pero no fue posible.
“Quería irme para el Canadá porque mis hijos estaba muy entusiasmados con su estudio y aquí yo veía que cada vez empeoraban las cosas. Pasé los papeles pero no me aceptaron, entonces decidí seguir aquí”, cuenta.
Si en los primeros años su debilidad era el recuerdo de Ernesto, en los más recientes la angustia corría por cuenta de la situación económica y la enfermedad.
“Me enfermé del colon, de la garganta, hasta llegué a tener problemas de respiración. Con todo esto me tuve que retirar de algunos trabajos y empecé con las deudas”
A través de una amiga se acercó al Estado y adelantó los trámites para registrarse como víctima. Después de pasar casi dos décadas entre hospitales, trabajos fugaces y tristezas, amaneció en la carretera de la vida.
“Era un viernes –dice– salí de la casa con cinco mil pesos. Hice mil vueltas hasta llegar a la oficina de la Unidad para las Víctimas. Allí una doctora me dijo que mi carta cheque estaba lista y que ese lunes siguiente recibiría la indemnización”
–Ven el lunes con tus hijitos– dijo la funcionaria
–Claro. ¿Qué debo traer?
–Solo la fotocopia de la cédula ampliada.
Si la conversación con Ernesto la noche del 27 de agosto del 93 fue una pesadilla, esta que sostuvo un viernes de febrero del 2013, era un sueño. O como ella prefiere llamarle: –Un milagro.
“Reclamé el dinero y solo le daba gracias a Dios. Mis hijos tenían deudas, yo tenía una deuda muy grande, afortunadamente pudimos pagar todo”, comenta emocionada.
“El dinero no sana todas las cosas que quedan porque uno cada vez que recuerda se les afloran las lágrimas, pero nos ha ayudado a salir de las crisis y a sentirme nuevamente productiva”, sostiene.
A los pocos días, María Olivia estaba de nuevo en un pupitre recibiendo clases de educación financiera. Estas capacitaciones tienen una filosofía denominada ‘Indemnizaciones transformadoras’ cuya finalidad es señalizar la vía y asegurar el trayecto de las víctimas hacia el nuevo proyecto de vida.
También recibió los primeros talleres de educación financiera en el marco del programa de acompañamiento de la Unidad para las Víctimas, que busca capacitar a los sobrevivientes del conflicto armado en la inversión adecuada de los recursos.“Eso significa que a uno no lo dejan solo ni desprotegido y también es como una voz de aliento”, dice hoy a sus 57 años.
“Con los talleres yo de una vez ‘plantié’ la idea de mi negocio. Me gustan mucho porque nos enseñan cómo invertir la plata”, dice.
Gracias a este acompañamiento y sesiones permanentes de trabajo psicosocial, María Olivia pudo materializar un sueño: montar un negocio dedicado a la comercio de productos de aseo. Y lo logró. Dio vida al ‘Portón del aseo’.
Hoy, en el garaje del barrio La Estancia todo luce bien distribuido. Allí los vecinos pueden adquirir desde una pasta de jabón para ropa hasta poderosos limpia grasas –de los que más se vende– dice.
‘El portón del aseo’ ha tenido algunos virajes comerciales por la demanda de productos para mascotas, dado que en el sector abundan perros y gatos.
“Sé que mi negocio seguirá lleno de bendiciones. Aspiro que llegue hasta el fondo (y señala la sala que está al lado) y darle empleo al menos a una persona del barrio que necesite y quiera salir adelante”, dice.
María Olivia recuperó sus emociones. Suele ir con sus hijos a la laguna de Guatabita donde esparció las cenizas de Ernesto para recordar buenos momentos que hicieron su historia de amor.
Le va bien en el negocio y también en las artes culinarias. “No es por nada pero a mí no me va mal en la cocina. Yo me preparo unas chuletas, unos aborrajados y unos sancochos que ni se imagina”, dice emocionada.
Hoy está más convencida de la necesidad de seguir adelante con su vida. “Mientras yo pueda seguiré yendo a los talleres porque entre todos aportamos un granito de arena. No podemos perder las esperanzas, tenemos que luchar para que este país sea mejor para nuestros hijos y nuestros nietos”, dice.
El portón del aseo abre a las ocho de la mañana y cierra a las siete de la noche todos los días, menos los domingos, que el servicio es hasta mediodía, porque en las tardes va con Evelin a sus enteramientos de salsa o a cine con todos los hijos.
Hoy con 57 años, María Olivia sabe que lo pocas mujeres imaginan, como el ángulo perfecto para tomar una curva con 17 toneladas encima.
“Aprendí a cajear, a usar los frenos de la manera correcta y hasta supe lo que era pasar tres días con sus noches varados en la Línea, una vez que se le partió la trasmisión. Me acuerdo que hacía mucho frío”, comenta.
En un día normal abre el baúl de recuerdos en el que guarda casetes con las baladas que Ernesto le cantaba. Antes de permitirle a la nostalgia sentarse junto a ella, evoca la alegría de las trompetas del Peterbilt descendiendo desde el alto de la Línea. Como dirían los conductores, los recuerdos de su esposo le hacen cambio de luces. Son pequeños chispazos que vienen a decirle que todavía hay un largo camino por recorrer.
Pronto llegarán, Carol, Evelin y Roger. En el segundo piso duerme su nieta. Un cliente la espera detrás de las cortinas de la sala:
–Buenos días, dice detrás del mostrador.
–Deme un litro de quita mancha, doña María. La veo muy contenta, cuente la buena nueva.
–No es nada. Solo que siempre hay tiempo para sonreír.
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