Un mes antes solo se vieron mujeres cabizbajas, desconfiadas y semblantes tristes. Más que sus voces, se escucharon llantos avivados por los relatos de esa agresión en sus cuerpos, que también dejó heridas en sus almas. Ahora se reencuentran en el mismo salón, pero están sonrientes y no se ven solo como víctimas de violencia sexual… Son sobrevivientes con sueños por cumplir.

Las 45 mujeres reunidas en una hacienda campestre en las afueras de Medellín y en un céntrico hotel llegan a su cita de la atención sicosocial. Las paredes de ambos sitios están decoradas con carteleras hechas en las reuniones anteriores sobre las que se dibujaron a sí mismas como las mujeres felices que quieren ser de ahora en adelante. Por eso las figuras femeninas se rodean de palabras con significado para ellas: Fe, familia, Dios, amor, respeto, esperanza, perdón, resistencia, sanación, superación, valentía, felicidad. Y la más paisa: Verraquera.

Son sus valores, que con la orientación de las sicólogas de la Unidad para la Atención y Reparación a Víctimas, ahora ellas identifican como la fuerza para resistir el daño sufrido por el abuso a manos de guerrilleros o paramilitares. Los pintaron el primer día de la entrega de la indemnización económica, un momento de contrastes porque saben que reciben un dinero como consecuencia de un delito atroz durante el conflicto armado.

Pero al descubrir que ni el abuso sexual ni otras violaciones a los derechos humanos sufridas les arrebataron todas sus fuerzas para seguir adelante con sus vidas, ellas lograron que el acto no resulte en la entrega protocolaria de un cheque. En sus manos tienen una indemnización que debe ser reparadora.

Después de la lectura de una carta en la que el Gobierno reconoce que “nunca debieron sufrir lo ocurrido y que el Estado falló por acción u omisión para protegerlas”, una por una es llamada por su nombre para recibir la carta-cheque delante de todas. Algunas sonríen, otras detienen sus lágrimas y sí, algunas las secan de sus rostros.

Del llanto del primer día, cuando apenas se conocieron y solo algunas se abrieron a contar las historias del abuso sexual que sufrieron, algunas de ellas siendo menores de edad, cambiaron a las sonrisas y miradas con esperanza. El acto termina en abrazos entre las mujeres que ya no se sienten extrañas entre sí. Cada una regresa a sus municipios y la próxima vez que se vean, pocos días después, será para cerrar esta experiencia de recuperación emocional.

Los sueños reparadores

El día de cierre de la atención sicosocial es soleado y relucen más los colores de la naturaleza que rodean la hacienda campestre. Es buen tiempo para divertirse, el grupo hace una ronda, se cogen de las manos para jugar al gato y al ratón. Después de tanto sufrimiento vuelven a sonreír.

De regreso al salón escuchan la orientación sobre la adecuada inversión de la indemnización y la ruta de reparación que pueden seguir. Luego llega la hora de conocer los proyectos que planean emprender para una vida mejor.

El ejercicio es plasmarlos con trazos de colores sobre el papel blanco. Para unas son nuevos sueños y para otras, en cambio, los proyectos de vida que quedaron frustrados por la violencia sexual. Decir que son malas dibujantes no sirve de excusa, aquí solo vale lo que han aprendido para soñar con lo posible.

Entonces se ponen manos a la obra. Edna pinta un restaurante porque se considera “buena cocinera” y Clara dice que es una mala dibujante, pero está convencida que quiere tener una fundación “para ayudar a la gente y a otras víctimas a salir adelante como nosotras”.

Muy cerca, en otra mesa, María también delinea una finca adornada con flores, al frente cuatro personas cerca de un lago para la cría de peces. La llama la “casa de mis sueños” y escribe su deseo en ese papel: “También quiero mi negocio para poder lograr este sueño al lado de mis hijos y mis nietos”.

Y Judy, que viajó tres horas desde una alejada vereda del municipio de Argelia, quiere pasar la página de esa época de violencia que la victimizó a finales de los años noventa, cuando los frentes 47 y 9 de las Farc se apoderaron del Oriente antioqueño a sangre y fuego.

Las tomas guerrilleras a los pueblos se repetían una tras otra, los secuestros y las “pescas milagrosas” en las carreteras infundían el terror. La Fuerza Pública tenía escasa presencia y poblaciones como Argelia no tenían Policía porque la habían desplazado a fuerza de balas y bombas. De hecho, no había autoridad y los insurgentes se paseaban por las calles e imponían su “justicia”.

Luego llegaron los grupos paramilitares y el conflicto se agudizó. Las personas eran asesinadas a diario o eran llevadas por ambos bandos con rumbo al monte para nunca regresar. Los niños eran sacados de sus casas, asediados en las escuelas o seducidos con ofertas de dinero para robar su inocencia con la promesa del poder impuesto por las armas.


La guerrilla asesinó a su hermano. Y quería reclutar a su hijo. Judy no quiso entregarlo y en retaliación sufrió el abuso sexual. Como si ya no fuera bastante el sufrimiento, siguió el desplazamiento forzado.

Más de una década después de esa violación, el hogar que retrata ahora a todo color tiene la casa campesina típica rodeada de jardines, árboles, huertas y animales. Cuenta que con el dinero comprará vacas y marranos para rehacer su vida en el campo.

Cuando las sicólogas les piden que muestren los dibujos terminados, la mujer se siente fortalecida. “Como personas renovadas que salen a la luz. Yo vivía llena de miedos porque uno queda ‘sicosiada’ y cree que se va a quedar así siempre… Ahora se nos abren nuevos caminos y hay que salir adelante por nuestras familias”.

En cambio Ana no desea regresar a San Carlos, su municipio natal, tambié en el Oriente antioqueño. Hace 16 años era una adolescente que vivía sin temores en un pueblo tranquilo, hasta entonces. Recuerda que era buena estudiante y junto a sus hermanos vivían en la finca de sus padres.

Esa tranquilidad desapareció y se volvió en su contra al desatarse el enfrentamiento entre la guerrilla y los paramilitares en la región. No olvida que era de noche cuando “llegaron varios hombres armados que dijeron ser guerrilleros y cuando salimos a ver nos encañonaron a todos… de ahí nos llevaron a la casa y a mis papas los encerraron en un baño”.

Lo que ocurrió esa triste noche la convirtió en una de las miles de víctimas del delito en contra de la mujer que se extendió por Colombia como arma de guerra para infundir terror a medida que se degradaron los actores del conflicto armado. Fue ese mismo terror que Ana sintió con apenas 13 años: “Me llevaron obligada a otra casa, a un cuarto a oscuras y allí durante toda esa noche y hasta el amanecer siguiente ellos abusaron de mi… tres veces”.

Su relato, hasta ahora fluido, se corta la mirada se desvía cuando se le humedecen los ojos recordando que no pudo ver a sus victimarios. “Ellos estaban encapuchados y me ponían una linterna en el rostro que me encandilaba”.

A la mañana siguiente, cuando los desconocidos se marcharon y la familia se reunió tras la incursión, se dieron cuenta de que las víctimas habían sido las dos jóvenes. “Mi hermana era un poco mayor, tenía 15 años”, cuenta Ana.


Ella dice no quiere regresar a San Carlos por “los malos recuerdos”, aunque sabe que “ahora lo tienen muy bonito y la gente vive tranquila”.

Olvidar es imposible. Pero está decidida a dejar esa cruel experiencia en el pasado y vivir su vida sin miedos ni odios. Se casó, tiene hijos “y no quiero que lo malo que me pasó me detenga para salir adelante con mi familia ahora que tengo mucha esperanza y que vuelvo a ser feliz”. Y así lo refleja su dibujo final. Ella aparece sonriente, con su cabello largo suelto en un día soleado y rodeada de flores en la casa propia que quiere construir.

Para muchas de ellas, como en el caso de Judy y Ana, a la violación le siguió el desplazamiento forzado. Por eso comparten el deseo de recuperar su vida en el campo y lo reflejan pintando verdes campos, fincas rodeadas de flores, cultivos en tierra fértil y animales. También hay planes de casa propia y estudios profesionales.

Sin saberlo, estas mujeres se han dado apoyo mutuo cuando muchas creían que eran las únicas que afrontaban el peso de ser víctimas de violencia sexual. Varias han estrechado lazos de amistad. Es la experiencia que relata Sandra al recordar que “aquí llegamos prevenidas y desconfiadas, casi nadie hablaba… Luego con las historias todas gritamos y lloramos”.

Ahora hace una pausa, respira profundo y sus ojos se humedecen al recordar que “a quienes nos pasó esto creemos que uno es la única con este sufrimiento y ahora sabemos que pasamos por algo muy duro, pero yo entendí que somos muy verracas”. Mira a su alrededor a las demás mujeres y sonríe al señalar que “muchas llegaron con su autoestima muy bajita y con miedos, pero tenemos que superarnos”.

Cristina Hoyos, una de la sicólogas se abraza con ellas y explica el significado reparador de que hayan aprendido a “reconocer que fueron víctimas y no sentirse culpables o avergonzadas porque si algo daña la violencia sexual es la autoestima. Y ellas ahora reconocen que tienen habilidades para seguir adelante y son conscientes de los actos heroicos que tuvieron que hacer para sobrevivir, aun cuando muchas sufrieron estigmatización o hasta el abandono de sus parejas luego de sufrir la violación”. Incluso, las que con valor se convirtieron en madres como consecuencia de la violencia sexual.

Ana, Judy, Edna, María, Sandra y todas las demás son parte de la cifra infame de 10.042 víctimas de la violencia sexual (8.896 son mujeres) durante el conflicto armado, quienes decidieron no esconderse más y denunciar para ser incluidas en el Registro Único de Víctimas en busca de reparación. Ahora son parte del grupo de casi 4 mil mujeres reparadas en Colombia (808 en Antioquia) por este delito con recursos por casi 15 mil millones de pesos.

Ellas se sanan de sus heridas. No olvidan. Pero ya no se presentan con miradas esquivas donde solo se veía tristeza, ni se sientan con brazos cruzados y los pies recogidos como escondiéndose. Ahora se ven fuertes como una de ellas las pintó y describió en su dibujo al compararlas con palmeras, esas que se doblan con los fuertes vientos, pero no quiebran.

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