Ay, vas a comer moros y cristianos– le dijo Sonia, guerrillera de las Farc, con sonrisa de anfitriona, al verla aparecer en la inmensa mesa que compartía tan solo con Marcos Calarcá.

–No señora, esto es arroz congrí– respondió Martha Luz Amorocho, víctima del atentado al Club El Nogal, aderezando con picardía la amabilidad con la que fue acogida en la última cena que tuvo la tercera delegación de víctimas, durante su participación en los diálogos de paz de La Habana.

Aunque el verdadero objetivo de la disputa era relajar la tensión propia del momento en que víctima y victimario se encontraban frente a frente de manera informal, un tercero apareció para resolver la duda. El mesero, un mulato habanero, le dio la razón a Martha Luz, confirmando que la diferencia estaba en el color de los fríjoles: colorados para el arroz congrí y negros para los moros y cristianos.

Sin embargo, entre ellas aún había un asunto pendiente más difícil de abordar que refleja lo que Martha Luz llama “una historia demasiado larga y arraigada de 150 años de sangre” . Dos horas antes, durante los quince minutos que duró su intervención ante un auditorio poblado por los protagonistas de los diálogos de paz, que guardaba silencio solemne, Amorocho había dicho, al exponer su opinión sobre los hechos ocurridos el 7 de febrero de 2003 en El Nogal. “¿Por qué escogen personas como nosotros para hacer lo que hacen? ¿Para qué les sirvió la muerte de mi hijo? La verdad es imprescindible…”.


La tensión siguió diluyéndose en el aroma y el sabor del arroz congrí compartido por quienes parecían destinados a ser enemigos siempre.

Tras un silencio prudente de los tres, Marcos Calarcá, vocero de las Farc, a pesar de haberse mostrado más duro ante la recién llegada que probablemente lo había confrontado con la contudencia de un mensaje que solo pretendía “sembrar el cambio de conciencia que necesitamos”, preguntó por Juan Carlos Ujueta, el hijo sobreviviente de la onda explosiva de 200 kilógramos de C4 que dejó 36 muertos, entre ellos Alejandro, su hermano menor, y más de 200 heridos en el Club El Nogal el 7 de febrero de 2003.

A cada pregunta que hacía el jefe guerrillero, Martha Luz respondía evocando alguna idea ¿Para qué les sirvió la muerte de mi hijo? La verdad es imprescindible… ¿Por qué escogen personas como nosotros para hacer lo que hacen? de su mensaje público. “Yo solo le decía ‘por eso dije eso, por eso dije aquello’. Después ellos dos se fueron y vino Pablo Catatumbo, del secretariado de las Farc, con el objetivo de hablar conmigo y preguntarme también por mi hijo Juan Carlos”.

Las respuestas no cambiaron. “Sin verdad no puede haber justicia, sin verdad no puede haber reparación, sin verdad no puede haber recoci- liación y sin verdad no puede haber garantía de no repetición”, había dicho al auditorio y, palabras más, palabras menos, ahora repetía la dosis ante otro de los líderes de las Farc en un encuentro personal.

La confrontación a los actores armados del conflicto había empezado muy temprano esa mañana y la serenidad con la que ella respondía era el cierre de la visita de la tercera delegación de víctimas. Antes de las intervenciones de los doce participantes, se celebró un acto simbólico en el que expresaron un punto de vista colectivo que cuestionaba métodos y efectos de la guerra y sembraba esperanza de reconciliación.

Martha Luz entró al amplio salón, donde se busca ponerle fin al conflicto colombiano, con un mapa del país en las manos. Tras de ella, entró María Victoria Luí, víctima de los paramilitares, lanzando pétalos sobre el dibujo que representaba la tierra de 46 millones de personas que añoran el fin de la barbarie.

“La muerte me escribió una carta/ y ahí la tengo/ la he leído tantas veces/ y esta guerra no la entiendo…”, cantaba María Victoria con la cadencia de las voces del Pacífico, parafraseando un canción popular de su tierra. Al final, Erika, “una negra espectacular y querídisima de 18 años”, entregó a los países garantes un cofre donde el grupo de había guardado hojas con sus deseos más profundos escritos.

Juan Carlos

La primera palabra que dijo Juan Carlos Ujueta, tras las semanas posteriores al atentado, fue gelatina. Él se lo atribuye al hecho de que con ese plato debutó en la cocina, a los cinco años. Su mamá recuerda que usaba la licuadora en la tarea.

“¿Puedo tirármelas de sicólogo sin que lo sea? La memoria no se pierde, lo que se pierde es la capacidad de extraer la información que sigue estando ahí. Cuando uno vuelve a ser bebé, que fue lo que me pasó a mí, no se preocupa de la inflación ni del presidente, sino de comer y tener abrigo, es apenas normal”, comenta Juan Carlos, quien ese día dio un paso gigante en su propósito de recordar quién era.

La milagrosa recuperación del mayor de los Ujueta Amorocho, quien estuvo catorce días en un coma profundo en el que no podía escuchar la sentencia médica de que estaría toda la vida tirado en una cama sin poder ver por sí mismo, empezó tras la detonación que llevó la guerra al corazón de la clase empresarial colombiana.

Su padre, Francisco Ujueta, recuerda: “El director de cuidados intensivos del hospital me dijo: ‘acostumbrése a ver a su hijo tal como está porque así va a quedar’. Fue un impacto muy fuerte, le decía a Dios ‘si usted me quita a Juan Carlos los dos vamos a tener problemas”. Hoy, 12 años después de uno de los 16 atentados terroristas que hubo en el país en el 2003 y que dejaron 88 muertos, según estadísticas del Centro de Memoria Histórica, el papá de los Ujueta Amorocho ha sanado de la mano de los favores recibidos de Dios, que los llevaron a tomar la decisión de perdonar el terror y abrir las puertas de su historia a cualquiera que pueda verse beneficiado con ella en su camino personal de sanación.


“Hemos recibido muchas bendiciones y hasta el día de hoy sigue uno madurando. Soy un hombre espiritual, que sin caer en fanatismos, ha ido aprendiendo a ser más sensible al dolor de los demás y también a reconocer que la historia personal puede cambiar 360 grados en un segundo”.

El camino de la familia está poblado de lo que los seres humanos solemos llamar ángeles. Francisco Garrido Briner, quien entonces era un joven médico de 25 años, fue el primero de la extensa lista. Al recibir el cuerpo hinchado y herido de Juan Carlos decidió entubarlo y ahí arrancó el largo “regreso a la vida” del joven.

Ese hecho fue el primero de una cascada de milagros que hoy tienen a la familia unida, libre del dolor de la pérdida de uno de sus miembros y disfrutando la llegada de María Antonia, hija de Juan Carlos y su esposa Juliana Arango, quien nació prematura hace poco más de un mes y ya superó el momento crítico que afrontan los bebés que llegan al mundo antes de lo esperado. “No puedo creer lo sana que está, a esta niña no le duele una muela”, dice Eduardo Estrada, uno de los pediatras que ha acompañado la llegada de María Antonia al mundo.

“Si a Juan Carlos lo llevan a cualquier otro lugar, lo hubieran dejado morir. El Militar es un hospital de guerra y allí son especialistas en atender ese tipo de heridos. Eso lo decidió el de arriba”, comenta Martha Luz, quien desde ese día se acostumbró a leer las bendiciones camufladas en medio de la tragedia de una madre que, de un día para otro, perdió un hijo de 20 años y tuvo que recibir al otro, de 22 años, en las condiciones de un bebé al que había que alimentar, bañar, llevar al baño y enseñar a desempeñarse en la vida cotidiana.

El segundo ángel fue María Eugenia Micán, prima de Martha Luz, quien trabajaba en el Hospital Militar. “Yo tuve todas las facilidades para acompañar a mi hijo esos días, podía usar la oficina de mi prima y ella hizo hasta lo imposible para que él estuviera bien”, recuerda Martha Luz.

Ximena Abondano, otra prima de la familia Micán, había estudiado derecho con un hijo de Eduardo Durán, neurólogo del Hospital Militar. Aunque al médico no le correspondía tratar a Juan Carlos, pidió autorización para hacerlo y su decisión de llevarlo a la cámara hiperbárica fue clave en su regreso a la realidad.

Dos semanas después sucedió otro milagro. “A los doce días me preguntan si autorizo una traqueostomía porque Juan Carlos no vuelve del coma. Yo les pregunto a médicos amigos y su respuesta es que no hay otra opción, pero el día en que la van a realizar llega un grupo de soldados heridos y no pueden hacer la operación”, recuerda Martha Luz.

Esa vez la guerra jugó a su favor: las heridas de otros le dieron tiempo a su hijo de regresar del vacío en el que estaba. Horas después, Juan Carlos respiró y salió del coma. “Esa noche, una amiga reikista, Estela Naranjo, llegó con un maestro que dice que hay que cerrarle los chacras a Juan Carlos y lo hacen. Mientras tanto, mi marido está con un yogui que le dice que donde se cierran puertas se abren ventanas y que nuestro hijo va a estar bien”.

Los milagros liberan a los beneficiados de la idea de saber de dónde vienen, pero también ayudan a desarrollar el músculo de la gratitud con aquellos que ayudan a aligerar las cargas propias. Lucía Uribe, una compañera en la carrera de ingeniería electrónica en la Universidad Javeriana, también fue elegida por el destino para cumplir un rol clave y ocupa un lugar de honor en las memorias de los Ujueta Amorocho.

“Desde la primera semana de clase conformamos un grupo de estudio con otro compañero, Marco Andrés Castro. Éramos muy unidos. Yo soy de Barrancabermeja y de alguna manera su familia me adoptó. Yo iba a su casa a estudiar y me quedaba ahí, sus papás para mí fueron muy importantes y me acogieron en su hogar”, dice al recordar los primeros días de amistad.

Cuando Lucía se enteró de que Juan Carlos estaba en cuidados intensivos salió corriendo para el hospital. No había hablado con él en los últimos cinco meses por una “bobada”: no la había llamado a felicitarla el día de su cumpleaños y se había enojado ante el reclamo de ella. “En todos los huecos que tenía entre las clases, aprovechaba y me iba para el hospital. Todo el mundo me conocía porque me la pasaba allá. Íbamos con Marco Andrés y la dinámica era hablar de nosotros y compartir los recuerdos chistosos”.

Neidy Rodríguez, una enfermera que por esos días tenía varios meses de embarazo, llegó a poner el orden que el profundo dolor de los padres no atinaba a encontrar. Ella les ayudó a entender, sobre todo a Francisco, que sobreproteger a su hijo no era ayudarlo.

–Usted es capaz de ponerse los zapatos solito, hágame el favor y se los pone ya– le decía al joven para que se animara a ajustarse los botines de boxeador que hacían parte de su terapia de recuperación.

–Y usted, por favor, quítese de ahí– le pedía a Francisco mientras él pensaba “se va a caer, se va a estrellar” y tenía que contenerse para no intervenir y facilitarle las cosas a su hijo mayor.

No se cayó. “Era solo miedo en mi mente”, confiesa Francisco. Por el contrario se paró –paso a paso–, volvió a andar, se graduó, recibió el título honoris causa en animación, que LaSalle Collegue le dio a su hermano haciendo en Hemos recibido muchas bendiciones y hasta el día de hoy sigue uno madurando. Soy un hombre espiritual, que sin caer en fanatismos, ha ido aprendiendo a ser más sensible al dolor de los demás y también a reconocer que la historia personal puede cambiar 360 grados en un segundo el estrado una mueca igual a las que él hacía para sacudirse el peso de la solemnidad, se enamoró de Juliana y tuvo a María Antonia, la evidencia de que siempre el amor es más fuerte.

Un sacerdote jesuita amigo de la familia es otro eslabón de la interminable cadena de favores divinos. El religioso quedó huérfano a los cinco años de edad, pasó por el seminario y después decidió conformar una familia en la que nacieron dos hijos, que habrían de morir, junto a su madre, en un accidente aéreo en en Estados Unidos.


“Él vive tres años de trasegar hasta que llega a un leprocomio en Europa por dos meses y se queda tres años. Allí entiende que lo que está buscando es a Dios y vuelve con los jesuitas”, recuerda Martha Luz.

El jesuita celebró durante un par de años eucaristías en el apartamento (viven a dos cuadras del Club desde hace 32 años) de los Ujueta con Martha Luz, su esposo y su hijo. “En esas celebraciones, él no manejaba un evangelio específico, sino una parábola que nos ayudara a edificar nuestras vidas ese día”. Allí, coinciden los Ujueta Amorocho, la mayor enseñanza fue que “vinimos a dejar el mundo mejor de lo que lo encontramos”.

Otro jesuita que se cruzó en el camino de sanación de la familia fue Gustavo Baena. “¿Su hijo necesita una misa? Él no necesita nada de nosotros. Yo le doy la misa porque es mi trabajo, pero a él no le sirve de nada eso en su evolución, mejor pídale por ustedes. Si usted lo viera y le dijera si quiere regresar el le diría: ‘papá yo no me devuelvo, te espero acá mejor’”, le dijo a Francisco cuando él fue a pedirle una eucaristía para conmemorar los seis meses de la muerte de su hijo.

Ese día, cree Francisco, perdió diez kilos del peso emocional que estaba arrastrando. Se hicieron amigos y cada vez que viaja a Medellín se reúnen y reflexionan acerca de temas espirituales.

Amorocho Micán

“Hoy soy Martha Luz Amorocho Micán y ya les voy a contar por qué hoy no soy solamente de Ujueta. Quiero recordarles que la violencia en Colombia lleva mucho más de 50 años. Soy Amorocho y hace más de 120 años, en el Socorro (Santander), mi abuelo de siete años, en un episodio violento de la época, vio asesinar a su papá, su mamá y cinco personas más…”, dijo Martha Luz al arrancar su intervención en La Habana.

Las peripecias del huérfano están narradas en un diario titulado “¿Por qué abrace la causa liberal?”, del que Martha Luz guarda las tapas forradas y una de sus hermanas las hojas escritas, pero las enseñanzas morales y éticas fueron transmitidas oralmente a sus hijos y nietos.

Dios es una presencia en la vida de Martha Luz desde sus primeros días de infancia. Su madre Zilia era una católica convencida y su padre Rafael Antonio un hombre que se dejaba conmover por los prodigios sencillos de la vida. “Él se paraba en una montaña, en el mar y decía ‘Dios está aquí, cómo se les ocurre encerrarlo en una Iglesia’”, explica ella al recordar la época en que empezó a entender que “Dios es perfecto”, una lección que le ha ayudado a atravesar las tormentas y que comparte con todo aquel que esté dispuesto a escucharla.

La violencia que padeció su abuelo nunca fue obstáculo para que su descendencia se decidiera por la construcción de un país donde el respeto al otro fuera un principio inquebrantable. Años después del asesinato de sus padres, vagando por diferentes lugares del país, sin que las memorias de esos días sean precisas entre sus herederos, el huérfano habría de enrrolarse en el ejército para luego pedir la baja y casarse, a la tardía edad de 42 años.

“Fieles a sus raíces, estudian, trabajan, salen adelante, y una de sus hijas fue mi mamá. Estas dos víctimas forman una nueva familia basada en principios de amor y respeto porque como dije, la vida es de decisiones. Tienen unos hijos honestos, trabajadores decentes y yo soy una de ellos. Ahora soy de Ujueta, formamos una nueva familia también honesta y comprometida. Respetamos las leyes, trabajamos por el país, generamos empleo, en fin, somos decentes y volvemos a ser víctimas”, dijo Martha Luz en La Habana al conectar su camino en el conflicto armado con el de sus ancestros.


La historia de los Micán, aunque menos dramática que la del huérfano, también tiene tintes violentos. En los años cincuenta, la familia debió dejar sus posesiones en Une (Cundinamarca) ante las amenazas de muerte de los conservadores del pueblo, en el que se habían encargado de abrir escuelas, hospitales y fuentes de trabajo para sus vecinos.

“Soy una mujer de fe. Me siento bendecida y mi ejemplo es la Virgen. Me enseñaron que lo importante no es el por qué de lo que pasa, sino el para qué y después de recibir tantas bendiciones para Juan Carlos, la pregunta es ‘¿para qué Dios me lo devolvió?’ La respuesta es para poner un grano de arena en la reconstrucción de este país tan convulsionado. Esa es mi manera de agradecer y de dejar el mundo mejor de lo que lo encontré”, dijo sobre el final de su intervención en La Habana, demostrando que el pasado de violencia familiar tuvo un quiebre tras el atentado, la muerte de Alejandro y la prodigiosa recuperación de su hermano Juan Carlos.

Días después de su viaje a La Habana, Martha Luz recibió un corrientazo de perdón más intenso. Por esos días, según la Gran Encuesta, el 53 por ciento de los colombianos se mostraba optimista con el proceso de paz y el 55 por ciento lo apoyaba. En ese ambiente de reconciliación, el 26 de noviembre de 2014, durante el IV Congreso de Responsabilidad Social, Paz y Reconciliación en los Territorios, Regis Ortiz, un guerrillero desmovilizado de las Farc, dijo que quería pedirle perdón después de oírla contar esa historia cuyo “impacto se va diluyendo” cada vez que es evocada.

“¿Estarías dispuesta a que un desmovilizado te pida perdón publicamente?”, le preguntó la directora de la Fundación El Nogal. Ella, una vez más, dijo sí sin titubear. De inmediato, la llevaron a un salón en el que, con apenas cinco testigos, abrazó a Ortiz.

El contacto habría de repetirse luego en un auditorio abarrotado. Sin embargo, lo que solo quedó registrado en la memoria de ellos dos fue el apretón de manos eléctrico que se dieron en el sofá, que compartían con el padre Darío Echeverry, mientras los presentaban. “Es un momento sumamente fuerte porque es la primera vez que no levanto la cara mientras me hablan. Hay un instante en que él estira su mano y yo la mía y nos tomamos de la mano en ese gesto tan simple y humano de unirse para salir adelante”, recuerda ella de los momentos previos al abrazo público en el lugar donde uno de sus hijos murió y el otro quedó gravemente herido.

Alejandro

Alejandro Ujueta recibió esa fría noche del viernes 7 de febrero de 2003 una llamada de su hermano, Juan Carlos, quien estaba en una clase de ajedrez junto a su novia Claudia. Lo invitaba a recogerlos y a comer una hambur-guesa en el Club El Nogal. También a su papá, quien no quiso ir.

Habían terminado de ver una película empiyamados en familia minutos atrás, así que el joven se vistió y salió a buscar a su hermano. Nunca se encontraron. La bomba debió estallar muy cerca de él y de su carro. “Jamás me pregunté eso, no me parece relevante”, dice Martha Luz, quien no tiene detalles del atentado en sus recuerdos.

Quedó una billetera, “con un billete de cinco mil pesos dobladito, la cédula y algunos papeles”, que Francisco conservó celosamente hasta que entendió que podía comunicarse con su hijo cuando lo quisiera. “Yo habló con él y le pido ayuda; por ejemplo para que no se me salte la piedra en una reunión y pasa algo que me salva. Yo no digo que él me responde o que lo veo, solo que yo le hablo cuando quiero”.

Cada uno de sus familiares tiene una forma propia de recordarlo y de comunicarse con su memoria. Juan Carlos, a pesar de que vivió episodios de agresividad al enterarse de la muerte de su hermano, en los que trataba de jalarle el pelo o clavarle las uñas a quien se le acercara, nunca habló de él. Años después, su padre le preguntaría el motivo. “¿Para qué te iba a preguntar por él si siempre ha estado a mi lado?”, fue la certera respuesta.

Juan Carlos nunca sintió culpa por haber hecho la llamada que llevó a su hermano a su cita con la muerte. “Me imagino que hay gente que piensa así, pero a mí eso no me genera sentimientos positivos ni negativos. Era algo que tenía que pasar, no dependía de mí y no había forma de evitarlo”.

Martha Luz escarbando con paciencia en sus recuerdos, va encontrando joyas que revelan a su hijo como un ser noble. “Recuerdo que disfrutaban mucho apoyando la recreación de los niños en un jardín infantil de la familia. Les enseñaban karate, enfatizando en que la mejor forma de ataque es defenderse. Alejandro hacía magia (su papá le compraba los kits en el Hotel Montecarlo de Las Vegas) y Juan era su maestro de ceremonia. Cuando les avisaron a los niños del atentado en el club decían: ‘¿se murió el mago y el presentador está grave?’ No podían creerlo”.

El desapego es otra faceta que aparece en las memorias que Martha Luz tiene de su hijo. Alejandro tuvo un hámster, Rodny, al que paseaba. Cuando él no podía, su hermano lo reemplazaba. Una vez llegó a darle el paseo y lo encontró muerto. Limpió la jaula, organizó todo y salió para la casa con el hámster entre una bolsa para entregárselo a Alejandro. Cuando se encontraron y se lo entregó, él solo dijo: “ah! gracias hermanito” y lo tiró a la basura.

El amor y la devoción de sus padres se repartió entre el dolor por su muerte y la esperanza en la recuperación de su hermano. Martha Luz y Francisco tuvieron que hacer el duelo en una funeraria, como todos los seres humanos, pero también en una sala de cuidados intensivos de un hospital, donde el destino de su otro hijo era incertidumbre pura.

“Ingresamos dos personas en compañía de un funcionario de la marina a cuidados intensivos. Había ocho personas, en la cama seis, ‘sin identificación y de unos 52 años’, estaba Juan Carlos con un rótulo de ‘NN’. Cuando corrieron la cortina, inmediatamente lo identifiqué por los pies y los brazos; me impresioné al verle el color del rostro, pero de inmediato me comunique con el papá”, recuerda Alcira Oyuela, quien aún es asistente de Francisco, como lo era en las horas de las brigadas familiares que patrullaron hospitales y clínicas de la ciudad en busca de los dos hermanos.

“Me retiré de ese piso porque tenía la esperanza de encontrarlo, en el departamento de rayos X por fotos en las que había visto un joven muy parecido; al bajar y verificar personalmente me encontré con la sorpresa de que no era él”.


En ese momento, Alejandro ya estaba muerto y la mayoría de la familia lo sabía desde las primeras horas de la mañana, pero habían acordado mantenerlo en secreto hasta saber de la suerte de Juan Carlos como una forma de proteger emocional y mentalmente a sus padres.

Al llegar al hospital, Martha Luz entró a ver a su hijo. De repente se detuvo, retrocedió unos pasos y respiró profundamente antes de acercarse de nuevo al cuerpo herido. En el único lugar limpio que tenía, en su frente, le estampó un beso, antes de decirle: “hola hijo, qué dicha que te encontramos, has todo lo que te digan porque todo te va ayudar”.

Luego salió de la sala de cuidados intensivos y se acercó a su amigo Eduardo Reina, quien había logrado averiguar que el estado de Juan Carlos era estable. “En ese momento no sabía que eso significaba que él podía quedar así para toda su vida, así que me tranquilicé y regresé y le dije “ nos vamos a buscar a tu hermanito”.

En las escaleras de salida del Hospital Militar, Francisco recibió la noticia de la muerte de su hijo menor. “Nunca tuve la opción de derrumbarme, no tenía tiempo ni energía para desperdiciar cuando en el otro lado mi otro hijo era una esperanza de vida”, dice Martha Luz, quien desde entonces fue llamada por algunos de sus familiares “mujer de hierro”.

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