Necesito hablar con usted, soy Gladys Guarín y quiero saber por que va a matar a papá–, le dijo la mujer de 20 años a Cacique, jefe paramilitar, en la discoteca Paso Fino de Pailitas (Cesar).

– Porque me pasaron un informe y a ese señor hay que matarlo–, respondió el hombre mientras le daba vueltas a su revólver con el dedo índice como si la vida

–Pero antes de matarlo tiene que averiguar, usted no va a matarlo por matarlo, nos tiene que decir por qué–.

–¿Y usted quién es? –, preguntó Cacique.

–Pues yo soy la hija y necesito saber la verdad–, dijo Gladys, sin dejarse intimidar, con el propósito de proteger a Cristo Humberto Guarín, su padre.

El día anterior, los paramilitares habían estado preguntando por el viejo en casa de su hermana Olidys. Ella le mandó razón a la parcela donde él trabajaba de sol a sol y el hombre no tuvo otro remedio que esconderse entre los montes que conocía como la palma de su mano.

“Yo le dije a mi hermana, que estaba embarazada de Mariana, la niña que hoy tiene ya catorce años, vamos a hablar con el comandante. Ella me dijo que no, pero yo insistí, le dije vamos, a ti qué te van a hacer, tu estás embarazada”.

Olidys se puso a llorar y Gladys aprovechó su vulnerabilidad para llevarla de la mano por el pueblo hacia la discoteca Paso Fino. En el camino hacia la incertidumbre, la gente las miraba y se preguntaba por qué estaban haciendo algo que las podía conducir a la muerte. “Estas mañana amanecen listas” alcanzaron a repetir algunos como lo hacían cada vez que alguien se dirigía hacia el horror de una cita con los hombres que cultivaban terror a punta de plomo, motosierra e indolencia.

A Cristo Guarín, uno más entre tantos colombianos inocentes y perseguidos, lo tenían entre ojos por un lío de tierras. “El señor que le vendió la finca a papá ya había vendido un pedazo antes a otra persona. Mi papá estaba pagando impuestos por la tierra, pero le decían que tenía que darle los papeles de la tierra a ese otro señor”, recuerda Olidys.

Cacique, con ínfulas salomónicas, convocó un careo para el día siguiente en casa de los Guarín. Allá llegó, muy puntual, y con actitud de abogado litigante empezó a desmenuzar los documentos, que las hermanas Guarín conservan con reverencia porque, según ellas, le salvaron la vida a su padre.

–Vea, yo tengo todo esos papeles en la casa, mi papá es inocente–, le había advertido Gladys a Cacique antes de despedirse en Paso Fino.

–Bueno, entonces mañana llego a las 8 de la mañana a su casa, pero me tienen al señor también–, había contestado el hombre.

–¿Y qué nos garantiza que usted no lo va a matar ahí mismo? –, había preguntado Gladys.

–Allá hablamos o acaso usted va a ser mas creíble que yo–, la había increpado Cacique.

–Pero es que yo no creo en usted–, había sido la respuesta arrojada de la joven.

El final no fue feliz, pero Cristo Guarín aún vive. Ese día debió pagarle 600 mil pesos (los ahorros de su esposa para el segundo semestre de ingeniería ambiental de su hija Gladys) a Cacique. Además, tuvo que abandonar sus paredes de bareque, su fértil tierra verde, sus humildes posesiones, sus animales, su mundo de honrado y digno trabajo campesino para volver a empezar de cero.

“A raíz de eso mi familia se desintegró. Yo empecé a dar vueltas y vueltas y me conseguí un lotecito en Riohacha y allá llegó mi papá. Ahí paramos un ranchito de barro entre los dos nada más”, evoca Gladys mientras sus ojos adquieren un brillo de orgullo felino.


"Estas mañana amanecen listas alcanzaron a repetir algunos como lo hacían cada vez que alguien se dirigía hacia el horror de una cita con los hombres que cultivaban terror a punta de plomo, motosierra e indolencia."

Pantaneras y motosierras

Nací el 24 de febrero de 1980, en Pailitas.

En el Cesar empezamos a ver un conflicto fuerte desde el año 1997.

La violencia nos ha venido golpeando desde entonces. En esa época yo estaba estudiando noveno en el Colegio Agropecuario. Mi padre, Cristo Humberto Guarín, tenía una finca de café de 180 hectáreas en la vereda de San Isidro. Ahí estábamos lo que era toda la familia. Mi mamá, Olivia Pérez, y mis seis hermanos, Wilson, Cristo, Olidys, Melquis, Edison y Christian.

A raíz de que tuvimos problemas en el pueblo con los grupos al margen de la ley, mi papá nos llevó para la finca cuando yo tenía seis años de edad. Allá hice lo que fue la primaria, en la Escuela Nueva San Isidro.

Cuando estábamos allá en esa escuela, nos llegaba lo que era la guerrilla. Era el ELN decíamos nosotros porque era el grupo que más se veía en la zona. Nos formaban y nos ponían a cantar himnos de ellos. Le exigían a los profesores que el otro año cuando ellos regresaran no querían encontrar a los mismos niños ahí.

Antes me acordaba del himno, pero son cosas que uno olvida porque no hacen parte de uno. ¿Si me entiende? Imagínese si ellos aparecían teníamos que cantarlo, así que uno se lo aprendía de memoria. “Somos el Ejército de Liberación Nacional…”, algo así.

Nos exigían demasiado. Se llevaron a una prima de 13 años, Nancy, y nunca la volvieron a entregar. Cuentan –porque usted sabe que yo estaba muy niña–, lo que uno escuchaba era que llegaron y se la llevaron, pero eso fue las FARC porque allá hacían presencia los dos grupos. Llegaron a su ranchito y se le llevaron a rastras, la mamá lloraba desesperada.

–Usted devuélvase pa’ su casa a trabajar que nosotros tenemos que engrosar las filas del ejército del pueblo–, le gritaban y le daban culatazos.

A raíz de eso mi papá decidió hacernos una casa en el pueblo para que ellos no nos fueran a reclutar a la brava. En San Isidro apenas terminamos lo que fue la primaria mi hermana Olidys y yo también. Mis hermanos varones no terminaron porque cuando volvimos al pueblo les quedaba como más difícil.

Oiga, ese cambio fue súper difícil. Yo tenía 12 años creo, eso debió ser en el 92, algo así. A mí me tocó duro, me tocaba hacer las veces de madre de familia y de estudiante porque nos tocaba arreglar la casa, hacer aseo porque mi mamá se quedó en la finca ayudándole a mi papá.

Yo era la encargada de cuidar a los demás, aunque mi papá hizo la casa cerca de la familia de mi mamá. En la misma calle del barrio 27 de marzo estábamos cerca de las tías Olinta y Chela y más familia. Después de eso, aprendimos a cuidarnos a nosotros mismos y como que nos acostumbramos a ser independientes porque a la fuerza nos tocó.

En 1997, cuando llegaron los paramilitares, eso fue horrible. ¿Por qué? Porque no estaba uno acostumbrado a ver esas masacres. Había días en los que aparecían hasta ocho, nueve o diez muertos.


El final no fue feliz, pero Cristo Guarín aún vive. Ese día debió pagarle 600 mil pesos (los ahorros de su esposa para el segundo semestre de ingeniería ambiental de su hija Gladys) a Cacique. Además, tuvo que abandonar sus paredes de bareque, su fértil tierra verde, sus humildes posesiones, sus animales, su mundo de honrado y digno trabajo campesino para volver a empezar de cero.

El primer muerto que hubo en Pailitas por la motosierra fue un primo hermano de mi papá. Después de él, los paramilitares también mataron a otro primo, Iván Guarín, para robarle los animales. Él iba desde el pueblo hacia la finca, vivía por los lados de El Terror. No le sé decir cuántas cabezas de semovientes le tumbaron, pero si que lo mataron a sangre fía.

Allá mataron demasiada gente. Por allá pasa el oleoducto de la gasolina y un día encontraron como 15 muertos. Se los llevaron para que abrieran las válvulas para extraer la gasolina y entonces, como no tenían conocimiento porque los estaban obligando, pues el mismo chorro de la gasolina, usted viera, mata a varios. Fue horrible, unos quedaron sin ojos, otros con un hueco en la barriga, los llevaban a la morgue y ahí veía usted una pila de costales encima de otro.

La verdad es que desde ahí yo quedé con un resentimiento. Dejé de ser alegre y optimista. En el colegio participaba en todas las actividades deportivas, era dinámica, cuando tocaba hacer teatro, cantar, ahí estaba yo, pero cuando contaban las historias de la tortura a Coque sentí rabia y acabé de crecer con ese rencor.

A las muchachas que una veía que andaban con los grupos, les quitaba el habla. A ellas les gustaba andar con ellos por las comodidades, porque les daban plata, les compraban lo que ellas querían; entonces a ellas les gustaba esa vida. Eran mis enemigas automáticamente sin decirles nada y sin que ellas me dijeran nada.

Yo las discriminaba, digámoslo así, cuando llegaban a la cooperativa del colegio. En aquella época yo no lo veía como discriminación, pero luego como líder, con el paso del tiempo, aprendí que lo era, que yo también había hecho ese papel del que me quejaba.

Si estaba en un sitio y ellas llegaban, yo recogía mi combo –porque yo siempre era de andar con mi grupito de amigas–.Xiomara, Raquel, Elen Tatiana, Yahaira.

–Vámonos que aquí no nos sirve estar–, les decía.

Con las personas que uno sabía que pertenecían a esos grupos si veía que venían por un lado yo me iba por el otro, es que ni para que me miraran.

En 1998 a mi papá se lo llevó la guerrilla y lo tuvieron secuestrado tres días. Lo mandaron a buscar con un muchacho y se lo llevaron tres días de camino monte adentro. Allá tenían una lista de un montón de cosas con las que lo estaban cuestionando y le decían que lo iban a matar.

A él lo salvó otro muchacho que había trabajado en la finca, él no era trabajador, era un espía, pero mi papá no sabía. Y entonces él fue el que dijo de eso que lo acusan es mentira, y eso también es mentira y esto otro ni se diga. Mi papá al ver eso vendió y se bajó hacia otra finca en la vereda Rayita.

A raíz de todo eso yo me fui para La Guajira a estudiar A los 19 años, en 1999, le dije a mi papá que yo no quería estar más allá, que yo me sentía como aburrida por todo lo que estaba pasando.

Mis papás estaban de acuerdo porque se dieron cuenta de que allá no era el mejor sitio porque cogían a las niñas y las violaban. Quisieran o no quisieran ellos las hacían de ellos. Entonces, las obligaban a tener relaciones, amenazaban a la familia. Yo para que no me sucediera eso y como ya tenía mis resentimientos, les dije a mis papás “yo me voy”.

Llegué a donde la hermana de Xiomara, una compañera del colegio. Mis hermanos quedaron allá. Sufrí demasiado porque imagínese, llegué a Riohacha y no estaba acostumbrada a estar lejos de mi familia, perdí las comodidades que tenía en mi casa. No es lo mismo llegar una a una casa ajena.


Hice el primer semestre de ingeniería ambiental en la Universidad de La Guajira. Antes de que empezara el segundo semestre, en mayo del 2001, me fui un festivo para Pailitas.

Mi hermana vivía en el barrio Pueblo Nuevo. Yo llegaba a la otra parcela que tenía mi papá en Rayita porque a ellos les tocó mal vender la finca, en 1998. La dejó en 15 millones de pesos, tiempo ahora eso debe valer como 300 millones de pesos. En esa época no sé, pero imagínese una finca de 8 hectáreas de café costaba mucho.

Allá montaron una base militar y empezaron otra vez los problemas porque ahora acusaban a papá de ser guerrillero. Lo fueron a buscar los paramilitares donde mi hermana Olidys y ella le mandó razón a la parcela donde estaba para que se escondiera en el monte.

En el 2002, a mi mamá también le tocó mal vender la casa de Pailitas, donde habíamos vivido con mis hermanos. Aceptó cuatro millones para poder mandarnos plata mi papá y a mí, que estábamos montando el ranchito en Riohacha. Era una casa esquinera, eso costaba por lo menos dieciocho millones de pesos.

Yo viajaba a Pailitas seguido porque mi esposo, Juan Gabriel Galván, es de allá. Él también es víctima de la guerra. En la finca de él pasaba el tubo del oleoducto y allá tenían una válvula y cogieron un hermano de él de 13 añitos, José Eusebio, lo endulzaron y se lo llevaron. Él sigue desaparecido, no lo hemos encontrado.

La carrera de la reconciliación

La niebla, al desvanecerse, va revelando la silueta de los cerros orientales, los bordes estrictamente rectos de los edificios del centro, el caos de la ciudad más agitada del país.

Gladys, a las seis de la mañana, luce como lucen los costeños que visitan el frío bogotano, envuelta de pies a cabeza, moqueando y quejándose del frío anfitrión. Niebla en vez de brisa marina, carros en vez de olas, ruido en vez de la voz del mar Caribe.

Gladys ha llegado a Bogotá para participar de la carrera Colombia corre por la paz y la reconciliación 10k, invitada por el PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo). Es una de las 40 víctimas escogidas por dicha organización para participar del evento.

“Estamos muy felices. Acá tenemos 3 mil 500 personas que se registraron en pocos días y vienen de todo el país. Trajimos víctimas, desmovilizados, reinsertados, que no tenían los recursos para viajar y hoy están con nosotros. Esta carrera es un símbolo de reconciliación muy importante, que invita a todos los sectores del país a correr por la paz”, asegura Arnaud Peral, director del PNUD Colombia.

Mientras Gladys recuerda el espinoso camino por el que ha trasegado, el vaho que sale de su boca, cuando la ciudad empieza a despertar, enfatiza el aliento dramático de su historia. Sin embargo, en el camino hacia el comienzo de la carrera, olvida su drama y, con la chispa que la habita, les arranca carcajadas, que sacuden el bus, a sus compañeros.

–¿Y la camiseta de la carrera? –, le pregunta alguno de ellos al verla con chaqueta y bufanda.

–La camiseta se fue de vacaciones. Levante la mano el que falta porque nos vamos y todo el mundo a un lado que estoy dando una entrevista– grita mientras su risa que se va regando sin remedio por el aire.


Gladys tiene en sus ojos el brillo y en su palabra la contundencia de aquellos que han padecido despojos, abusos, violencia; de aquellos para los que, durante desérticas temporadas, la muerte fue cotidianidad y la vida, bien vivida y en paz, fue anhelo o por lo menos excepción a la regla; de aquellos que convivieron con el dolor hasta derrotarlo.

A sus 17 años, era una persona que al menor roce podía escupir veneno. Por esos días, solía clavarse el puñal del rencor a si misma. Hoy, a sus 35 años y después de convertirse en líder de las 89 familias víctimas del conflicto armado que encontraron en ASOCANDES (Asociación de Campesinos Desplazados de Santa María de La Sierra) una segunda oportunidad de vida, se considera una mujer libre del pasado.

Los días en que debía empacar maleta cuando los violentos arreciaban, soportar el peso obsesivo de los recuerdos oscuros y ser la novedad en tierras extrañas, al parecer, han quedado atrás. En Dibulla, frente al mar Caribe, renació y en algunos pueblos de La Guajira se hizo líder de los campesinos que lo perdieron todo en sus lugares de origen y que encontraron allí una nueva vida.

Gladys se pone el 2434, número que la acredita como participante de la carrera, pide una manzana en la zona de refrigerios y se parquea al frente de la tarima en la que un animador invita a los participantes a calentar minutos antes de la partida.

–Muévanse–, le dice a los tímidos, que están a su lado y no se entregan al calentamiento, sin vergüenza alguna, mientras se mueve al ritmo de una canción de Rihanna, que reza we found love in a hopeless place (nosotros encontramos amor en un lugar sin esperanza).

“Ella es muy alegre, dicharachera. Es que en la costa nos tratamos así, somos unidos, como una familia”, asegura Lucía Cortés, su ex compañera de universidad.

De repente, arranca el himno nacional. Gladys para la recocha en seco y se pone firmes como lo hacían los hombres de guerra que tanto odió en su juventud.

“¡Cesó la horrible noche!/ La libertad sublime/ derrama las auroras/ de su invencible luz./ La humanidad entera/ que entre cadenas gime/ comprende las palabras/ del que murió en la cruz”, canta a todo pulmón mientras evidencia que las palabras de Jesús (“perdona a tu enemigo porque tu enemigo eres tú”) pasaron por su ser sembrando todo su efecto sanador.

Minutos antes de la partida, el animador empieza a retar a las regiones del país a manifestar su presencia. Gladys y su combo guajiro gritan tanto que logran ser mencionados desde el micrófono. El grupo grita, se abraza, manifiesta la alegría de ser reconocido ante los demás y el sol, por fin, se abre paso entre las nubes, llenado de luz el momento.

Cuando anuncian que ha llegado la hora de la salida, Gladys se pierde en el tumulto de camisetas azules sin despedirse de nadie. Parece que se ha tomado en serio la advertencia de su hija Daniela –“mami, si no ganas no vuelvas” – y quiere complacerla.

Al final, después de una hora, dieciocho minutos y siete segundos, Gladys fue tan ganadora como los que llegaron en el primero o en el último lugar.

En el primer kilómetro salió desaforada y se mantuvo cerca de la punta, en el tercero se le salieron los tenis y debió parar a acomodárselos, en el sexto una anciana le aconsejó cerrar la boca e ir a su propio ritmo y de ahí en adelante alternó el trote con el paso de marcha.

“Cuando me sentía cansada pensaba en no rendirme porque esto lo hice por todas las víctimas, para que tengamos paz y a nuestros hijos no les toque un país como el que me tocó a mi”, comenta, orgullosa de la presea que certifica que logró cruzar la meta, mientras el brillo felino de sus ojos asalta el mediodía bogotano.

La Unidad para las Víctimas

En el 2002 llegamos a Dibulla. Allí nos reunimos 89 familias de víctimas de todo el país. Oiga, por un lado es bien porque hemos luchado y trabajado juntos, pero por el otro se siente porque cada uno tenemos costumbres e ideologías diferentes.

Hemos recibido capacitaciones del Sena y tenemos proyecto del distrito de riego en adecuación de tierras con el Incoder. Ya tenemos una escuela que logramos levantar y también logramos que nos entregaran los títulos de la tierra porque metimos un derecho de petición aquí y allá. Insistiendo conseguimos que nos individualizaran las parcelas para las 89 familias. Como eran 1800 hectáreas, dejamos 200 de reserva y a cada familia campesina le asignamos 17 hectáreas y 9600 metros. Además, dejamos 4 hectáreas para áreas comunitarias.

Allá vivo con mi marido y mis cinco hijos y mejor porque la violencia en Pailitas sigue. Mi cuñada me contó que han abusado de las hijas de Coque, que tienen 13, 14, 15 años. Las cogen y las drogan porque ellos tienen esa costumbre allá. La mamá dizque las iba a llevar al médico porque ellas llegaban llorando y entonces le dijeron usted las saca de aquí y la matamos a usted de una vez. Ellos están todavía, como quien dice, en sus andanzas.


Entré al RUV en 2012. Apenas nos registramos nos dieron el kit de asistencia humanitaria. Había colchonetas, una vajilla plástica, ollas y mercado. Eso lo hicimos en forma conjunta para las 89 familias de ASOCANDES.

Hemos tenido ayudas también del Sena. Nos han capacitado a las mujeres. Yo me he caracterizado por estar tocando puertas y me he hecho amiga de la directora del Sena y cada vez que le pedimos para los desplazados ella nunca nos ha cerrado las puertas.

Nos hemos capacitado en artesanías, en cerámica, en pintura, en costura. Ahorita mismo cuarenta de nosotros estamos haciendo un técnico agropecuario porque no queremos perder esa tradición. Ahí tengo a mi hermano metido. También hemos tenido capacitaciones de avicultura, capricultura y construcción.

Además, cuando nos dan esas capacitaciones llevan gente de atención psicosocial de la Unidad para las Víctimas, que nos ha servido muchísimo. También el programa Promoción de la Convivencia, del PNUD, nos ha enseñado a los líderes para que repliquemos con otras víctimas. Trabajamos cuatro equipos en red en Dibulla, Riohacha, El Molino, Manaure. Sentimos que el trabajo de nosotros ha sido benéfico para ellos.

También he recibido la ayuda humanitaria de cada año, que a veces es de 600 mil y a veces de 700 mil. A mi esposo ya lo llamaron para registrarse en PAARI (Plan de Atención, Asistencia y Reparación Integral a las Víctimas) y esperamos que eso nos ayude porque hemos visto a otros que han recibido beneficios ahí. Dicen que vamos a recibir una indemnización.

Nosotros no hemos estado esperando a que nos den ayudas económicas, lo fundamental ha sido el crecimiento espiritual y de conocimientos que hemos tenido. Esa platica sirve para invertir en la parcela y sacar adelante a mis cinco hijos. Imagínese los tengo a todos ahora en bachillerato y quiero que sean gente de bien y que vivan en paz. Para eso trabajamos duro en la asociación.

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