Volver a oír, volver a nacer


“¡Ay!, me mataron”. Fue todo lo que cruzo por la mente a Gladys del Socorro Sánchez mientras sentía caer hilos de sangre de su oído izquierdo que le empapaban toda la blusa. Estaba tan aturdida y el zumbido dentro de su cabeza era tan indescriptible que tardó en darse cuenta que en realidad estaba viva.

El helicóptero del que salió aquel explosivo llevaba horas de combate sobre el techo de su finca, en la vereda Altomiranda, municipio de El Dovio, norte del Valle.

El Ejército se enfrentaba a Machos y Rastrojos en un lunes de feria en el pueblo, por lo que Gladys estaba sola en casa.
Desde aquella tarde de enero del 2002 el sonido de la guerra se instaló permanentemente en ella, no permitiéndole escuchar por el lado izquierdo y atormentándola con dolores que no la dejaban dormir.

Su hija Natalia cuenta que hasta pasar la calle se volvió una proeza para Gladys. Conversar y entender, percibir el tráfico, hablar por celular y hasta hacer silencio interior para orar dejaron de ser tareas cotidianas para convertirse en misiones imposibles. 

Hoy lo recuerda con ojos enlagunados y estrenando la fluidez que tanto anheló para volver a oír y responder. El regalo maravilloso que ahora la hace sonreír tras el amargo relato de la explosión no se ve, pero está bajo la piel de su cabeza, recién instalado.

Es un implante coclear que le pusieron el pasado 10 de febrero y que le devolvió la escucha y gran parte de la alegría perdida.

“Cuando me di cuenta que me había llegado la indemnización no lo dudé un segundo: yo necesito recuperar mi oído. También tenía otros pendientes de salud de hígado y vejiga y a esas urgencias destiné ese dinero. En este caso la palabra reparación aplica tal cual: nada más importante que repararme a mí en mi salud, tan afectada”, indicó Gladys.

En el tramo final de su convalecencia hace poco esfuerzo para caminar, pero prende la grabadora con las baladas mañaneras de los años 60 para acompañarla mientras cocina. Cómo las disfruta ahora.  

También le saca mucho gusto a poder charlar sin tener que poner siempre el oído derecho de frente a su interlocutor. “Pasa uno por bobo, por maleducado porque a veces me hablaban y no escuchaba. Fue mucho el bullying que pasé por este problema”.

Actualmente vive en Versalles, también norte del Valle, en una casa campesina hermosamente decorada con toda suerte de santos, plantas, carpetas y flores y en compañía de su gata Mariposa.

Está en Versalles porque llegó allí huyendo de la guerra después de que el comandante de uno de los grupos ilegales en el Cañón de las Garrapatas (en El Dovio), le dijera que su hija estaba crecidita y ya podía perfectamente cargar un fusil.  

“!Atrevido!”, atinó a decir Gladys, quien de inmediato hizo plan para abandonar la finca. Solo esperó al papá de la muchacha para despedirse, llenó una botella con café y emprendió caminata con la adolescente durante tres horas hasta que llegó a donde pudieron coger carro.

Todo quedó atrás: las vacas, las gallinas, los perros, los inmensos poteros, la ropa, todo. Hasta el recuerdo del gato de su hija, que el día del estallido se metió debajo del lavadero y murió reventado por la onda explosiva.
Jackeline Gómez, la fiel amiga que la cuida en su recuperación, dice que hay una palabra que describe a Gladys por completo: “guerrera”.  

“A nada se le arruga: ha sido carnicera, de las que abren y porcionan una res completa, conductora de jeep, cuidadora de adultos mayores, mejor dicho. Y no sé cómo lo hace, pero siempre se las arregla para ayudar al que necesita”, comenta Jackeline. 

Las memorias de Altomiranda tienen para Gladys muchos más pasajes amargos como el día en que dos de los hombres del comandante entraron a su finca y la agredieron de maneras que es difícil poner en palabras.
Esos mismos sujetos habían estado veces anteriores en su morada, junto con más compañeros, en uno de tantos pasos recurrentes en los que ordenaban a la dueña de casa prepararles comida porque estaban cansados y hambrientos.

“Quién decía que no. Eso era coger y matar gallinas para hacerles el sancocho. En esas zonas es así, uno está solo contra el mundo. Y quién lo iba a decir, dos de ellos cometieron ese hecho tan horrible. Uno de ellos ya está muerto. Que Dios sea el que se ocupe de él, que Dios los perdone”, afirma.

El yeso de José Gregorio Hernández, médico venezolano al que se le piden milagros para la salud, custodia el altar principal de su casa y el tarrito de alcohol que le deja todas las noches para que se lo convierta en remedio.

Se lo aplica con fe en las heridas del cuerpo (asegura que le ayuda) y quizá también le encarga algunos de los dolores del alma. Así parece porque pese a la cadena de golpes sufridos en la vida su gesto es el de una paz profunda.

Cocina con maestría, decora el arroz armado en torre con una tacita y le pone una cereza en la punta, hace la mejor jalea de pata del pueblo, aloja y atiende de cuando en vez a funcionarios que van a su municipio a hacer obras y ahora que escucha bien es una experta en video llamadas a sus hijas en Pereira y Bogotá.

“¿Qué dijo Natalia de mí?, pregunta Gladys después de ser entrevistada su hija.
“Dijo que lo valiente que ella es se lo aprendió a usted, que usted es una berraca”.
Entonces, baja tímida la mirada, como si asomara el llanto, y es fácil adivinar que esa respuesta es todo lo que ella quería oír. Y pudo, por fin y literalmente, escucharlo. 

Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas
Oficina Asesora de Comunicaciones, Bogotá 9 de abril de 2024