El Atrato, un caudal de esperanzas

Luego de muchos años en los que la subienda de muertos enlutó sus aguas, para varios pueblos chocoanos ahora el río es su particular mecenas cultural, espiritual y deportivo.  

Por César A. Marín C. 


“Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua”.    

(Jorge Luís Borges)


A finales de los 90, agazapado en la jungla, un segundo terror se extendió por el departamento del Chocó. Del primero son culpables las ideologías armadas de izquierda; del siguiente, las de derecha, que imponían su evangelio de horror. Al finalizar el siglo XX, los grupos paramilitares comenzaron a cometer homicidios selectivos y atropellos contra la población civil. Amaneciendo el 2000, exactamente en marzo, como si compitieran por cuál grupo armado ocasionaba más desgracias, las Farc se tomaron de forma simultánea a los municipios de Bellavista, Bojayá y Vigía del Fuerte, con un saldo cerca de 20 integrantes de la Policía muertos, tres heridos y varios secuestrados.

Sin embargo, la cresta de violencia más alta en la zona y quizá en el país se presentó el 2 de mayo del 2002. Ese día, como consecuencia del estallido de un cilindro bomba, disparado por las Farc, que cayó dentro de la iglesia que resguardaba a unos 400 habitantes, murieron 79 personas, de las cuales cerca de 48 eran menores de edad. Ese fue el resultado del enfrentamiento entre esa guerrilla y un grupo paramilitar.

Ese día, sin saberlo, la iglesia del pueblo guardaría en su cáliz la sangre de los inocentes. “Varias personas llegaron a mi casa a refugiarse allí y en horas de la tarde el padre Antún Ramos llegó y nos sugirió que nos fuéramos para la iglesia; pensamos entonces que allí estaríamos más protegidos por que esa es la casa de Dios, y decidimos refugiarnos unas 400 personas en la iglesia y otras más en la casa de las monjas agustinas. Yo estaba con mi esposa y mis hijos. Allí amanecimos bastante hacinados.

“Los paramilitares nos tomaron como escudo, porque se ubicaron al lado de la iglesia para dispararle a la guerrilla. Para ese momento la guerrilla ya había atravesado el Atrato y se encontraba en un barrio de Bellavista conocido como Pueblo Nuevo. A eso de las 10 y media de la mañana, del 2 de mayo, y de un momento a otro, sentí que la silla se me había levantado y el techo ya no estaba… comenzaron los gritos de dolor… acababa de estallar la pipeta de gas que lanzó la guerrilla contra los paramilitares. En mi familia, gracias a Dios, nadie murió, pero sí fallecieron muchos amigos. Entonces, después de la confusión, decidimos llevar los heridos a Vigía del Fuerte, guiados por el padre Antún”, recuerda Jimmy Chaverra, líder y promotor de los derechos de los bojayaseños.

En un afán por proteger la vida, remaron hasta Vigía del Fuerte. “Estando en Vigía acordamos hacer un desplazamiento masivo hacia Quibdó, con las personas que habíamos llegado allí, junto con las que se habían quedado en Bellavista, con el fin de llamar la atención del Gobierno Nacional de la época, y debo aceptar que la atención de Acción Social, la Cruz Roja, la Iglesia y las ONG fue muy buena en Quibdó”, recuerda Jimmy.

Luego de cuatro meses y una serie de compromisos con el Gobierno Nacional, la comunidad regresó a Bellavista. Se comenzó a hablar de la reubicación del pueblo, que finalmente se acordó con el Gobierno. Ahora ‘estrenarían’ pueblo a unos 1.500 metros aguas arriba, sobre la misma margen del río Atrato. Para el 2005, y con el apoyo de Acción Social, la población ya estaba en el nuevo Bellavista. 

LA UNIDAD Y LA REPARACIÓN COLECTIVA 

En el 2013 comenzaron los contactos con la Unidad para las Víctimas. Para Leyner Palacios Asprilla, cofundador del Comité por los Derechos de las Víctimas de Bojayá, quien perdió a 32 familiares y amigos el día de la masacre y que fue galardonado con el Premio Global por el Pluralismo, por el Centro Mundial por el Pluralismo (Global Centre for Pluralism), una organización internacional con sede en Ottawa (Canadá), gracias a su labor por los derechos de las víctimas del conflicto, esos acercamientos fueron positivos.

“El trabajo con la Unidad fue bueno, ya que su labor se basa en la satisfacción de los derechos de las víctimas y, claro, ha demostrado un alto compromiso con las problemáticas de Bojayá y, después de superar pequeñas dificultades, ha tenido una buena empatía con el Comité, especialmente en los últimos cuatro años, particularmente cuando emprendimos la labor para que las Farc reconocieran su responsabilidad, por lo que valoramos muchísimo todo el acompañamiento de la Unidad a la comunidad y al Comité”, afirma Leyner.

El acompañamiento psicosocial es el otro campo en el que la Unidad también les ha brindado un significativo acompañamiento y asesoramiento. “A raíz de la masacre sufrimos mucho, y durante los encuentros, muchas víctimas se nos desvanecían por el impacto que representaba revivir situaciones muy difíciles, que no sabíamos cómo manejar en la mayoría de los casos, por lo que contar con el apoyo de la Unidad en esos momentos fue muy importante. Igual, debo destacar que en el proceso de reparación colectiva hemos avanzado bastante”, asegura. 

LA IMPORTANCIA DEL ATRATO Y LA RECUPERACIÓN DE COSTUMBRES

Buena parte del territorio chocoano está atravesado por el río Atrato, que en esa parte del país cose al Chocó con Antioquia, y que “en la noche trae troncos podridos por la selva, remos perdidos de lejanos aserríos, ropas deshechas, que el Atrato roba a las lavanderas de Beté”, según los versos de ese gran poeta antioqueño Juan Manuel Roca. El río nace en el Cerro del Plateado, jurisdicción del municipio de El Carmen de Atrato, en la cordillera occidental y agoniza en el golfo de Urabá, en el mar Caribe.

“El Atrato ha sido la fuente de vida porque por él la gente se transporta, por el río la gente subsiste con la pesca y porque por allí la gente saca para comercializar sus productos”, asegura Jimmy Chaverra.

Según el sacerdote Antún Ramos, sobreviviente de la masacre de Bojayá y conocedor de la cultura de la zona, “este río ha sido la vida y el motor de la economía y el quehacer de los pueblos que viven en su ribera. Estas comunidades no se conciben sin el río porque de ahí sacan el pescado, por ahí salen a deambular para ir a sus fincas y plantaciones e incluso se ha aprendido a vivir durante las inundaciones, tanto así que muchas casas en la región del Atrato medio son palafíticas, precisamente porque en cierta época el río se sube hasta meses a las casas, y la gente aprendió a convivir con eso.

La gente tiene el río como su motor de desarrollo, de tal manera que las mujeres lavan la ropa en sus aguas, mientras ponen a cocinar el arroz, la yuca o el plátano, y, claro, es normal ver cómo la infancia de muchos niños se pasa a la orilla del río, en compañía de sus padres.

“La guerra mató el río por más de 12 años. El Atrato estuvo muerto, y lo que para nosotros era un río sagrado la guerra no lo tuvo en cuenta y lo ‘desacralizó’; toda vez que muchas personas fueron asesinadas y arrojadas al Atrato”, recuerda el religioso.

No obstante, y a pesar del dolor, las comunidades han hecho resistencia para que el Atrato no muera y siga siendo su ‘hermano mayor’, dice Antún. “Digamos que hay unas costumbres que no se han perdido y otras que se dejaron de hacer durante el conflicto, pero que las estamos retomando. Una de ellas es la de las ‘balsadas’, una especie de procesión en la que se coloca un Santo en una balsa, que es seguida por canoas grandes repletas del pueblo que va acompañando, gritando y haciendo sus oraciones. Es una manera de agradecerle al río la vida que nos ha regalado con el pescado y el medio de transporte”, asegura el sacerdote.

Por su parte, Arnobio Allín Blandón, pescador, señala que “nosotros queremos mucho la cuenca del Atrato. Vivimos del río, y es trascendental para la comunidad. Tengo 43 años de estar pescando, y la cosa es dura: nosotros salimos a pescar, a tirar los trasmallos y los anzuelos a las 4 p.m., y a las 11 p.m. recogemos las redes y miramos que se cogió para vender en la madrugada”.

Hace cerca de mes y medio retornaron las competencias de canotaje, natación y pesca. Esa es la rivalidad sana que inspiran sus aguas, las que por años los actores armados surcaron envalentonados.

“Antes nosotros nos lanzábamos al río a bañarnos, y terminábamos haciendo competencias de natación y canotaje. Eso se perdió un poco con la época del conflicto; sin embargo, hace poco organizaron de nuevo esas competencias de natación y de canotaje. Que regresen esas tradiciones es algo muy bonito por dos razones: primero, porque era algo que siempre se había hecho y lo estamos retomando; y segundo, porque es una señal de que el conflicto armado quedó atrás y lo que necesitamos es reconciliarnos”, afirma Leoncio Caicedo, habitante de Bellavista.

También los mitos alrededor del río pasaron de moda por culpa de la violencia. En una época en la que “los viejos nos decían a nosotros, cuando éramos niños, que no fuéramos al río solos porque salía una ‘Madre de agua’, que era como una especie de espanto que en verdad no existía, pero era como una táctica para que a los niños nos diera miedo y no fuéramos solos al río sin compañía de algún adulto”, recuerda Leoncio.

Ahora que pasó el verdadero susto, quizá la ‘Madre de agua’ se ha vuelto a poner de moda, desde que el Atrato comenzó, parafraseando el poema Arte Poética, del argentino Jorge Luis Borges, a “convertir el ultraje de los años en una música, en un rumor y un símbolo”. 


Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas
Oficina Asesora de Comunicaciones, Bogotá 2021