No es su culpa

En la casa Afro de la Candelaria, alrededor de 90 mujeres víctimas de violencia sexual, rastreando una esperanza y nuevos alientos, se reunieron con profesionales de los grupos de Enfoques Diferenciales y Psicosocial, de la Unidad para las Víctimas, para la realización de un taller de recuperación emocional, que buscaba, principalmente, fortalecer a quienes iban a declarar por primera vez, ante la Defensoría de Pueblo, los hechos de abusos sexuales sufridos por el conflicto armado.

Por Erick González G. 

Están perdidas y olvidadas. Su contoneo y maquillaje evocan la sentencia que la violencia armada les ha impuesto: taconear andenes del centro de una ciudad ajena y descansar sus penas en algún butaco. Veinte mil pesos de la habitación y la manutención de algún hijo son la coreografía de una vida en puntos suspensivos, desprovista hasta el momento de esperanza y redención.
Hoy están perdidas, pero no olvidadas, con la esperanza de un punto y aparte. Están en otro sector de la ciudad, ajeno a su monotonía, caminando por las empedradas calles de La Candelaria, no buscando, sino rastreando más que una dirección, una luz, que para ellas semeja más al titilar de un bombillo que al de una estrella, porque no saben si prenderá o se fundirá. Pero en la oscuridad luz es luz, así sea mortecina.
Las espera una reunión con otras mujeres víctimas del conflicto por violencia sexual que también sobreviven del falso coqueteo –inscritas en el colectivo Petra Mujeres Valientes–, fomentada por la Unidad para las Víctimas, donde algunas harán de ese instante dos puntos en su vida: declarar por primera vez los abusos sexuales sufridos.

En el lugar se reconocen, los hola cómo están se multiplican y los abrazos entibian pesares. Se congregan en un salón, donde un psicólogo de la Unidad le da la partida a un ejercicio que parece más un ritual yogui de iniciación: caminan por el espacio teniendo consciencia de la respiración, una forma de relajar mente y cuerpo.

Sola, en un rincón, una mujer sentada rehúsa a participar del ejercicio. El grillete en el alma no la deja. Las psicólogas de la Unidad reparan en ella, pero no es tiempo de abordarla todavía.

Se sitúan en parejas, una persona en frente de otra, como si fueran un espejo. Se dicen sin hablar lo que sienten. Se imitan los movimientos, los gestos, las poses. El espejo se rompe, y entonces se entrelazan, se enredan y desenredan. Sonrisas y aplausos. El llamado “teatro de lo oprimido” surtió efecto.

“La calle nos hace humildes, nos hace valorar”, declara una de las mujeres, con el tono de quien realmente ha sufrido el asfalto y la ignominia que lo acompaña. “Con nuestras lágrimas construimos paz”, afirma anónimamente otra mujer. Todas están cortadas por la misma pena. Son desplazadas de Santander, Tolima, Boyacá, Chocó (Virudó, Monguidó), Cauca, Cundinamarca (Guaduas), Valle del Cauca, entre otras geografías del país. Forzadas, en su mayoría, a ser explotadas sexualmente, a vivir del diario para la pieza.

Su dolor se agudiza con el rechazo de su propia familia, en especial con el de sus propios hijos que no aceptan el sudor con el que sus madres se tienen que ganar el pan. Y saber que ellas forman parte de esa estirpe de mujeres que hacen lo que sea por sacar adelante a sus hijos. El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. La ingratitud, la inseguridad y el olvido hacen que sus vidas estén en cuidados intensivos, y para este día la Unidad para las Víctimas y la Defensoría del Pueblo aunaron esfuerzos para mitigar en algo ese estado.

Aparte de la dinámica extraída del teatro de lo oprimido, especie de calistenia para estirar la confianza en sí mismas y en el otro, la Unidad se dispone para actualizar la información de la mayoría de ellas; sin embargo, a las colegas de la Defensoría les atañe la tarea más espinosa: escuchar las declaraciones sobre la violencia sexual sufrida en el marco del conflicto que por primera vez confiesa un pequeño grupo de mujeres.

El aislamiento y las lágrimas de la mujer que se excusó de participar en la dinámica teatral confirman su sismo emocional por tener que excavar, en modo forense, en esos recuerdos; con el tacto que aconseja su estado, una profesional de la Unidad para las Víctimas habla con ella y le imprime la fortaleza para declarar.

Con el corazón astillado salen una a una del ‘confesionario’. Remover los escombros de su honra no ha sido fácil, pero en sus rostros refulge una nueva libertad, esa que da el poder hablar con alguien que no está echándoles la culpa.   

    Unidad para la atención y reparación integral a las víctimas
    Oficina Asesora de Comunicaciones - 2019