Yina Paola Moreno
Ahora salva vidas

No tiene claro que edad tenía, pero Yina Paola Moreno, dice que 12, podrían ser 13 o catorce; lo cierto es que a esa edad indeterminada, cuando era una guerrillera rasa, se volvió la pareja del comandante de finanzas de un frente de las Farc en el sur del Tolima: "El señor tenía como 40 años y, ahora que lo pienso, no sé porqué estuve con él, ni si lo quería. Para mí nunca existió el amor allá. A las mujeres nos prohibían tener novios civiles. Los compañeros no nos tomaban en serio y yo no tenía como objetivo conseguir esposo, llegué allá huyendo del maltrato que vivía en mi casa. Pero se dieron las cosas. El tipo no era simpático, pero era como una figura paterna o protectora. Tenía autoridad y poder".

Yina dice tener 28 años, aunque no está segura: "En mi casa nunca me celebraron los cumpleaños, yo solo veía pasar los años, ni siquiera sabía que día era". Nació en Chaparral, Tolima, en una familia de agricultores, que tenían una finca cafetera y ganadera. Su historia no es de grandes padecimientos económicos, pues nunca le faltó la comida. Sus carencias eran afectivas. "Constantemente nos maltrataban. Viví con mis abuelos pues mi mamá desde que nací, dejó de interesarse por mí. Me iba a regalar pero mis abuelos paternos no dejaron. Mi abuela me golpeaba cuando me portaba mal. Me ponía la pata en la nuca y me pegaba con una manguera, o con un perrero de cuero de vaca. El maltrato me llevó al grupo armado, desde los 11 años quería salir de allá, que no tocaran mi cuerpo".

El maltrato no era solo físico y el derecho a la educación también se lo negaron. Aunque la matricularon en el colegio, solo iba una vez al mes. "Mi familia es a la antigua, de las que dicen 'los hombres al trabajo y las mujeres en la casa'. A ellos no les dieron estudio y querían replicar eso con las nuevas generaciones. Hacían con los niños lo que les daba la gana".

La zona donde vivía Yina era un paso obligado de los grupos armados, paramilitares, guerrilla y también el ejército. Una noche la castigaron con una tía que era un año mayor. Las obligaron a dormir por fuera. "Al otro día paso la guerrilla y les dijimos que nos llevaran. Nos preguntaron la edad, yo tenía 11 y mi tía 12. Pero nos dijeron que no por ser muy pequeñas. Nosotras no sabíamos nada de política, solo que era un grupo armado que pasaba por ahí, pero no que se enfrentaban con otros".

Tiempo después volvió la guerrilla y le dijeron al comandante que tenían 15 años, aunque en realidad solo tenían 12, la tía y 11, Yina. "Es que la gente campesina se ve mayor de lo que es, tal vez por el trajín del campo. Además, ellos no piden papeles, no es como en el ejército, donde toca mostrar la cédula".

Al enterarse su familia hizo varios intentos por sacarlas. La abuela se reunió con los comandantes, pero lo hacía más por su hija que por su sobrina. A Yina le dijo: "ojalá usted nunca vuelva, que la maten".

"Esa noche -recuerda Yina- dormimos con la escuadra. A los pocos días nos dieron la primera misión; traer unos fusiles y unos morteros. Luego nos dieron el uniforme, botas y un revólver 38, que no nos enseñaron a manejar".

"El entrenamiento militar no fue mucho porque en esa zona no había espacio para hacerlo. En cambió, sí teníamos clases de política y sobre el reglamento. Solo nos enseñaban a manejar las armas y uno aprendía de las experiencias de combate que contaban los compañeros".

"A mi tía la enviaron a tomar un curso de enfermería y a mí me tocó irme con una escuadra a apoyar el Frente Tulio Varón, porque lo estaban acabando. Allá fue mi primer combate, fue algo terrible, cayeron muchos compañeros. Yo solo sabía disparar el fusil y de una me dijeron, 'se tiene que ir a la cortina (combatir en el frente).

"Me enviaron para un filo de la montaña donde supuestamente iba a estar de vigilancia. Estábamos todos relajados pero una de las niñas que estaba de guardia se durmió y cuando nos dimos cuenta el ejército estaba encima. Recogí mis cosas y me cogió un miedo profundo. Nos retiramos y avanzamos por la calle central de un caserío, pero el ejército se había tomado el filo más alto. Uno de los comandantes comenzó a señalarnos y luego dijo: 'entreguen los equipos y traigan solo los fusiles, vamos para la cortina'. Yo era solo una niña. Él me puso a su lado. Yo lo único que hice fue bajarle el seguro al fusil, cerrar los ojos y comenzar a disparar, cuando abrí los ojos y dijeron 'retirada', estaba sola".

Fueron varios los combates que vivió, pero recuerda mucho uno. "A mí me habían sancionado porque el día anterior se me había quemado el arroz. Sabíamos que el ejército estaba cerca y el comandante, tal vez por un error de planeación, mandó a todas las mujeres al filo más alto, pero a mí me dejó porque estaba castigada. Lo que no sabíamos era que el ejército ya se lo había tomado y cuando ellas estaban llegando las recibieron a plomo". Tuvieron que salir a un descampado y los bombardearon, ese día cayó el segundo comandante de la compañía y 13 guerrilleros más.

Con el tiempo la pasaron a la sección 'financiera' donde su rutina cambió, pero los encargos eran más siniestros. "Allá me mantenía con un arma corta y de civil. Mi trabajo era recaudar fondos, recoger la vacuna y llevar todo al comandante. Lo más difícil era sacar a la gente secuestrada y separarlos de sus hijos, pero en ese momento yo no sentía tristeza. Ahora que soy madre, sé lo que es eso, pero en ese tiempo yo cumplía órdenes".

La vida en la guerrilla se convirtió en su modelo de vida, especialmente después de que su tía murió en combate. "Le cogí odio a todo, al ejército, los paras, mi familia. Los combates eran fuertes y le hicieron muchas bajas a la columna. A veces durábamos siete u ocho días sin comida, solo atún y galleta. Estaba resignada a mi destino y no pensaba en salirme.

"Nos entrenaban mucho sobre la deserción y nos contaban que los paras violaban y descuartizaban a las que encontraban. El comandante nos decía 'cuando estén en combate, mujeres, por favor, guarden un tiro, es mejor que se maten a que se dejen coger. Inclusive si es el ejército.

"Creo que me gustaba esa forma de vida y no justifico el daño que le han hecho a la población y menos el secuestro, pero ellos me trataron bien, hicieron que nadie me maltratara o me tocara. Eran mi familia".

Reconocer su pasado no hace que desconozca las ventajas de su presente. "A los 15 años llegué a Bogotá, pero fue porque me capturaron, si no, de pronto estaría muerta. Yo fui a hacer una inteligencia de civil a Ibagué. Estaba donde una señora y le conté que venía de una familia donde me maltrataban. Ella me invitó a comer y mientras tanto llamó a la policía. Me llevaron al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) y yo seguí con mi mentira. Me miraron y se dieron cuenta que no tenía ningún maltrato.

"En la guerrilla nos decían que si sospechaban que era guerrillera debía decir que me había volado y luego regresar. Se me ocurrió contarle a otra niña y ella le dijo al psicólogo. El hombre me regañó, estaba furibundo. Entonces me enviaron a donde una madre sustituta y yo lloraba, solo quería volver a la guerrilla".

Su abuela fue a recogerla y se devolvieron a la finca. Allá su familia la convenció para que no volviera a la subversión. La mandaron para Bogotá. "Me cambiaron papeles, nombre, todo. Mi abuelo me dio la partida de bautismo de mi tía y su registro. Con eso saqué la tarjeta de identidad en Ibagué".

En Bogotá apenas estuvo un mes en libertad. Entró a trabajar en la casa de una señora en Chapinero y en un arranque de honestidad le contó su historia. Resultó que era familiar de un coronel y cuando menos pensó el ejército llegó y se la llevó. "Me interrogaron, me mostraron fotos, se hizo todo como debía ser. Me enviaron para un hogar donde había paras y guerrilleros juntos. Nos peleábamos todo el tiempo, pero con el pasar de los días nos íbamos diciendo las cosas y al final me hice muy amiga de un para del Tolima".

"Cuando cumplí 18 años, nos entregaron a la Alta Consejería. Yo había tomado la decisión de regresar a la guerrilla, pero me di cuenta que estaba embarazada de tres meses. Mi dios me dio una segunda oportunidad. Ahora no cambio lo que tengo, aunque no ha sido fácil. Me ha tocado llorar lágrimas de sangre. La gente piensa que las personas que venimos de un grupo armado no podemos cambiar. Cuando llegué era muy agresiva y grosera, altanera, no me dejaba de nadie. Ahora los profesores no pueden creer que haya cambiado tanto física como mentalmente".

Estudiar se ha convertido en una obsesión, en parte para contradecir a una psicóloga que le dijo, a manera de sentencia "lo que usted no aprendió de chiquita, no lo aprenderá de vieja". Asegura que la traumatizó y que al comienzo era muy difícil estudiar. Pero consiguió terminar el bachillerato y ahora está estudiando trabajo social en Universidad Monserrate, "yo pagué el primer semestre y el resto me lo está pagando la Unidad para las Víctimas".

Ahora se ha transformado en una vocera contra el reclutamiento infantil. "Conocí la organización Taller de Vida y con ellos hice un proceso de reflexión y cambio que alimento mi vida". Gracias a su desempeño y convicción, la fundación la escogió para ir a Nueva York y dar su testimonio sobre reclutamiento forzado en la Organización de Naciones Unidas. También tuvo la oportunidad de visitar Bélgica presentando la obra de teatro Agua y arroz, que transmite un mensaje contra la vinculación de los niños a los grupos armados.

Yina habla con entusiasmo de su presente. "Estudiar es la mejor reparación, más que la verdad y la justicia. Cuando una persona se capacita, crece. De lo contrario yo seguiría echándole la culpa a mi familia y estaría estancada". Su tiempo lo reparte entre la Universidad, su hijo y un trabajo como auxiliar de enfermería, en una clínica para pacientes con cáncer. "A veces, cuando tengo que saltar sobre una camilla para reanimar a un paciente, pienso que antes quitaba vidas y ahora me toca salvarlas".