La paz empieza por casa

por: Andrés Zambrano

Sobrevivió a la masacre de Mapiripán (Meta), luego la desaparición de su esposo, ha sido desplazada varias veces y ha tenido que comenzar de cero otras tantas; sin embargo, es una luchadora incansable y su espíritu no se doblega. Hoy es una de las líderes de víctimas más visibles del Meta.

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Hay una imagen que siempre se le viene a la memoria a María Cecilia Lozano cuando recuerda la primera vez que volvió a Mapiripán (Meta) después de la masacre ocurrida entre el 15 y el 19 de julio de 1997. Fue en el 2002, su hijo, de siete años, al ver las verdes sábanas de la que era su nueva casa comenzó a correr como un loco. Alzaba los brazos como un avión y decía, a grito entero, ‘me siento libre’. Cecilia y su esposo, Héctor Augusto Vega Lugo, no pudieron evitar las lágrimas. Sabían muy bien lo que eso representaba y la causa de esa repentina reacción de su hijo mayor: el desplazamiento.

“Después de la masacre nos fuimos a Villavicencio y seguimos para Bogotá. Estuvimos un año allá y no conseguimos trabajo. En ese tiempo ni siquiera sabíamos que éramos desplazados. Para empezar, no salimos con toda la gente, lo hicimos después, cuando ya todos estaban organizados. En enero, cuando mi esposo se fue a matricular a nuestro hijo mayor dijo que éramos de Mapiripán. La profesora nos dio prioridad. Tuvo consideración con nosotros pero nosotros todavía no comprendíamos que éramos desplazados. Nos dieron hasta marzo para comprar los uniformes y, aunque era el mismo que el de Mapiripán, nos faltaba el saco. Pero no teníamos para comprarlo. Dormíamos en el piso, sobre dos colchones, en una pieza. Duramos así un año, viviendo solo de las ayudas humanitarias. La profesora nos orientó, dimos la declaración y por primera vez supimos de nuestros derechos. Luego quedé embarazada y cuando fui al médico ya tenía seis meses, eso para mi esposo fue muy difícil porque no teníamos trabajo y los niños estaban pequeños”.

El regreso

Su esposo decidió que lo mejor era volver a Mapiripán. Él le llevaba 14 años a su esposa, era un hombre mayor y por su edad no conseguía trabajo. “Le dije que no quería devolverme porque todos habíamos conseguido salir con vida y que lo que teníamos allá ni siquiera era de nosotros. Pero él siguió con la idea, fue a Acción Social para que le dieran el Plan Retorno y le dijeron que no, porque no había seguridad. Al final me convenció y él se fue adelante. Sin embargo, decidí quedarme en Villavicencio, pensaba que en la ciudad, así fuera vendiendo empanadas, uno sale adelante. Acordamos que él ayudaba al hogar desde Mapiripán, pero cuando llegó ya no había nada. Todo se lo habían robado. No me podía ni llamar porque estaba comenzando de nuevo con el negocio de la leche y no le alcanzaba ni para el sustento… A mí me tocaba pagar una pieza y sostener todo. Así duramos seis meses, yo hacía tamales, comidas rápidas, empanadas y tenía que dejarle a mi hijo mayor la responsabilidad de los más pequeños. Hasta que me aburrí y decidí irme para Mapiripán porque ahí ya estaba la fuerza pública, pero cuando volvíamos vimos que por el otro lado despegaba el helicóptero con los soldados”.

Ese fue el día que su hijo corrió como un loco por la montaña y fue también el comienzo de un tiempo de esperanza. “Al comienzo fue muy difícil, nos humillaron mucho por no habernos quedado, pero volvimos a levantarnos. Vendíamos leche y nos ganábamos 70 mil pesos diarios. Compramos una moto para mí y para mi esposo. Llegué a tener empleada en la casa. Vivíamos cómodamente en una finca hasta el 2002. El 14 de marzo de ese año, mi esposo salió a revisar su ganado y no volvió. Jamás imaginé que era para siempre. Afortunadamente habíamos sacado a los niños para Villavicencio porque si uno iba para un lado se encontraba la guerrilla y si era para el otro, estaban los paramilitares.

“Él simplemente no llegó. Lo busqué durante tres meses y como iba para arriba y para abajo, los paramilitares comenzaron a decir que era una informante. Fui y le pregunté a los paramilitares por mi esposo y me dijeron que ellos no sabían y me fui a Puerto Alvira, donde estaba la guerrilla, y tampoco me dieron información. Nunca supe quién se lo llevó. Decidí irme porque una vez la guerrilla me fue a buscar a la finca y el encargado les dijo que no estaba, sin embargo le hicieron quitar el candado a la habitación donde yo dormía y entraron a revisar.

“Llegué otra vez a Villavicencio, estaba tan triste que no me acordaba de la responsabilidad que tenía: mis hijos, pero ya conocía un poquito mis derechos. Cuando llegué me fui a las instituciones encargadas de atenderme”.

Surge una líder

Fue en esa búsqueda por reclamar lo suyo que fue aflorando su casta de líder, una cualidad que ella desconocía y que de cierta manera fue reprimida en su familia paterna. “Nací en San Luis, Tolima, en 1973, pero solo estuve allí muy poco tiempo. Mi padre y mi madre siempre vivieron entre Villavicencio y Puerto López. Mi papá era tractorista y mi mamá cosía, pero él era muy andariego y le dijeron que se viniera para Mapiripán.

“Llegué al pueblo con seis años, pero solo me pusieron a estudiar a los 10 años, cuando entré a estudiar primero de primaria. Nosotros vivíamos en una finca muy lejos de la zona urbana y no teníamos acceso a la educación. Además mi papá era muy machista y no quiso que sus hijas estudiaran más de tres años, pensaba que si seguíamos nos volvíamos unas vagabundas. Eso me obligó a trabajar en casas de familia y en los restaurantes lavando loza.

“A los 18 años decidí casarme con Héctor y él me dio un rol diferente. Era un hombre bueno, al comienzo pensaba que no estaba enamorada y lo hacía porque me sentía mejor que en mi casa, pero finalmente me di cuenta que sí. El machismo de la casa quedó atrás. Mi esposo era más liberal y me decía salga y si quiere estudiar hágalo, tenga amigas. Tuvimos tres hijos, el mayor tiene ahora 23 años, la segunda 19 y el menor 17. Además, ya soy abuela.

En las noches yo no dormía, me sentaba al borde de la cama a pensar, no me podía concentrar en nada, la comida me quedaba salada, no quería hacer nada.

Con mi esposo todo fue muy bien hasta 1997, cuando la masacre, ahí comenzó la odisea de nosotros. Los paramilitares estuvieron cinco días y todos los días mataban gente. Nosotros vivíamos en la finca, como a media hora en moto, pero mi esposo bajó al pueblo todos los días en que estuvieron los paramilitares para vender la leche; en esos días, cuando llegaban las 5 de la tarde, yo sentía un desespero, pensaba que lo habían asesinado. Estaba sola y la finca más cercana estaba a una hora a caballo. Mi esposo iba con el niño porque pensaba que así los paramilitares no le hacían nada. En las noches yo no dormía, me sentaba al borde de la cama a pensar, no me podía concentrar en nada, la comida me quedaba salada, no quería hacer nada. Hasta que le dije a mi esposo que nos fuéramos. Cuando llegamos al pueblo las casas estaban solas, los perros aullaban y los gallos cacareaban, solo estaba el ejército”.

Ante la muerte de su esposo, Cecilia templó el carácter, se olvidó del machismo de su padre y se convirtió en una de las líderes más visibles del Meta entre los desplazados y las víctimas de Mapiripán. Conoce como pocos los procesos y las instancias a las que hay que acudir para hacer valer sus derechos.

“Comencé a golpear puertas para conseguir un empleo pero nada. Vivíamos en una misma casa, la de mi papá, con mi hermana y sus hijos, a ella le habían desaparecido su esposo. Lo único bueno era que nos apoyábamos en el cuidado de los niños. Me fui a la UAO (Unidad de Atención e Información) pero se demoraban en atendernos. Me tocó irme a pie porque no tenía ni para el pasaje, ni para tomar algo. Por eso de un momento a otro me paré y le dije a la señora que atendía: “usted está ahí porque yo soy desplazada y usted es mi empleada porque el gobierno la puso ahí para que me atienda. Le di duro a la mesa y le reclamé mis derechos. Ese día lloré de rabia. Salí y había otras mujeres llorando, les pregunté: ‘¿ustedes por qué lloran?’ y se quejaron del servicio, cogí a una de la mano y la llevé y le dije a la señora ‘por favor me la atiende’ y luego a otra…

“Me seguí moviendo y me di cuenta que existían asociaciones de desplazados. Pregunté y me dijeron que eso servía para exigir los derechos. Comencé a capacitarme y, como me faltaba un año para terminar el bachillerato, lo hice. Lo terminé en el 2003, hice un curso en el Sena de vendedor profesional y al mismo tiempo trabajaba en casas de familia. Vendía pan por la calle, hacía latonería de carros y si no era eso vendía comida. Así sostenía a mis tres hijos. Una persona de Bogotá nos asesoró y pusimos una tutela, la T 025, gracias a la cual nos dieron la EPS, generación de ingresos y los derechos que teníamos, hasta me llegó la carta cheque. Para el 2005 ya tenía casa.

“En ese tiempo mis hijos sufrieron mucho en el aspecto psicológico. El mayor, que era un buen alumno comenzó a bajar el rendimiento. La profesora me llamó y dijo que iba a perder el año porque vivía como en la nube. El niño dijo que lo molestaban por ser desplazado. Le dije que les iba a preguntar directamente a sus compañeros si era verdad que le tenían rabia y que si era un delito ser desplazado. A pesar de que me pidió que no lo hiciera lo hice. Un día vi en su mesa de noche un montón de cartas y me contó que se las habían escrito en el colegio, en ellas los compañeros le decían que querían ser sus amigos. Después de eso se le acabó el problema. A la niña le pasó lo mismo y al menor le daban ataques.

El niño dijo que lo molestaban por ser desplazado. Le dije que les iba a preguntar directamente a sus compañeros si era verdad que le tenían rabia y que si era un delito ser desplazado.

“Una señora me vio condiciones de lideresa y me dijo, la primera señal para saber que usted tiene ese talento es que usted invite a una reunión y le llegue la gente. Me propuse organizar una asociación de mujeres y a la primera reunión llegaron 34. Me eligieron presidenta. Eso fue en el 2004 y las cosas comenzaron a moverse rápidamente, en el 2008 me entregaron una tierra. Luego impulsamos la red de mujeres desplazadas, de la cual forman parte 58 organizaciones.

“Con la asociación conseguimos unas máquinas, luego un taller de confecciones y posteriormente iniciamos un proyecto de cárnicos, pero comenzaron las amenazas por la tierra que me dieron. Me tocó salirme de Villavicencio y comenzar nuevamente de cero.

“En Bogotá me dieron la reparación administrativa por mi esposo y eso me sirvió para recomenzar. Cuando volví a Villavicencio retomé el tema de Mapiripán. Busqué a las víctimas e hicimos una reunión para identificar a las reclamantes de tierras. Así comencé a orientarlos para que exigieran sus derechos”.

Cecilia ha sido vital para que el proceso de reconocimiento de Mapiripán como sujeto de reparación colectiva sea un hecho. Hoy por hoy su visión del futuro, a pesar de lo que ha tenido que vivir y de tener que comenzar de cero en varias ocasiones, es optimista. Es una de las víctimas que cree en el proceso de paz, aunque reconoce que le costó un tiempo aceptarlo. “Al comienzo no creía pero me fui capacitando. Entendí qué era lo que negociaban y participé de los eventos que organizaban en Bogotá y Guaviare para analizar las propuestas que iban para La Habana. Ahí me di cuenta que eran unos puntos específicos y me metí en el cuento. Por eso defiendo el proceso. Aunque sé que no es la paz lo que se negocia allá, es el fin del conflicto, lo que viene ahora es la reconstrucción del tejido social, porque la paz comienza por casa”.