- Alejandra Rodríguez Cabrera
Un día de 1982, Carlos Rodríguez, bogotano, llegó a Pasto trasladado por la empresa en la que trabajaba. En la capital nariñense conoció a quien fuera su esposa, Cecilia Cabrera. “Yo vivía en el centro de Pasto y una noche de 1982, en un sitio de comidas en el primer piso de mi casa, se encontraba un amigo con Carlos, quien al saludarlo me dijo que él (Carlos) me quería conocer”, recuerda Cecilia, que, sin saber, aprendió la frase del gran escritor argentino Jorge Luis Borges: “Todo encuentro casual es misteriosamente una cita”. Pero esa noche su primer encuentro se limitó al intercambio de saludos, miradas y otras pocas palabras.
Sin embargo, otro día, en el mismo negocio, de nuevo la presencia de su amigo y Carlos hizo que Cecilia no pudiera ocultar la sospecha de que ese segundo encuentro no fuera fruto de la coincidencia ni del azar, sino de un plan premeditado de conquista. Ese día, las palabras superaron las fronteras del saludo y se transformaron en futuras invitaciones.
“De ahí en adelante comenzamos a salir, empezó a visitarme y fue muy bonito porque teníamos algo en común, que era que a los dos nos gustaba el deporte. Recuerdo que cuando éramos novios él hacía unas cajitas en papel, me enseñó a hacerlas y allí me escribía mensajes de amor”, recuerda.
La ‘traga’ fue mutua y contundente: a los 10 meses se casaron en Pasto. La bendición del sacerdote, el 23 de junio de 1983, hizo que Cecilia se quedara en Pasto seis meses sin todavía haber terminado su carrera de economía.
“Pronto quedé embarazada de mi primer bebé y en la Semana Santa de 1984 lo perdí; tenía exactamente siete meses de embarazo. Fue una pérdida rara porque a los siete meses de embarazo todo estaba normal y nunca supimos qué pasó con la bebita; de todos modos fue un golpe duro para los dos”, rememora Cecilia. Esa tristeza fue rebasada gracias a la solidez de los sentimientos que se profesaban.
“Mi esposo era un hombre tierno, cariñoso, optimista, comprensivo; era una persona íntegra y transparente en su modo de actuar, con un tono de voz muy agradable y espectacular”, afirma.
La familia de Carlos estaba compuesta por madre, padre y tres hermanos: Gustavo, el mayor, vive desde hace años en Estados Unidos; César, el de la mitad, y Carlos, el menor.
Durante la adolescencia, Carlos desbordaba simpatía, generosidad y alegría; cualidades propias del amiguero y fiestero. “Era el más sociable; todo el mundo lo quería, tenía buenos sentimientos con los demás y despertaba lo mismo de la gente”, cuenta su hermano César.
Pero las alegrías de su juventud no fueron garantía de venturanzas en la adultez. A principios de 1985, al papá de Carlos, don Enrique --juez que en medio de leyes, códigos y sentencias logró contar con buenos amigos en la rama judicial--, le ofrecieron la administración del Palacio de Justicia, junto con un amigo.
“Carlos y yo estábamos sin trabajo, y el amigo de don Enrique nos ofreció administrar la cafetería. Nosotros no teníamos ni idea de eso, éramos jóvenes: yo tenía 25 años y Carlos, 29; pero, finalmente, aceptamos y fuimos a conocer el sitio, que nos gustó mucho porque en realidad no era una cafetería. Se trataba de un restaurante donde cabían más de 100 personas, en el que tanto el chef y los meseros eran egresados del Sena. Los clientes eran magistrados, gente del Congreso y de la Alcaldía (Mayor), lo que nos pareció muy interesante”.
Asumieron la administración hacia finales de junio de 1985. Cecilia estaba nuevamente embarazada; con seis meses, de su hija Alejandra. Les estaba yendo bien y se sentían contentos con la administración de la cafetería. Ella trabajó hasta el martes 1 de octubre de 1985, día en que nació Alejandra, y regresó a trabajar el martes 5 de noviembre, haciendo caso omiso de los 45 días de licencia de maternidad.
“El miércoles 6 de noviembre, Carlos salió cerca de las siete de la mañana; se despidió normalmente -nosotros vivíamos en Chapinero- y lo último que me dijo fue que hiciéramos las diligencias con el padre Fray, un sacerdote de la Iglesia La Porciúncula, para adelantar las cosas referentes al bautizo de Alejandra. Me dijo: ‘Te espero a las diez de la mañana, igual que ayer, chao’, y me dio un beso. Como a las nueve y treinta, me llamó desde el Palacio, exactamente desde el teléfono ubicado en el sótano, del mismo al que yo lo llamaba. En esa conversación, Carlos me dijo que ya había ido al banco a consignar el dinero del día anterior y que me esperaba en el Palacio a eso de las diez. Eso fue lo último que hablamos.
“Finalmente, yo salí de mi casa más tarde porque doña Helena, mi suegra, que se quedaba cuidando a Alejandra, salió a hacer una diligencia, en lo que se demoró más de lo normal y llegó a la casa cerca de las once. A esa hora salí para el Palacio de Justicia y llegué al centro hacia las 11:40 am. Antes de llegar al Palacio me pasé, como de costumbre, por la iglesia de San Judas Tadeo, en la décima con décima, a orar durante unos minutos. Cuando empecé a subir, vi que la gente corría, ya todo estaba acordonado, venían tanquetas (vehículos militares) hacia el centro y alguien me dijo que se habían tomado el Palacio de Justicia. Logré tomar un taxi hasta la casa de mis suegros y desde allí comenzamos a llamar al teléfono del sótano del Palacio, pero ya nadie contestaba. No volví a saber nada de Carlos.
“Luego vinieron las luchas, los plantones y las protestas, en compañía de varias familias de las personas desaparecidas durante la toma del Palacio de Justicia, para conocer el paradero de nuestros familiares”, continuó.
A don Enrique, el papá de Carlos, santandereano de nacimiento, la vida se le acabó en noviembre del 2010, a sus 90 años de edad, 25 de los cuales los dedicó incansablemente a la búsqueda de su hijo. Doña Helena, originaria de Norte de Santander, también con 90 años, falleció siete meses después que don Enrique, esperando la verdad sobre lo que le ocurrió a Carlos.
Por su parte, Alejandra -hija de Carlos y Cecilia hoy de 31 años y con tan solo 35 días de nacida en el momento que desaparecieron a su papá-, se refiere a lo complicado que ha sido conocer a su padre a través de los relatos de familiares y amigos. “No ha sido una tarea fácil; un poco por el tema de la dificultad de lo que representan para mi mamá, mi tío y mi abuelito -cuando estaba vivo-, los recuerdos de quién era mi papá, pero creo que con un poco de esfuerzo y el hecho de sentarnos y explicarles a ellos lo importante que es para mí reconstruir la figura de mi papá, saber quién era, cómo era, ha ayudado en algo”, afirma.
Con la ayuda de los relatos, Alejandra logro hacer un boceto de la figura de su padre; con la forma de ser de sus abuelitos, ya fallecidos, y de sus tíos, elaboró un retrato de sus sentimientos y conducta, que le ha servido para imaginárselo viviendo con él. “Estoy segura que si estuviera acá conmigo sería el mejor papá del mundo”, continúa.
Hoy Alejandra es una abogada y estudiante de un magister en derecho internacional que, en sus momentos de añoranza, le escribe poemas al papá, porque para ella él se ha convertido en un verso viviente que rima con su amor confeso y eterno.
- Alejandra Rodríguez Cabrera