Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas

El Salado, la masacre que se repitió

Este corregimiento de El Carmen de Bolívar sufrió dos masacres en tres años; la mayoría de las víctimas fueron ajusticiadas en la plaza central del pueblo. En la última matanza los paramilitares tuvieron apoyo de helicópteros.

Por: César A. Marín Cárdenas.

Después de tres años de la matanza del 23 de marzo de 1997, en la que 50 paramilitares asesinaron a cinco personas en la plaza central del pueblo, nadie en El Salado se imaginó que la violencia calcaría esa tragedia solo que en peores proporciones: entre el 16 y el 21 de febrero del 2000, 450 paramilitares dieron muerte a 60 personas.

Tras la masacre se produjo el éxodo de toda la población. La mayoría de los habitantes de este corregimiento, jurisdicción de El Carmen de Bolívar que pertenece a la región de los Montes de María, se consagraban a la producción de tabaco, yuca, ñame, maíz, ajonjolí y leche. Entre los agricultores asesinados en la masacre del 2000 estaba don José Irene Urueta Guzmán.

“Tengo unos recuerdos muy lindos de mi papá durante mi infancia y la de mis hermanos, él era una persona muy especial con nosotros. Nos consentía mucho a todos; jamás nos levantó la mano para castigarnos, y nunca se escuchó una mala palabra o grosería de parte de él. No pasa ningún día de mi vida sin que lo tenga presente”, cuenta Ruth Esther Urueta Sánchez, hija de don José Irene.

Era un hombre con una generosidad sin límites -según cuenta-, quien desde pequeños les enseñó a sus siete hijas y un hijo las labores del campo. “Nosotros vivíamos en ese tiempo en una finca no muy distante del pueblo, y mi papá nos inculcó las cosas del campo como montar a caballo y en burro, echar agua, cortar leña, arrancar una mata de yuca, entre otras cosas”, recuerda Ruth Esther.

Cuando ocurrió la primera masacre, en 1997, toda la familia se desplazó a una finca muy cercana a Ovejas, Sucre. Don José Irene también se llevó para ese lugar más de 50 cabezas de ganado y unos cerdos de su propiedad, pero solo duraron allá como siete meses y se devolvieron para El Salado. Tres años después ya tenían cerca de 80 cabezas de ganado.

La masacre de febrero del 2000

“Yo estaba en Ovejas cuando ocurrió la masacre. Mi mamá nos contó que a mi papá lo tenían los paramilitares encerrado en una casa y que se había escapado hacia los lados de la montaña, donde está ahora la antena de celulares (en una cima cerca de la entrada del pueblo), y que a la mayoría de la gente la asesinaron en la plaza central del pueblo”.

Con la esperanza de que esa huida hubiera cosechado su fruto, la esperanza germinaba; sin embargo, el paso de los días sin ningún indicio de supervivencia, luego de la salida de los paramilitares de El Salado, comenzó a sembrar el mal agüero.

“Como a los 15 días de ocurrida la masacre, el cuerpo de mi papá fue encontrado en esa montaña cerca a donde hoy está la antena. Finalmente fue enterrado en una bóveda en el cementerio de El Salado, junto con el cuerpo del marido de una sobrina de mi papá, también asesinado en la masacre”.

La muerte de don José Irene trajo consecuencias nefastas para el hogar: “Mi mamá se enfermó, la familia quedó completamente rota, la unidad se vio muy afectada y la economía se dañó porque buena parte de los bienes de su papá se perdieron”, agrega Ruth.

Recuerda que desde hace 15 años comenzaron a llegar fundaciones y entidades para acompañar a la comunidad en su recuperación luego de la masacre, aunque cree que ha faltado más articulación entre las unas y las otras para que de la mano de la gente saladera se logre dejar atrás esos hechos que llenaron de tristeza nuestros corazones.

“Acá llegaron la Fundación Semana, el Incoder, Acción Social (hoy Unidad para las Víctimas) y otras entidades a trabajar por la reparación de las víctimas. Sabemos que ya han indemnizado a algunos y otros faltamos, pero reconozco que el acompañamiento de esas entidades ha sido valioso”.

Ruth también rescata el proceso con las Farc. “El desarme de esa guerrilla ha generado bastante tranquilidad en esta región. Hasta hace unos años la situación por acá era bastante tensa, y hoy sin ese grupo armado la cosa por acá está mejor”.

Sobre el perdón asegura que “no puedo odiar a nadie. Si algún día las personas que mataron a mi padre me piden perdón, pues se los daré, porque el que no perdona y odia no tiene tranquilidad en su vida”.

Hoy, mientras el marido de Ruth trabaja en labores del campo, ella todos los días le saca punta a la enseñanza optimista de su padre: “cuando llegue la cosecha nos va a ir bien”, así, con la fe siempre en alto, se rebusca el sustento con una máquina remendando ropa a sus vecinos y amigos saladeros, y cosiendo con esperanza un futuro mejor.

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