El bautizo
César Ramos y Carmelina Cuesta nunca sospecharon que a punta de coco, maíz y plátano estaban criando, en medio de la jungla chocoana, a dos futuros sacerdotes; sus otros seis hijos nunca se sintieron atraídos por las sotanas, los escapularios, las estolas, las casullas, las ostias ni el evangelio, quizá porque en el Chocó no se puede esquivar el versículo 19 del Génesis: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Uno de sus hijos, Antún Ramos, nacido en Bagadó hace 43 años, sí lo eludió o, mejor, lo acomodó a su manera cuando decidió ganarse el pan con el sudor del espíritu, sin siquiera imaginar que hacia los 28 años, en Bojayá, la vida también le haría sus ajustes a la fuerza y le enseñaría que también se la ganaría con el trasudor, esa especie de angustia ocasionada por la congoja.
El matrimonio
En el año 2000, luego de ordenarse como sacerdote, Ramos llegó a Bojayá, municipio empotrado sobre la ribera del río Atrato –cuyas márgenes en la tarde para el poeta colombiano Juan Manuel Roca “semejan una plateada cimitarra” – para seguir el mandato del lema del escudo bojayaseño: “Creatividad, trabajo y decisión”. Allí, apoyó al padre Rogelio Salazar en sus labores litúrgicas hasta que lo remplazó como párroco de la iglesia del pueblo.
En esas andaba cuando en el año 2002, en un lapso de seis meses, le tocó peregrinar por sus propias adversidades y pesadumbres. Su familia sufrió una triple tragedia: en febrero, Carmelina, su madre, falleció de un infarto, cuando huía de las balas por culpa de un hostigamiento que sufrió una estación de policía de Quibdó perpetrado por las Farc; en junio, el ELN secuestró a un hermano, por quien la familia debió pagar una alta cifra de dinero que no tenían.
No obstante, sería el mes de mayo cuando el dolor y el desconcierto allanarían su alma sin contemplación y partirían en dos rebanadas su vida.
Las honras fúnebres
“El 3 de mayo regresamos a Bojayá con bolsas de basura para sacar los muertos. Con sorpresa vimos que Minelia, la loquita del pueblo, había decidido no abandonar el pueblo para quedarse con los muertos y organizarlos a su manera: la cabeza de un niño con el cuerpo de un adulto y con dos pies izquierdos, y así el resto; de todos modos, esa noche ella ayudó a varios heridos que se quedaron ahí, suministrándoles agua y haciéndoles torniquetes”.
“Ese día un médico de Vigía me dijo que había que enterrar los cuerpos cuanto antes por temor a una epidemia. Yo no entendía el tema de la fosa común, porque para nosotros los afrodescendientes los muertos son tan importantes como los vivos. A cada muerto, si es mayor de 15 años, hay que hacerle un velorio y nueves días de rezo; si es menor de 11 años, un gualí o chigualo, que es una tradición que tenemos aquí, africana, y que la iglesia la cristianiza, en la que no se llora sino se danza y se cantan arrullos”.
Fue un problema hacer entender a la gente que sus tradiciones se iban a enterrar en una fosa común. Para los bojayaseños ese tema no es negociable. Antún debió explicarles que había que abrir un hueco de 3x3x3 para tirar los muertos en bolsas. Además, el comandante de la guerrilla amenazó con desaparecer los cuerpos, seguramente pensando en la llegada de los medios de comunicación.
“En ese momento nadie quería llevar los cuerpos a una fosa. Finalmente, el alcalde encargado les dio 4 millones de pesos a varias personas y les encimó unas botellas de aguardiente y unos tapabocas para que se llevaran los cadáveres, que ya estaban en proceso de descomposición. Yo fui en el primer viaje para dejar a los muertos en la fosa. Cuando regresamos nos pasamos a Vigía y nos ubicamos en la casa de las monjitas, lugar en el que habían varios bojayaseños hospedados”.
Durante esos momentos, Antún buscó mantener los pies en la tierra. Le pidió a Dios que le diera luz para determinar el paso a seguir, porque una mala palabra o un mal direccionamiento de él podría agravar las cosas, porque como lo dice un principio evangélico “un ciego no puede guiar a otro ciego”.
“Varios sacerdotes y misioneros de diferentes lugares de Colombia llegaron a Bojayá. Alrededor de 12 sacerdotes comenzamos casa por casa a echar agua bendita porque la gente sentía que su hogar había sido contaminado. Hicimos oraciones de liberación en las viviendas y entierros simbólicos, gualí, novenas y mucha pedagogía; todo eso desde el punto de vista espiritual”.
La desesperanza
“Para la gente la situación no fue fácil porque ellos entendían que era la casa de Dios, que se iba a respetar, y que Dios debía hacer respetar su casa. Al final quedó claro que Dios crea hombres libres que pueden atacarlo a él atacando a seres humanos como los que estábamos en la iglesia”.
“Hubo mucha gente que no volvió a la iglesia. Me preguntaban: ‘¿Padre, Dios dónde estaba?’ ‘¿Padre, por qué nos pasó esto si yo colaboraba siempre con todas las causas de la iglesia, y hoy murieron cuatro de mis hijos?’ Digamos que eso tiene una explicación en el sentido de que los que tiraron esa pipeta es gente cargada de un odio y una rabia que no les permitió pensar en el daño que podían causar.
“La gente cuestionó mucho su fe, pero yo no, ya que gracias a Él estoy vivo, porque en el momento en que estalló la pipeta una persona que se puso de pie para ir al baño recibió toda la onda explosiva que lo despedazó. Su cuerpo me protegió: Ese recuerdo me duele, pero así fue. De todos modos, pese a las circunstancias, creo que la mayoría de la gente conservó la fe en Dios y sentían que Él estaba con ellos”.
Hoy, con 43 años de edad, Antún no sabe si actuaría de la misma manera. Seguro dudaría. Ahora piensa en otro tipo de cosas, pero sí tiene claro que ayudaría a mucha más gente, especialmente, cuando recuerda que por culpa de la intensidad del combate no pudieron sacar más heridos.
“Yo tenía mucha rabia, porque cuando atravesamos el río y llegamos con todo esa cantidad de heridos a Vigía, el comandante de la guerrilla cuando me vio sangrando me preguntó: ‘¿Padre que le pasó?’ Y yo lo insulté, le dije muchas cosas, pero a la vez me acordé de una frase de Gandhi que decía: ‘tú no puedes rebajarte al nivel de tu opresor’, y también de aquel pasaje que decía Cristo: ‘perdónalos porque no saben lo que hacen’; después hablé más calmado con ese comandante. Creo que desde ahí comenzó mi proceso de perdón. Además, uno debe controlar el odio en esos momentos porque eso se vuelve también un espiral de violencia
El perdón
El perdón de diciembre del 2015, por parte de las Farc, fue el resultado del viaje a Cuba de 11 víctimas de Bojayá, toda vez que ese grupo guerrillero expresó su intención de pedir perdón.
“Inicialmente, la reunión estaba prevista para unas cuantas horas y duró dos días porque fue desgarradora. Una señora que perdió 22 familiares le habló a las Farc. Varios miembros de la cúpula de ese grupo lloraron escuchando a las víctimas. Eso nunca se vio porque la reunión fue privada.
“Yo arranqué mi intervención diciéndoles que tenía todas las razones para odiar, debido a que ellos habían matado a mi mamá y habían atacado a mi parroquia repleta de mi gente, pero que yo partía de un principio cristiano según el cual quien guarda rencor y odia está enfermo. Yo quería vivir sano, sin agregarle más preocupaciones a mi vida. Entonces en diciembre del 2015, luego de consultar con la comunidad, se hizo el acto de perdón. Yo, contrario a lo que puedan pensar los detractores de esa guerrilla, vi en las Farc sinceridad y dolor en su acto de perdón y en su expresión al lamentar lo sucedido, así lo sentí”.
“Para nosotros es claro que la mayor responsabilidad la tienen las Farc, ya que ellos fueron quienes lanzaron la pipeta, pero también hay una gran responsabilidad de parte del Estado, porque debieron proteger la vida, honra y bienes de sus ciudadanos, y está claro que no lo hizo; especialmente, al saber que para llegar a la zona, los paramilitares atravesaron varios retenes de la Armada y no los vieron”.
No obstante, Antún tiene un sentimiento que se balancea entre el dolor y la decepción: tiene entendido que el Ejército ha previsto pedir perdón, pero porque lo obliga una sentencia judicial y no porque surja del corazón.
“En la guerra no hay ni vencedores ni vencidos, todos perdemos. La guerra es una canallada que se inventaron unos cuantos y que golpea a los más débiles como lo es la gente del campo. Yo soy feliz después de la masacre de Bojayá, porque aprendí que pocas cosas me angustian y me molestan. Es que frente a un problema uno tiene dos posibilidades: o se coge un lazo y se ahorca, o se comienza a caminar, y yo decidí seguir caminando a pesar de los problemas y las dificultades”.