Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas

Mediación comunitaria, la oportunidad de El Salado para no anclarse en la violencia

Al cumplirse 20 años de la masacre en este corregimiento de El Carmen de Bolívar, sus habitantes trabajan para vencer la desconfianza, la herida más honda que dejaron los violentos a su paso.

Por: César A. Marín C.

El Salado (El Carmen de Bolívar, Bolívar). 16 de febrero de 2020. Hay conflictos grandes, violentos, que desgarran vidas y hacen correr la sangre; y hay conflictos pequeños, sutiles, a menudo imperceptibles, que estropean la convivencia, aunque no se traduzcan en agresiones físicas. De los dos han sabido en El Salado, un corregimiento de El Carmen de Bolívar, en la región de los Montes de María, que sufrió dos masacres en tres años. 

“Acá en El Salado hubo dos masacres: la de marzo de 1997, en la que mataron a mi marido y cuatro personas más, y la de febrero de 2000, en la que asesinaron a cerca de 60 saladeros”, cuenta Elvia Rosa Badel, actualmente mediadora comunitaria del lugar. 

“El 23 de marzo de 1997, los paramilitares llegaron a las 5:30 de la mañana. Gritaban que iban a quemar el pueblo. Llegaron unos con las caras pintadas, otros con pasamontañas, con radioteléfonos y con armas largas y uniformes camuflados. En el parque ‘Cinco de noviembre’ mataron a la profesora Doris Torres Medina y a los señores Esteban Domínguez, Énder Torres y Néstor Arrieta. A mi esposo, Álvaro Pérez, que era el presidente de la junta de acción comunal de El Salado, lo sacaron de nuestra casa, se lo llevan y lo matan a cuatro kilómetros del pueblo”, recuerda.

“Dejó siete hijos. Era un campesino. Cultivaba tabaco, yuca, ñame y ajonjolí. Tenía sus animalitos y era comerciante”, dice Elvia Rosa. Afirma que, gracias a todo eso, vivían bien. “Era un luchador por los derechos de los saladeros. Buscaba el bienestar para el corregimiento, para que llegara el acueducto, la luz (en ese momento no había energía), para que se construyera la carretera (en esa época era una trocha). Él quería ayudar a la comunidad, tenía mucha sensibilidad con los problemas de los demás”, rememora su viuda con nostalgia.

Explica Elvia Rosa que, también ese día, los paramilitares pintaron las casas con las siglas ‘AUC’, quemaron una tienda que pertenecía a la profesora y un supermercado ubicado al lado de la plaza central y que dijeron que volverían porque no se iban a ir de la región. El pueblo quedó prácticamente desocupado: la mayoría de los vecinos abandonó El Salado, aunque poco más de la mitad retornó a los tres meses. No sería la última vez que tendrían que marcharse. Después de la masacre del 18 de febrero del 2000, en la que fueron asesinadas cerca de sesenta personas, muchos se desplazaron nuevamente. 

Aprender a vivir después de tanta muerte 

Tras la segunda masacre, llegaron a El Salado entidades públicas y privadas con el objetivo de reconstruir el fracturado tejido social. “Como consecuencia, estamos en un proceso de reparación colectiva con la Unidad para las Víctimas. Eso ha tenido sus cosas buenas y otras no tan buenas, pero considero que el acompañamiento a la comunidad ha sido importante y, sobre todo, desde hace un tiempo para acá, destaco el tema de los mediadores comunitarios”, indica Elvia Rosa.

El proyecto de mediadores comunitarios es una estrategia desarrollada por la Unidad para las Víctimas, con apoyo del Banco Mundial, dirigida a la resolución de conflictos en poblaciones que se encuentran en la ruta de la reparación colectiva. La guerra deja a su paso traumas, desconfianzas, miedos y rencores que, de no abordarse, afectan gravemente la convivencia en el largo plazo. Si se aprende a gestionar el conflicto de una manera constructiva, pueden evitarse nuevos brotes de violencia.  

“Con el proyecto de mediadores comunitarios hemos logrado zanjar diferencias y rencillas entre vecinos y conocidos. Pudimos intervenir en problemas intrafamiliares, como el caso de un padre de familia que peleaba con sus hijos y sin razón alguna los echaba de la casa”, afirma Elvia Rosa con orgullo sobre su papel como mediadora comunitaria. “Esas situaciones se han podido solucionar y todo ha redundado en el bienestar y buena convivencia de los saladeros”. 

Los mediadores comunitarios son líderes naturales, habitantes de las comunidades, que favorecen la convivencia y quienes, a través de un proceso de formación, desarrollan habilidades y competencias que les permiten contribuir, de manera pedagógica, a la restauración de relaciones entre las personas y entre las comunidades que se encuentran en situaciones conflictivas.

Para muchos en El Salado, hablar de mediación de conflictos era algo nuevo hasta hace unos meses. Sin embargo, esta herramienta se ha convertido en el mejor pretexto para reconstruir el tejido social de la comunidad, retomar costumbres y recuperar la confianza en los demás. Hoy, 33 de los 63 mediadores son, a su vez, “multiplicadores” de esta estrategia que busca reconocer y transformar las estructuras, prácticas y mentalidades excluyentes y violentas, y propiciar el desarrollo de una conciencia que favorezca la construcción de relaciones basadas en el diálogo y la convivencia pacífica. 

“Como mediadora me he sentido muy bien. La comunidad ha estado muy dividida y no han faltado los roces entre vecinos o con otros miembros de la población, pero se han podido solucionar”, comenta Elvia. A su juicio, en el taller aprendieron a “superar ese dolor fuerte que dejó la guerra, a solucionar las diferencias de manera pacífica y a no dejarse llevar por los impulsos. Aprendimos también a comportarnos, a no acusar a nadie sin tener fundamentos, a mirarnos como amigos y a compartir”, añadió Elvia Rosa.

Otra de las mediadoras es Neida Narváez, víctima de desplazamiento forzado tras la masacre del 2000. “Antes de hacer los talleres la gente venía con una desconfianza muy grande, la gente no creía en el otro, no creía en nadie, no creía en sus vecinos; por eso había que trabajar en este tema”, recuerda.

Neida explica que, “por lo menos en las reuniones”, la gente ya deja que los otros hablen, ya saben escuchar, porque antes era un problema y había discusiones y peleas. “Con los talleres y jornadas de mediación comunitaria se han ido aprendiendo buenas prácticas”, anota.

“Ahora también nos abrazamos, nos hemos perdonado; a veces hasta en las mismas familias en las que había rencillas se han hecho esos acuerdos de mediación, porque qué bonito estar unidos y no tener rencores ni con el papá ni con la mamá”, dice satisfecha. 

“Es algo que nos ha dado buenos resultados”, recalcó. “Este es uno de los proyectos bandera por encima de los proyectos de cualquier otra índole que hayan traído a El Salado”.

“A mí esto me parece muy bonito. Las personas que, por una u otra razón, no han querido vincularse al proyecto seguramente vivirán con amargura y con resentimiento y eso no sirve de nada porque terminan enfermándose. Es claro que cuando uno carga muchas amarguras en su vida las cosas no marchan bien. Los rencores enferman el alma y el corazón por eso lo mejor es estar en paz con uno mismo y con los demás”, opina.

Yaniris Torres, de la vereda Villa Amalia, coincide con sus colegas mediadoras. “La experiencia ha sido muy bonita. Esto me ha servido mucho, me transformó mi vida porque ya no soy la misma de hace dos años”. En su opinión, “esta labor ha beneficiado a la comunidad saladera […], el tejido social en el corregimiento y sus veredas se encuentra bastante deteriorado y, sin embargo, con las acciones como mediadores se han ido rescatando muchas cosas que se habían perdido. A Yaniris la pone contenta que “la misma comunidad diga que los mediadores comunitarios han servido mucho para mejorar el tema de la convivencia en El Salado”.

Y, así, la vida, poco a poco, logra sobreponerse. 

Hoy, Elvia Rosa comparte su tiempo entre la mediación comunitaria, la venta de gallinas y cerdos, y sus cultivos de pancoger en la parcela donde siembra yuca, maíz y ñame. No se olvida de Álvaro, “un hombre generoso, buen padre y gran esposo”. Como mediadora, Elvia busca el bienestar de los saladeros. Es también una forma de honrar la memoria de su esposo y la de tantos que, como él, ya no están. 

Elvia, Neida y Yaniris coinciden en afirmar que por este tipo de proyectos debería comenzar siempre la reparación a las víctimas y, especialmente, a las comunidades que sufrieron la violencia, porque sin recuperar la confianza entre sus habitantes, es imposible sacar adelante cualquier propósito colectivo. 

Hoy, El Salado quiere que lo miren de otra manera: como el pueblo que logró salir de ese conflicto invisible, no el armado, sino el que rompió sus lazos de confianza entre vecinos, amigos y compadres. 

 

 

 

 

 

 

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