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“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión”, Nelson Mandela

Héctor Tello, fabricando el futuro para los afros

Desplazado por el conflicto armado, es una de las más de un millón de víctimas perteneciente a la población negra, afro, raizal y palenquera en el país. El folclor del Pacífico y el deporte han sido sus bastones para ayudar a personas con discapacidad, a personas mayores y a los hijos de los sobrevivientes de este fratricidio nacional.

Por Erick González G.

“Lo más duro es que en Tumaco uno como doliente no tiene derecho a velar a su ser querido, no tiene derecho a sentir el dolor, a llorar su muerto, porque esos criminales están toda la noche molestando en la moto por una esquina o por la otra, haciendo tiros”, la frase es de Héctor Tello, sobreviviente del conflicto armado, cuyas palabras apuntan a la noche del 2007, en la que tuvo que despedir, con mucho riesgo por su vida, a su hermano mayor asesinado, debido a su renuencia a pagar más ‘vacunas’, por el mismo grupo armado ilegal que años atrás fraguaba su muerte por evitar, con el arte, el folclor y el deporte, el reclutamiento de los jóvenes que estaban por definir su situación militar.

“Vos, perro, vos sos el que andás en contra de nosotros, mandando a los muchachos pal’ Ejército. Tenés 24 horas pa’ largarte de aquí”, vociferaron, después de romperle algunos dientes de un culatazo, un par de guerrilleros que empujaron a que Héctor se desplazara, el 27 de noviembre del 2000, hacia Bogotá. “Todo al que corretean en Tumaco no se queda en Buenaventura ni en Cali porque los grupos armados ilegales lo ubican fácilmente. Yo fui objetivo de guerra tanto de paramilitares y guerrilleros, solo que la guerrilla sí llegó hasta mi casa”, afirma.

Un memorial violento   

El Pacífico sur de Colombia ha sido históricamente un anfiteatro para la guerra por el control territorial. Primero por las arremetidas independentistas en las que comunidades negras e indígenas lucharon a favor de los ejércitos leales a la Corona española en contra de los intereses patriotas, en tiempos de la Reconquista, cuando el mismísimo Antonio Nariño, durante su campaña, fue derrotado en la Batalla de los ejidos de Pasto, en 1814, pocos días después de su victoria en la Batalla de Tacines. Luego, por las campañas de Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, entre 1821 y 1826, en las que acabaron definitivamente con cualquier atisbo de resistencia realista y las dos rebeliones de Pasto.

Ahora, el karma de la violencia se ha decantado por una guerra fratricida por el control del narcotráfico y de la minería ilegal –las Farc, presentes desde los años 60; paramilitares del Bloque Libertadores del Sur, desde 1999 al 2005 y la banda criminal emergente Los Rastrojos, según datos del Centro de Memoria Histórica–, que ha cobrado, de acuerdo con el Registro Único de Víctimas (con corte al 30 de abril de 2019), 330.716 víctimas por el conflicto armado en el departamento de Nariño.

La conminación y la muerte de su hermano hicieron que Héctor sea una de las 3.728 víctimas de homicidio; de las 4.636, por amenazas y de los 92.081, por desplazamiento forzado, que registra Tumaco. Y por su ADN, forma parte de las 1.035.068 víctimas del conflicto armado pertenecientes a las comunidades negras, afrocolombianas, palenqueras y raizales, equivalentes al 11,75 por ciento del total de víctimas del país. 

Por una jota pacífica

Justamente esa impronta, orgullosamente negra –como él mismo se define–, que vibra de currulao de cambio, currulao de corona, juga, patacoré, marimba de chonta, guaneña, jota, jota careada, condoteña, cruzada y sangrienta, pango y moña, hace que con sus 43 años y metro noventa de estatura, esos recuerdos entrañen no enojo, que es pasajero, sino algo de rabia, de esa que se ha inmiscuido en el alma para lograr un efecto transformador, que con el tiempo enseña cómo mejorar las cosas.

Esa herencia musical y dancística cultivada en su infancia, en las escuelas artísticas Renacer Negro y Danzas Negras, de Tumaco, y los conocimientos deportivos de su licenciatura en Educación Física –que inyectó a los jóvenes de las escuelas y colegios del municipio, para que aprovecharan su tiempo libre–, decidió replicarlos en Bogotá.

Ese eco tornó su vida en una jota sangrienta, baile que dramatiza la lucha y la conquista. Cada empeño suyo hacia su objetivo ha sido una gresca contra el ocio y la delincuencia por el afecto hacia la infancia y la juventud, sin olvidar su peor adversario: su pasado.

“Yo sufrí una persecución seria en Bogotá”. Vivió en albergues de paso en Teusaquillo y en San Cristóbal, sectores donde casualmente tuvo como vecinos a paramilitares reinsertados. “La misma noche en que ellos se pasaron a esa vivienda, en Teusaquillo, les pusieron unos petardos, y en San Cristóbal fueron atacados por guerrilla urbana. Eso me dio desconfianza y comencé a rentar habitaciones, cambiando estratégicamente de vivienda porque veía a negros que en ese momento pertenecían a esos grupos armados ilegales de Tumaco, que habían dejado de contratar a paisas porque se camuflaban mejor y conocían a casi todo el pueblo, y así era mucho más fácil ubicarnos”.

En la capital se encontró con mucho ‘correteado’ de Tumaco, de todos los estratos socioeconómicos. Y mientras eludía peligros, Héctor gambeteaba el desempleo jugando fútbol en los equipos de grandes empresas, que le pagaban por cada partido jugado. “En un fin de semana jugaba hasta cuatro partidos, con lo que me hacía lo del arriendo del mes. También hice casting para televisión, actué en algunos programas y participé en comerciales”.

Protegiendo legados y personas

Trabajó ocho años con personas con discapacidad cognitiva y sensorial en los centros Crecer, y su sensibilidad por ayudar a lo demás lo impulsó a desarrollar, del 2011 al 2012, el pilotaje de los Centros Día para las personas mayores. 

Pese a la urgencia del bolsillo, no olvidaba su currulao, su esencia. Al poco tiempo de llegar a Bogotá ingresó a la Fundación Colombia Negra, de la que se retiró hace unos cuatro años, y con la cual participó en eventos importantes para la afrocolombianidad.

Hace ocho años despegó su proyecto Esteros. “Esta organización inició con la recuperación, preservación y divulgación del legado ancestral africano, que es el gancho con los muchachos en las escuelas, donde tenemos 39 niños, hijos de víctimas del conflicto, en su mayoría afrodescendientes. Aprovechamos su tiempo libre, les enseñamos danza, música, teatro, tradición oral y hacemos un refuerzo académico”.

Su objetivo es que Esteros sirva como esa fábrica donde la juventud pueda encauzar su futuro. “Lo que hacemos es arrebatarle estos muchachos a ese pulpo que es la delincuencia y la pobreza. Soy un convencido de que todo niño o adolescente que empuñe un mazo o un taco para tocar una marimba o hacer sonar un bombo va a ser una persona útil para la sociedad”.

Ha logrado ubicar a jóvenes en los buenos pasos y también los ha impulsado en torneos de fútbol, como los del Olaya, hacia la mira de los cazatalentos.

Se especializó en Administración de Empresas y trabajó también en la Unidad para las Víctimas, en el área de Reparación Colectiva. No se ha interesado en recibir las ayudas a que tienen derecho las sobrevivientes del conflicto armado, porque confía en sus capacidades para salir adelante, y porque ha visto cómo muchas veces ese espaldarazo las víctimas lo convierten en una muleta sin la cual no pueden caminar. Y su alegría sigue intacta quizás porque, como dice la canción de Joan Manuel Serrat, su niñez sigue jugando en las playas.