Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas
Historias de vida

Gloria Salamanca

‘El fosforito de la esperanza’, historia de una desaparición

Las historias de desaparecidos en Colombia se narran en tiempo presente, porque para sus familiares, siguen aquí, en un espacio inmaterial; están en álbumes, retratos, flash de la memoria y sitios comunes. A pesar de no saber de ellos y ellas durante muchos años, cada recodo de la vida tiene sus imágenes, ademanes y figuras.

Esto nos lo enseña doña Gloria Salamanca, quien sueña reencontrarse con ‘el mono’ –su hijo- desde el ocho de octubre de 2006, cuando en una conversación telefónica, de las que cruzaban hasta tres veces al día, sin darse cuenta se despidieron.

“Él me llamó ese día. Recuerdo que era un domingo en la tarde y me dijo que hiciera esto y lo otro porque iba a salir a Pasto. Yo le colgué, pero como uno de mamá tiene un sexto sentido, presentí que algo estaba pasando. No sé, pero empecé con dolor de estómago y tembladera”, dice.

Al siguiente día le marcó pero no tuvo respuesta. Intentó ubicarlo a través de Jhon Jairo, su exesposo, que vive en Pasto, pero no fue posible. “Yo andaba buscando respuesta de mi hijo y antes me preguntó que si yo sabía algo de él”.

Desde entonces camina en medio de dos incertidumbres que suelen juntar sus sombras en cada esquina, pero andan por aceras distintas. Hoy no sabe a ciencia cierta si Jhon Jairo está muerto o fue raptado por un grupo armado ilegal en el corregimiento de Sánchez, en Policarpa, un municipio ubicado al sur occidente de Nariño en la subregión del Patía.

“A mi hijo me lo quitaron por allá en Sánchez, en lo que llaman la Loma, y estuve a punto de tenerlo conmigo otra vez pero no fue posible porque unos me decían que lo habían tirado al río y otros que estaba reclutado -y agrega- Yo sé que está vivo y si él me ve o me escucha en alguna parte sabe que lo hago con todo el amor y que no descansaré hasta tenerlo junto a mí”.

Mientras esto ocurre, doña Gloria le cambia a la vida los sollozos por algo que denomina “el fosforito de la esperanza”. Así despierta todos los días antes de que el sol luzca su dentadura de plata y alista su valentía para una nueva jornada.

“Yo salgo faltando un cuarto para las siete de la mañana a trabajar con mi negocio de masajes. Cuando me levanto lo primero que hago darle gracias a Dios y a la vida porque puedo ver, sentir, escuchar, tocar y porque estoy viva”, dice.

Doña Gloria vive enseguida de sus padres en un barrio del sur Bogotá, de donde es oriunda. Sus 53 años los ha pasado en la capital colombiana: allí creció y se enamoró, allí se casó un 28 de junio de 1978 y también allí se divorció a finales del 2003 del hombre que le dio 25 años de felicidad y dos hijos, Jhon Jairo y Alex. Tiene una hermana, Lucero, menor que ella y con quien vivió aventuras en la infancia que sobreviven también en la memoria.

“Yo le hacía muchas maldades a Lucero. Cuando íbamos con mi mami al mercado de San Jorge, cada una cargaba una bolsa. Como premio ella nos daba una lechera. Yo acababa la mía primero y obligaba a Lucero a cambiármela. Lo mismo le hacía en el almuerzo, le cambiaba mis papas por su carne”, narra.

Guiada por su instinto de madre, salió a buscar a Jairito nueve días después, en una aventura heroica y casi anónima, pero tristemente infructuosa. Después de 18 horas de viaje desde Bogotá, llorando, pisó suelo nariñense. El primero en recibirla fue Jhon Jairo, a quien no veía desde el 2003, cuando se separaron. Estaba junto a Olga, la nueva esposa.

“Él apenas me vio se puso a llorar. Eso me dio pauta para pensar que a mi hijo sí le había pasado algo”, dice.

Al siguiente día salieron los tres en búsqueda del muchacho. Se fueron por la ruta de Remolinos, en la vía que conduce Barbacoas, en el Bajo Patía. Llegaron a Paso Real, una calle larga, en cuyos costados se aprecia la cultura del comercio: hay cafés de paso, tiendas, billares, restaurantes y casas chanceras. Hasta aquel lugar habría ido Jairito con un sueño:

“Él dijo que nos íbamos a vivir por allá tres años y que se iba a poner a estudiar diseño gráfico porque eso le gusta mucho. Que mientras yo hiciera manicure a las calentanas de allá, para eso antes de irse me pagó un curso”.

En Paso Real doña Gloria supo por primera vez qué era tener la garganta seca y los párpados inmóviles:

-Vengo buscando a este chico-, le dijo a una joven, mientras le mostraba la fotografía del ‘mono’.

-Ya vengo- dijo la muchacha.

Regresó con otro ‘pelao’ que le dijo:

-Doña, ¿quiere que le diga algo? A ese ‘pelao’ lo mataron y lo echaron al río.

“Uno no puede pasar saliva. Se reseca la garganta. Se pierde el control de esfínteres. Empecé con hemorragias y un dolor en tráquea que no se imagina”, comenta.

El mismo joven le comentó que quienes habrían ejecutado el crimen serían de las lomas, tras lo cual, doña Gloria tomó aire y decidió ir hasta ese lugar. La tarde encunaba en Paso Real, y en contra de todas las advertencias tomaron la ruta del Bajo Patía hasta las Lomas, en dos motos, una donde iba doña Gloria y otra donde viajaban, Jhon Jairo y Olga.

“Era oscuro ya. Solo se veían las luciérnagas. Los de las motos nos dejaron en una explanada, cerca al cementerio y desde ahí caminamos al caserío. Cuando llegamos, antes de poder entrar nos hicieron inscribir en un cuaderno”, comenta.

-A qué vienen- preguntaron. 
-Papi, buenas noches. Lo que pasa es que yo vengo buscando mi hijo y yo sé que ustedes me lo quitaron- respondía doña Gloria. A medida que decía “ustedes me lo quitaron”, acrecentaba el dolor. 

“Llegamos a un lugar donde solo se veían personas con boinas rojas y verdes. Para mí era aterrador ver niños y niñas con uniformes, con esos fusiles colgados que eran más grandes que ellos mismos”, cuenta.

Los siguientes 15 días fueron una vorágine. Todo era confuso. En medio de oraciones, doña Gloria le pedía a Dios que le mostrara dónde estaba su hijo. La búsqueda se concentró en el caserío donde empezaron a aparecer indicios de que Jairito estaba vivo y lo encontraría.

“En medio de toda la gente yo vi el reloj de Jairito, estaba segura que era el mismo que el papa le había regalado cuando hizo la inducción para trabajar en Invercosta”, dice. A sus observaciones se sumaron las de Olga, que en principio no tenía mucha fe en lo que estaban haciendo pero que, días después, corroboró, no solo que era el mismo reloj, sino que aquel hombre llevaba un pantalón que Olga le había lavado al muchacho 8 días atrás.

Tantas fueron las súplicas que en un sueño doña Gloria vio a su hijo. Al despertar al siguiente día –el sexto en la búsqueda- salió hacia el río. 

“A mí se me hizo raro porque yo lo vi detrás de una cascada dormidito. Yo no conocía el río Patía. Pero salí corriendo para allá. El papito de mis hijos creyó que yo me iba a tirar” comenta.

En las orillas del Patía solo halló niños y niñas con boinas y armas. En una conversación comprobó que Jairito sí había sido raptado por una un bloque de las Farc:

“Mami –le dijo a una de las mujeres– ustedes me quitaron a mi hijo y yo quiero que me lo devuelvan. Déjenme estar al lado de él porque sin mi hijo yo me muero”.

Aquí las dos incertidumbres se juntaron. Una de las muchachas le dijo que insistiera y otras, que se fuera.

Los días que vinieron solo trajeron más angustia. Y esta desesperación la llevó a insultar al comandante del Bloque y a tener constantes alteraciones de sus estados de ánimo. “Yo llegué a odiar a todos porque no sabían el daño que me hacían”, comenta.

Antes de abandonar la búsqueda doña Gloria tuvo dos conversaciones que, como ella sostiene, le cortaron las alas.

-Doña, mire, si esa gente tiene a su hijo no se lo van a devolver y si está muerto no se lo van a decir- dijo la persona donde se hospedaron los 15 días.

Más adelante, el hombre que portaba las cosas de su hijo le dijo:

-Váyase si no quiere que la maten a usted y a su familia. 
-Todo lo que se ponga de mi hijo el Señor lo va a avergonzar- dijo.

“Cuando salimos del caserío yo le dije adiós moviendo las manos y él me dijo adiós, poniéndolas en su frente”, comenta.

Pero sus manos y su corazón estaban vacíos. Solo se llevó frases y palabras que todavía están secándose en las cuerdas del tiempo.

Solo hasta el 2007 volvió a tener razón del ‘mono’. En un informe del CTI, un informante dijo que el muchacho estaba en las filas de la guerrilla.

Tras aquel hecho vinieron otras situaciones que la afectaron más. “Mi mami contrajo osteomielitis y a mi papi le dio un cáncer en los pulmones. El deseo más grande de ese momento era morirme”.

Fue en la Fundación País Libre donde comenzó su recuperación y tuvo mucho que ver el apoyo psicosocial porque en las terapias encontró un lugar donde era reconocido su llanto y sus manifestaciones de dolor. El proceso implicó ‘alzar el vuelo’ -es decir- retirarse de la protección que le brindaba su hermana Lucero y empezar a afrontar todos los miedos. Se ganaba la vida en varios oficios e ingresó a cursos de danza, yoga y natación.

“En las terapias conocí a una amiga que me dijo si quería aprender a nadar. Me llevó a unas piscinas y aprendí. Para mí fue valioso porque con la natación pude enfrentar mis miedos. Imagínese que yo antes le tenía miedo a los charcos, a los ríos y ay no”, comenta.

Doña Gloria empezó a sobrevivir en medio del dolor y la felicidad. Esto la motivó a no darse por vencida.

“Cuando empezó lo de Justicia y Paz se colocaron en las cárceles pendones con rostros de desaparecidos, entre los que pusimos la foto de mi hijo porque había presos que sabían cosas, pero nunca pasó nada”, comenta.

Esta tragedia familiar causó muchas secuelas, entre ellas el alcoholismo de Alex, que por fortuna pudo superar. Él ahora vive en Florencia con su esposa sus tres hijas, Lesly, Dana y la pequeña Kimberly. Lucero y Doña Gloria cuidan de sus padres y Jhon Jairo sostiene su negocio en Pasto.

En muchas ocasiones después de buscar culpables pensó que la mayor culpa era de ella porque ‘el mono’ vivía con Alex en Florencia y por presión suya él fue a parar a Nariño, persiguiendo el sueño de iniciar un negocio de giros nacionales y así estar junto al padre.

Después de los trámites con la Unidad para las Víctimas, en enero de 2012 doña Gloria y su familia fueron indemnizadas como víctimas directas por desaparición forzada.

“Con la plata compré una máquina de masajes y con un crédito pude mejorar el piso de la casa y hacer una pared que dividiera el cuarto de la sala donde monté el negocio. Con los masajes lo que la máquina hace es la corrección de la columna. Las terapias duran entre 10 y 40 minutos. Yo les recomiendo a mis usuarios que hagan la terapias al menos dos veces en la semana”, comenta.

Así el ‘fosforito’ siguió encendido. En abril del 2013 ingresó al proyecto de voluntariado que impulsa el equipo de apoyo psicosocial de la Unidad para las Víctimas.

“Nos capacitaron en lo que tiene que ver con Registro Único de Víctimas, atención, asistencia, los hechos victimizantes, mejor dicho, en todo. Yo trabajo por localidades, en todos los talleres psicosociales que son ocho”.

Allí doña Gloria aporta la experiencia y conocimiento adquiridos en todo su proceso y puede –como otros psicólogos- implementar con las víctimas la acción sin daño.

“Para mí, acción sin daño significa respetar el llanto. Si su tiempo me lo va a dedicar a mí, hágalo como debe ser, mirándome a los ojos y reconociéndome –y agrega– Cuando a uno le pasan cosas terribles el corazón se le oprime, pero uno está ahí para darles apoyo. Uno mira a la víctima a los ojos, respeta su llanto y busca frases que la motiven en esos momentos”.

Hoy da pasos ligeros con su menudo y tierno cuerpo y tiene la alegría de las abejas que zumban en su mirada. Ha recuperado del gusto por la pasta, su plato favorito: “Me gusta todo lo que venga con pastas, que lleve pollo, champiñones o pescado”.

Doña Gloria también ‘cuida a los que cuidan’. Para este fin, lleva su máquina de hacer masajes a las oficinas de la Unidad para las Víctimas y ofrece terapias de 10 minutos durante los cuales les cuenta su historia. “Yo cuido a los que cuidan, a los funcionarios que también son seres humanos y tienen que cargar con todas estas cosas que nos pasan”, dice. 

Hoy por hoy, no se siente víctima y prefiere la expresión: sobreviviente. Tiene razones de sobra para decirlo:

“Fui víctima como unos seis años. Cuando era víctima no pensaba que tenía papá, otro hijo ni que mis nietas me necesitaban. Ahora sí lo hago. Creo que la reparación sí es integral porque he recuperado mi vida, mis emociones, mis sueños y me siento productiva”, dice.

A veces canta una canción de Segundo Rosero con la que trae a Jairito a su inmortal tiempo presente:

Cómo voy a olvidarte, si estás prendida en mí, 
Cómo voy a olvidarte, si te llevo en mí ser, 
Ay si supieras de veras lo que eres para mí, 
Eres más que mi amor, la razón de mi vivir”

‘El fosforito’ sigue encendido. Hace un año descubrió en una de las paredes de la casa un mensaje que ‘el mono’ le había dejó antes de irse a Nariño. “Te amo, gorda. Ate, Jairo”.