“Nosotros morimos tres veces:
La primera en nuestra carne,
La segunda en el corazón de aquellos que nos sobreviven
Y la tercera en sus memorias, que es la última tumba y la más glacial”
J.Green, Vaurouna
Era el 18 de abril de 2004: el sol de la mañana empezaba a caminar sobre Bahía Portete en la Alta Guajira, sin advertir que el azufre penetraría las ventanas y los resquicios de las puertas y que la muerte tiraría sobre los ojos del día ventiscas con arena negra hasta cegarlo. Los hombres de la comunidad, como de costumbre, se hallaban en sus actividades de pesca y pastoreo, y las mujeres, en sus casas con sus hijos o preparándose para el comercio y las artesanías.
Esa mañana, alrededor de 40 paramilitares, al mando de alias ‘Jorge 40’, llegaron al tranquilo pueblo de Portete y desaparecieron del cielo porteño 5 ‘estrellas’: Margot Fince Espinayu, Rosa Fince Uriana, Diana Fince Uriana, Reina Fince Pushaina y Rubén Espinayú. Hubo una sexta víctima mortal de la que solo se halló un brazo calcinado.
Con sus muertes y la desaparición de otras mujeres, sumadas a la tortura de otros moradores, los paramilitares deshilacharon el tejido social de la comunidad: los que no murieron debieron huir por el desierto, pasar humillaciones, laceraciones, enfermedades, angustias y otras tribulaciones hasta llegar a Maracaibo, en una odisea que les tomó cuatro días.
En este contexto aparece Débora Elena Barros, la hija mayor de cuatro hermanos, del hogar formado por doña Carmen y don Gabriel: una mujer sencilla, de estatura media, con perfecto dominio del wayunaiki (lengua wayuu), que baila y canta vallenatos, que delira con el ritmo de la flauta y el tambor, que baila la yonna –una danza tradicional de su pueblo–, con tez morena y los ojos anchos como el sol cuando se estira en las tardes del desierto.
“Cuando ocurrió la masacre yo estaba en Uribia, donde era la inspectora. Tenía 24 años y un título de abogada recién obtenido en la Corporación Universitaria de la Costa (CUT)”, dice.
Esta estrella joven empezó a recuperar aquello que por herencia llevan los wayuu: la moral del desierto, que había sido escupida por los fusiles y ultrajada por los hombres, que ahora de forma indomable emprendía un camino de esperanza para su comunidad y para otras etnias y culturas que el conflicto ha querido desparecer de la faz de la tierra.
Al mediodía, cuando llegó la noticia de la masacre, Débora pensó en su hijo Camilo que por aquel tiempo tenía 4 años. “Creía que mi hijo estaba muerto. No lo podía creer. Camilo es la fuerza que empuja a vivir a mi madre biológica. Gracias a él, ella puede tener recuerdos míos”, dice.
El niño era, como dice don Gabriel, su primer título de grado. Ella quedó embarazada en la universidad, luego de conocer a un arquitecto guajiro de quien después no supo más, pero que antes de irse sembró en ella el milagro de la vida. “Yo le echaba la culpa de mi embarazo a las monjas porque nunca me enseñaron sobre planificación familiar. Yo solo estaba enamorada de ese tipo que decía que yo era una pelada linda. Fue algo que pasó”, dice mientras sonríe.
Al igual que el día en que nació Camilo, esa vez tampoco supo qué hacer. Pensó también en Margot, en Rubén, en Diana, en Reina y, en especial, en Rosa. “Nunca perdí la esperanza de que Rosa estuviera viva. ¡Tiene que estar viva!”, decía.
Su dolor tenía un fundamento muy grande. Rosa era hermana de su madre biológica, pero no podía concebir. Suele darse en la cultura wayuu que cuando una mujer no pude procrear, alguna de sus hermanas le entrega un hijo para la crianza, y así ocurrió con Débora.
“Rosa es como mi madre. Ella trabajaba en las tiendas para poder darnos el sustento. Vendía mochilas, llaveros, chinchorros, sombreros, etc. Gracias a ese apoyo pude ser la primera profesional de mi comunidad”, dice.
En medio de estas agradecidas remembranzas, Débora regresó a sus más oscuros recuerdos. Tuvo que aceptar que a solo una hora de allí, en el desierto, la violencia irracional acabó con la vida de varia personas, cercenó la tranquilidad de los sobrevivientes que se dirigieron a Maracaibo y atizó la preocupación por Diana y Reina, que no aparecían.
“El haber matado las mujeres tenía un claro mensaje político. Yo pensé que me había quedado sin tíos y primos, jamás imaginé que hubieran matado a las mujeres porque para el pueblo wayuu la mujer es esencia y supervivencia, y ellos acabaron con eso”, cuenta.
La muerte de Rosa y Margot marcó a la comunidad para siempre. Margot era tía de Débora y, además, una autoridad en la comunidad, pues ejercía el papel de liderazgo político. Por si fuera poco, la única rosa de la comunidad murió no como una flor inmolada por el viento otoñal, sino deshojada por la barbarie de unos locos primitivos.
“La muerte de mi tía Rosa fue muy cruel. A ella la decapitaron. Nunca antes habían decapitado a una mujer. Le colocaron granadas en su boca y el cuerpo. Fue imposible encontrar sus partes”, dice acongojada.
A diferencia de otras muertes, la de Rosa no tuvo el ritual alegre de la lluvia con el que sueñan los wayuu. Según su cultura, cuando alguien muere naturalmente, como compensación, el dios Juyá deja caer sobre el desierto leves lloviznas que representan la abundancia. Los wayuu consideran tal hecho como un trascender a otro universo. Pero, tal vez, Rosa no quiso trascender para cuidar las únicas casas que se sostienen en pie, aguardando el retorno de las 79 familias –algo así como 400 personas– que sobrevivieron aquel 18 de abril en que se suponía, debía florecer la primavera.
Ese 18 de abril cambió la vida de Débora. “Cuando me dijeron de la masacre, también me advirtieron que debía irme. Yo sabía que permanecer allí era exponerme a la muerte, pues desde antes venía haciendo las denuncias sobre la incursión paramilitar en la región y recientemente habían ocurrido cosas graves”, afirma.
Un mes atrás, frente a las oficinas de la inspección, unos hombres estacionaron un carro. Alguien le dijo que saliera a ver y cuando ella levantó la carpa vio un cadáver con un letrero en el cuello: ¡muerto por sapo! La misma leyenda, a manera de epitafio, estaba sobre los cuerpos de sus primos Rolan y Alberto, asesinados el primero de febrero de 2004 porque presenciaron el crimen de unos policías a manos de paramilitares.
El paramilitarismo llegó a la Guajira para apoderarse de los corredores para su negocio del narcotráfico en la región. Según los registros históricos, Mancuso y ‘Jorge 40’ llegaron a esta región hacia 2001; primero, a la troncal de la Guajira, más exactamente, a Maicao o ‘Maiko-u’, si se le quiere llamar por su nombre en lengua wayuu, donde arribaba buena parte del comercio. Este sitio conocido como ‘la vitrina comercial de Colombia’ estableció en la década de 1980 un mercado considerable entre Colombia y Venezuela.
Pero Mancuso y ‘Jorge 40’ no se detuvieron en Maicao, ni en la zona baja de la Guajira. Sus hombres se instalaron en el desierto hasta llegar a Uribia y Bahía Portete. “Llegaron a imponer sus cosas a las comunidades, pero nosotros no lo permitimos y los denunciamos. Quizás eso conllevó a que atentaran contra nuestra comunidad”, asegura Débora.
“Lo primero que hice fue ir a Riohacha a pedirle ayuda al Gobernador, pero él me dijo que yo estaba loca y que esa gente había muerto de hambre, no por ninguna masacre. Al ver que no tuve respuesta fui a la universidad donde estudiaba Telemina y la saqué. Luego fuimos por las otras hermanas que estaban en el internado de Uribia donde yo había estudiado el bachillerato, en el desierto. Tomamos rumbo a Venezuela, y allí tuvimos que vivir tres meses debajo de los palos de mango”, cuenta.
Aún envuelta en dudas y pesares, Débora inició su lucha: “Después de estar en Venezuela regresé a Barranquilla y me refugié unos días para pensar. Más adelante, junto a otras personas que conocieron el caso, escribimos un documento anónimo dirigido a la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), en el que informábamos sobre lo ocurrido. Teníamos mucho miedo, pero a los pocos días nos contactaron e hice mi primera comisión a Bogotá en compañía de otras seis personas, miembros de la comunidad”, narra Débora.
En la Capital de la República, se enfrentó a un nuevo universo, que podría ser cómplice de su campaña humanitaria sin precedentes, como también verdugo en su casi solitaria aventura. Los primeros días fueron de hambre y, al mismo tiempo, de vértigo, sobre todo cuando hicieron la primera denuncia pública: “Salimos a los medios a contar lo que nos estaba pasando. Mi primera entrevista fue con Holman Morris”. Los demás viajaron a Venezuela y ella quedó sola en Colombia.
A los meses le surgió la idea de litigar. Creía que tenía la fuerza suficiente para hacerlo y que la difunta Rosa la ayudaría. Luego, en septiembre de ese mismo año, conoció a una persona, cuyo nombre prefiere guardar con celo, que le cambió la perspectiva de la vida y la llevó a Ecuador a su primer foro regional sobre Derechos Humanos. “Fue la primera vez que hablé ante tantas personas sobre el tema de víctimas en Colombia”, comenta con orgullo.
En aquel encuentro latinoamericano conoció a Óscar, un guajiro como ella, con quien hizo una gran amistad, incluso más que con las mujeres que eran pocas y reservadas. Con él y un grupo de líderes volvió a Bogotá y vivió otra de sus hermosas experiencias: conocer Monserrate, un cerro que para ella era todo un monumento jamás antes visto en La Guajira.
Era septiembre de 2004 y, a los pies de Monserrate, decidió bautizar lo que para entonces era una organización naciente: “Wayuumunsurat” (montaña en el desierto).
Con todo el valor fueron hasta la personería de Uribia y se inscribieron. También lo hicieron en la Defensoría del Pueblo de la Guajira, en Riohacha. Así comenzaron a tener reconocimiento en el departamento, pero también vinieron las amenazas, las presiones y las persecuciones. “Un día salía de la ONIC cuando unos hombres me cogieron a la fuerza a meterme a un vehículo. Me salvé de milagro. Creo que iban a desaparecerme, pero otra vez –insiste– me salvó Rosa”.
La organización se dedicó a hacer denuncias y a empoderarse del tema de Bahía Portete. Incluso, ella participó en la reconstrucción de la memoria histórica. Inició un camino difícil, pues ya con un grupo organizado el paramilitarismo iría por ella, por Telemina, Óscar y por todo aquel que no estuviera de acuerdo con la “refundación de la patria”, que había propuesto en Ralito (Córdoba) tres años antes de la masacre.
Con la entrada en vigencia de la Ley de Víctimas en junio de 2011, mejoró el panorama para Débora y para la comunidad de Bahía Portete. Como ella misma afirma, “ahora las familias tienen más confianza. Desde el año pasado se vienen adelantando cosas con la Unidad y ya recibieron su ayuda humanitaria. Se está trabajando en todo el tema del retorno y de la reparación colectiva”.
Débora no estaba equivocada: la Unidad para las Víctimas se dio a la tarea de priorizar el caso. Hoy, los wayuu de Bahía Portete ven más cercano el retorno: “Nosotros estamos en toda la disponibilidad de que eso se dé y la comunidad tiene un sueño de volver de donde nunca debieron salir”.
Como parte de las garantías que tiene la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011) para el restablecimiento integral de los derechos de las víctimas, se crearon diferentes espacios de participación activa. “Wayuumunsurat”, con su equipo de valientes empezó a hacer parte de ese proceso.
Un día cualquiera se dio la oportunidad de representar a la Guajira en un escenario nacional y Débora postuló su nombre para representar a todas las victimas sin diferencia: “Yo no quería quedarme solo en el departamento, me gustaba aportar y por eso decidí postularme y aportar el conocimiento y la experiencia”. Al final de la votación obtuvo 13 votos de 15 posibles. Así fue como llegó al espacio nacional, conoció líderes de otras organizaciones que también trabajaban por los Derechos Humanos en sus respectivas regiones.
El creciente liderazgo de esta mujer wayuu no se detuvo allí. En octubre de 2012, durante una reunión con los delegados de los departamentos, fue postulada para que los representara en el Comité Ejecutivo, la máxima instancia de participación que tienen las víctimas en Colombia, en el marco de la Ley de Víctimas.
Salió elegida con 19 votos, pero estaba lejos de imaginar que tendría la posibilidad y, además, la responsabilidad de compartir un escenario de decisión con el Presidente de la República. Para sorpresa suya, la más grata de todas, conoció a Angélica Bello (q.e.p.d), otra líder que representaría en ese comité a las víctimas de violencia sexual en el marco del conflicto armado.
“Verla ahí conmigo fue una clara reivindicación de la mujer que históricamente ha sido usada como un objeto de guerra”, dice con nostalgia.
En el Comité Ejecutivo representaron a las más de 5 millones de víctimas que ha dejado el conflicto armado en Colombia, papel de vital importancia porque es el espacio de decisión en el que se coordina con las instituciones que conforman en Sistema Nacional de Atención y Reparación Integral a las Víctimas (SNARIV) todo lo relacionado con la política pública para lo que podríamos llamar, refiriéndonos a los wayuu: la recuperación de la moral.
Con un sueño compartido, Angélica y Débora llegaron a la tercera sesión del Comité Ejecutivo a finales de enero de 2013. Recuerda que le dijo al Presidente que ella era parte de la comunidad masacrada en Bahía Portete, el caso más emblemático del país y, quizás, de los más documentados, frente a lo cual el mandatario asintió.
El jefe de Estado sabía que Débora decía la verdad. Sabía que en Portete no solo habían matado cuatro mujeres, un hombre y desaparecido otras más, sino que habían herido de muerte una comunidad como la wayuu que representa la quinta parte de la población indígena en Colombia y casi el 50% de la población guajira.
Al referirse de nuevo a Angélica, recuerda que hizo mucho énfasis en la atención psicosocial. “Angélica le dijo al Presidente –añade Débora– que las mujeres víctimas de abuso sexual dentro y fuera del conflicto necesitaban herramientas para superar su humillación. Esa historia me marcó mucho y creo que también al Presidente”.
Hoy más que siempre Débora cree que si el gobierno se compromete a trabajar con las víctimas habrá futuro y el retorno de Bahía Portete será pronto. Y no se equivoca, pues las condiciones están dadas: el caso está documentado, el gobierno tiene toda la voluntad y la Unidad para las Víctimas sigue de cerca cada acto simbólico y material que conduzca a ese momento en el que se reencuentren con las estrellas que duermen en el desierto.
Débora sueña con volver a ver el cielo estrellado de Portete, sentada en una silla o balanceándose en un chinchorro, en el tránsito suave del viento. “Cuando estoy en la Alta –agrega– es mi momento más feliz. Duermo en un chinchorro y, a pesar de que ahí pasó todo, me llena de energía y fuerza. Me hace sentir que debo luchar más y me siento más comprometida con mis hijos”.
Y tiene razón. A media noche, hay tal tráfico de estrellas que congestionan el cielo porteño, una postal que va más allá de eternizar un espectáculo. Si en el antiguo Egipto la gente solía mirar al cielo para ver a sirio, la estrella que anunciaba la crecida del río Nilo, o si para un turista es un motivo fotográfico para nutrir su álbum de recuerdos, para esta mujer wayuu las estrellas dicen algo más:
“Si hay muchas, quiere decir abundancia, estar juntos. Pero cuando solo hay unas cuantas, significa que las cosas no están bien”, comenta.
Sabe que si las estrellas brillan con toda la fuerza es porque Rosa y las demás víctimas de Portete están ahí. Sabe también que debe estar más unida a su madre biológica y a sus hermanos, como lo está con Telemina –otra de sus hermanas–, con quien comparte la pasión por la defensa de los Derechos Humanos. También valora, especialmente, la relación que tiene con su padre:
“Con todos me la llevo bien, pero con mi papá me ocurre algo especial. Él tiene mucho compromiso conmigo: me defiende, me protege. Él es un hombre muy humanitario que justo en este momento debe estar visitando a mi mamá. Además, es un gran chef y prepara unas sopas de gallina criolla con chivo, exquisitas”, apunta.
Algo sí le preocupa: que sus otros dos hijos, Tasharen y Antuan, vivan la soledad que le tocó vivir a Camilo por sus constantes viajes. Aunque el retorno traerá consigo la unidad de su familia, Débora siente que su compañero –como se refiere al padre de ‘Tashi’ y Antuan– se esté gozando solo los mejores momentos de sus hijos. “Creo que ellos entenderán que lo hago por mi familia, mi comunidad y mi país; sin embargo, cuando puedo me encierro con ellos todo un día”, aclara.
Gracias al compromiso del Estado y de la incansable lucha de esta mujer de 33 años, pronto veremos a las familias de Bahía Portete correr libres en el desierto como ella solía hacer en sus años de infancia, cuando hacía con sus hermanos muñecos de barro y ‘ollecitas’ o cuando se bañaban en los arroyos y jagüeyes, aun contra la voluntad de su madre.
“Nos escapábamos a un jagüey que había cerca, a pesar de que mi mamá nos decía que muchos años atrás hubo una mujer que se enamoraba de los hombres y que ese sitio tenía contacto con el mar. ‘¡Un día de estos sale un hombre del jagüey y se las lleva!’, nos decía”.
Débora ya ha hecho su parte en este proceso de reparación colectiva y retorno. Lo ha logrado con ayuda de Mareiwa, el dios wayuu, que a pesar de ser el único en su universo –sin la Santísima Trinidad nuestra– es inmaterial, lleno de amor, de pruebas y de milagros. Bien lo sabe ella, que nació como predestinada un 10 de diciembre, la misma fecha en la que el mundo celebra el día mundial de los Derechos Humanos.
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