Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas
Historias de vida

Cristóbal Fuentes*

“El apoyo psicosocial salvó mi vida”

Espera con ansias ser admitido en una universidad del Valle del Cauca para continuar con los estudios que dejó en el 2010 a causa de la situación económica de aquel año. En sus ratos libres repasa la investigación que ha estado haciendo los últimos tres años sobre el conflicto armado y la dinámica del narcotráfico, como una manera de aportar a la reconstrucción de la memoria histórica de una guerra que ferozmente atacó su integridad moral un día de 1999 y que por poco lo lleva al suicidio y a la marginación social.

Las vacaciones escolares iban viento en popa: nada de profesores, tareas y lecciones; pero la vida, con una salida de tono inimaginable, echaría por la borda cualquier alegría.

En la finca de la familia Fuentes Galvis estaba Cristóbal con sus dos hermanas. Don Gabriel Fuentes* y doña Luz Galvis*, sus padres, no estaban aquel día en el que un niño de 11 años fue humillado en el más ruidoso silencio, en el más escandaloso teatro de la infamia.

Un hombre con acento costeño golpeó la puerta y preguntó: 
–¿Qué familia es esta? 
–Fuentes Galvis –asomó, desde el pórtico, la voz de un niño de 11 años.

El hombre enrolló las hojas y llamó al resto de la tropa conformada por 15 personas que se identificaron como miembros de las AUC. Ese día estuvieron por la casa y al caer la noche decidieron pernoctar allí.

“La mayoría eran costeños. Esa noche se quedaron en los corredores de la casa. A los pocos días llegaron más señores de esos. Nos pedían agua y luz para cargar los teléfonos”, recuerda Cristóbal.

Por casi dos semanas los niños compartieron la sala de su casa con el comandante de aquella cuadrilla paramilitar. En el rincón de la sala, junto a la escoba, se sentía la gélida respiración de los fusiles.

La rutina en la finca cambió. Nada fue lo que era antes. Los pequeños les llevaban agua, víveres y les preparaban café. Pero una mañana de lunes, cuando las primeras horas transcurrían por la zona rural del municipio Tulipá*, a treinta minutos de Cali, un paramilitar a quien apodaban ‘Guerrillo’, porque decían que había pertenecido al EPL, miró de frente a Cristóbal y mientras apoyaba sus manos en la boquilla del fusil, lo llamó.

“Me dijo que le trajera agua. Fui corriendo y se la traje. Entonces me dijo que me quedara con él. Yo no quise y se enojó”, dice.

La siguiente imagen que vio Cristóbal y que todavía no olvida fue la punta plateada de un AK 47 apuntándole, con la boquilla despicada, como quedaría la moral de Cristóbal luego de que lo obligara a entrar en el cuarto de las herramientas y abusara de él. 
“Ese fusil se veía gigante. Pensé que ese señor me iba a matar. No sabía si correr, gritar, pedir que no me matara. Solo me quedé quieto. Tenía acento costeño y casi no le entendía lo que decía”, cuenta.

“Me violó”, afirma Cristóbal. Lo siguiente fue silencio. ‘Guerrillo’ había abusado sexualmente de un niño de once años, a quien la vida hasta entonces solo le había enseñado los tropiezos de sus carreras por el campo y de sus aventuras por el río.

“Entré en ‘shock’. Tuve mucho estrés y la sensación de suciedad. Sentí que tenía mugre, que no estaba limpio”.

Los primeros días, el joven se bañaba con Límpido para intentar quitarse de encima lo que él llama ‘suciedad’. Pero el peor daño vino después, cuando empezó a sentir que su vida no valía nada y que su cuerpo era un objeto. Como pudo terminó séptimo grado aun siendo el mejor estudiante del curso.

“Desarrollé un odio visceral por los costeños y en especial por los paramilitares. Incluso tuve una época en la que tomé pastillas para suicidarme, y por muchos años mantuve en silencio lo que me había pasado. Tal vez por temor al rechazo y por vergüenza”.

El buen estudiante de otrora se había convertido en un joven hosco y solitario. Con solo 12 años y forzado a estudiar octavo grado, Cristóbal se alejó de los amigos y de la familia. En casa pensaron que andaba por la senda de la drogadicción.

“Eso es algo que cambia la vida. Yo me acuerdo que en séptimo fui el mejor estudiante y en noveno, el peor. Perdí todas las materias y las ‘profes’ me preguntaban qué me pasaba, pero mi silencio fue mayor”.

–¿Por qué a mí? –se preguntaba este joven nacido en el campo, que solía jugar por los potreros con toda libertad. 

“Antes de lo que me pasó yo caminaba por los campos libremente, pero vino un tiempo en que ir a la escuela daba miedo”, dice hoy a sus 27 años, al recordar aquella época en que soñaba ser futbolista y que como cualquier niño posponía el almuerzo por ir tras el balón.

Sin embargo, al pasar por los campos de Tulipá, recuerda a su profesora de humanidades, quien significó mucho para su formación.

“Mi profesora decía que yo era un joven aplicado con las mejores calificaciones en las clases de Sociales y Biología. Y era cierto: la escuela era parte de mi vida. Siempre estuve lleno de aventuras, y recuerdo con mucho afecto a la profesora Carmenza, ya que ella siempre me valoraba. Decía que yo tenía talento para las Humanidades.

El abuso sexual que sufrió Cristóbal quebró parte de su infancia y momentos mágicos que a pesar de ser consciente que no volverán, sonríe al recordarlos.

“Un día un amiguito llevó a la vereda un Nintendo y eso fue una emoción muy grande, yo nunca había visto algo así, tanto que me volví aficionado a los juegos”.

También hay personas en su memoria que le gusta recordar, como Guillermo, su mejor amigo: “Con él hacíamos todas las travesuras del mundo. Íbamos mucho al río y sacábamos unos pescaditos muy pequeños. Cómo olvidar el día que cogimos a pedradas un nido de avispas y nos picaron”.

A cada paso Cristóbal reconstruye una parte de su vida. En ese tejido histórico aparecen don Gabriel Fuentes y doña Luz Galvis, cuando no se conocían, cuando ella era la más bonita del pueblo y él cultivaba café en las empinadas montañas del oriente de Caldas.

Hacia la década de los 80, cuando el conflicto en el Valle del Cauca empezó a tomar fuerza y la presencia de las Farc se acentuaba en sitios como Buenaventura, Bugalagrande, Cali, Dagua, El Águila, Florida, Jamundí, Obando, Palmira, Pradera y Tuluá, a muchos kilómetros de allí, don Gabriel Fuentes emprendió un viaje por esa región. Así llegó este agricultor a Tuluá, proveniente de la tierra fecunda, de ensueños y flores, como describen las letras del himno de Pensilvania, donde conocería a doña Luz, en el parque principal.

“Mi padre es un gran hombre. Es un campesino puro que nunca fue a la escuela, pero tenía una mente sumamente brillante. Como buen caldense se dedicó a cultivar la tierra y a enamorar a mi mamá”.

Los años fueron pasando y en medio de las sombras de la violación logró terminar la secundaria. “Fue en el 2005. Estaban mis padres conmigo. Fue chévere porque pude terminar una etapa que fue muy dura, pero que logré sobrellevar y triunfar”, dice con orgullo.

Sin embargo, solo en el 2007 pudo ingresar a la universidad. En los 24 meses que se marginó del estudio siguió con las tareas del campo. Limpiaba la maleza que dañaba los cultivos con la fiereza que significaba limpiar su cuerpo.

“En mi cuerpo había maleza y nubes grises. Y a pesar de que no me quedó ningún trauma físico, quizás la carga emocional fue más grave que la misma carga física”, confirma sin dudarlo.

Con un crédito ingresó a la universidad y estudió derecho, lo que significó para este joven un cambio total en su forma de ver el mundo. “Para mí fue motivo de orgullo pues fui el único campesino que ingresó a esa universidad”.

Pero en el 2010, los problemas económicos lo obligaron a retirarse. Con solo la mitad de su pregrado en derecho siguió adelante con su vida, sin olvidar lo que aquella universidad le había entregado a su proceso de recuperación afectiva.

“En la U me la pasaba en concursos. Varias veces gané premios de argumentación y oratoria cuando competía con otras universidades. Esos momentos antes de subirme a la tarima eran sublimes”.

Las dificultades económicas no lo frenaron. Cristóbal tiene claro que si aquel episodio del 99 no le alcanzó a tocar toda el alma, en la vida nada podría detenerlo. De manera autónoma siguió estudiando derecho y empezó a ver de cerca todos los debates que por el año 2011 se llevaron a cabo en el Congreso de la República sobre la Ley 1448.

“Me la pasaba viendo Señal Colombia. Por ahí fue que vi los primeros debates de la Ley de Víctimas. Pros y contras iban y venían, pero me dio mucha alegría cuando el Presidente Santos dijo: “Hagámosla”. Cuando vi lo que él se proponía con esa Ley me esperancé”.

Al mismo tiempo se entregó a la lectura. Thomas Mann, un escritor alemán nacionalizado estadounidense, se volvió junto a Kant y otros literatos como García Márquez y Vargas Llosa, en el bálsamo de Cristóbal para alejarse del odio y la depresión.

Ya con todo el aparato del Estado al servicio de las víctimas, Cristóbal sintió que no estaba solo. “Saqué valor –comenta– y fui a declarar”. Era el 19 de julio de 2012, 13 años después del día en el que sintió que no valía nada.

“Hacía frío. Era demencial. Pero me armé de valor, fui a la Personería y conté mi caso. La funcionaria que me atendió me ayudó mucho, me escuchó, no me criticó, no me condenó y yo no oculté ni una palabra de lo sucedido”, afirma.

“Al comienzo fue difícil porque no hubo respuesta rápida. Fui varias veces a la Personería, pero nada. El 4 de febrero del año pasado llamé y vaya sorpresa: había sido incluido en el Registro Único de Víctimas”, comenta.

Parte de su recuperación emocional se dio gracias al acompañamiento psicosocial de la Unidad para las Víctimas, que en el 2012 brindó apoyo a 1.708 víctimas y en lo corrido del 2013 lleva más de 2.223 personas asistidas, en todo el Valle del Cauca.

A través de sus sesiones con los profesionales de psicología ha podido rescatar esas cosas que lo han motivado siempre en la vida, como su amor por la familia, el trabajo, el campo. Cristóbal ha representado de muchas formas su sufrimiento, ha validado la experiencia como sobreviviente de un atentado a su dignidad, que sin dejar huellas visibles en el cuerpo, marcó profundas cicatrices en el alma.

Todo esto se logró gracias a que la Ley de Víctimas contempla un programa de atención integral con enfoque psicosocial que le ayuda a los sobrevivientes a su integración social. Estos programas han sido de mucha utilidad sobre todo cuando se trata de delitos contra la libertad, integridad y formación sexual.

Del mismo modo, su reparación estuvo marcada por la medida de rehabilitación que de acuerdo con la Ley 1448 de 2011 “consiste en el conjunto de estrategias, planes, programas y acciones de carácter jurídico, médico, psicológico y social, dirigidos al restablecimiento de las condiciones físicas y psicosociales de las víctimas”.

Además, Cristóbal recibirá su indemnización administrativa este año. Sin embargo, para él, su reparación fue distinta. El sentirse escuchado, asistir a las terapias de recuperación emocional, poder contar y revivir los hechos, le ha servido para depurar el dolor y espantar los miedos.

“Hay algo más que el dinero, en mi caso, fue el apoyo psicosocial, porque creo que el solo hecho de que a las víctimas se les tenga en cuenta, se les escuche, se les haga sentir como actores válidos, con voz y sueños, eso ya es muy importante”, sostiene.

Hoy, Cristóbal tiene de nuevo sueños y proyectos e invita a que más víctimas del conflicto que no han declarado pierdan el miedo y lo hagan. “Es duro dejar a un lado la pena, la vergüenza pero hacerlo es muy importante”, puntualiza.

Además tiene confianza en las instituciones y es un ejemplo de vida para más de 348 mil víctimas registradas en el Valle del Cauca.

Con las terapias de apoyo psicosocial, Cristóbal rompió el silencio en la casa. Tardó mucho tiempo para contárselo a su novia Laura*, quien lo ha acompañado en todo el proceso.

Hoy don Gabriel está viejo y ya no vive con doña Luz. Las hermanas de Cristóbal construyen sus propias vidas y él, aún limpia –ya no con objetos, sino con el corazón– sus estados emocionales y afectivos.

Por lo pronto sale a caminar por el campo como ya casi ningún joven suele hacer. Mira el sol que barre los escombros de la noche en Tulipá y se detiene a ver las montañas donde guarda una historia de dolor y esperanza. Sabe que el camino será largo. Que todavía quedan heridas por cerrar, pero que con el apoyo que recibe del Estado y el programa de atención psicosocial volverá a ser el ‘pilo’ de séptimo grado cuando las profesoras se sorprendían de su intelecto y dedicación.