Escudo de Colombia y texto de la Unidad para las Víctimas
Historias de vida

Diócesis de Arauca

Sacerdotes Católicos en Arauca: las otras víctimas reconocidas del conflicto

“¡Gooolllll!” gritan alegres los sacerdotes compañeros de equipo del padre José María Bolívar, vicario general de la Diócesis de Arauca. Él, segundo en orden jerárquico de la Iglesia Católica en la región, después del obispo Jaime Muñoz Pedroza, acaba de meter el balón en el arco que defiende otro grupo de clérigos. Es la 1:30 de la tarde en el cálido municipio de Tame (Arauca) y todos sudan bajo el sol mientras juegan un partido después del almuerzo, ataviados con camisetas y pantalonetas de diversos colores.

Es la hora del descanso de las jornadas académicas de uno de los cuatro días del Encuentro de Formación al que acuden los 53 sacerdotes de la Diócesis de Arauca y hay más motivos para estar felices: hace pocas semanas el Estado los reconoció como víctimas del conflicto armado y sujetos de reparación colectiva.

A la vez, avanza el proceso de beatificación del obispo Jesús Emilio Jaramillo Monsalve, asesinado en 1989 por el frente Domingo Laín del Ejército de Liberación Nacional ELN: el Papa Francisco ya dio su aprobación a que sea beato, por considerar que fue un mártir en defensa de la fe Católica.

Los curas están en el Centro de Retiro Betania, a ocho kilómetros de la cabecera municipal, en una cancha-potrero sin demarcación, con dos arcos metálicos sin malla. Los religiosos ríen, gritan, “¡pásela!”, se felicitan, corren y se relajan de las sesiones en las que debaten temas de fondo como “la necesidad de idear pedagogías innovadoras”, “para que más personas vuelvan a la Iglesia Católica, y se queden”, según dijeron algunos sacerdotes.

A la misma hora, en un kiosco, a pocos metros,  el padre René Díaz, vicario parroquial  de la iglesia Santa Teresita de Arauca, canta y toca en el acordeón ‘Brindo con el Alma’ de Diomedes Díaz, junto a otras personas, mientras se escuchan las voces de las pocas mujeres presentes, catequistas, que gritan burlas a los futbolistas por los kilos de más. Otros organizan en el comedor las cartillas “Demos el Primer Paso”, preparatorias para la visita apostólica que hará a Colombia el Papa Francisco, en septiembre próximo.

Hábitos como el de mantener espacios de alegría y el estar siempre organizados les han ayudado, además de su fe en Dios, a quedarse por casi cuatro siglos en estas tierras llaneras, fronterizas con Venezuela, donde los conflictos armados han sido una aciaga parte de la cotidianidad a través de la historia, en medio de paisajes de ensueño con nubes doradas que iluminan llanuras eternas adornadas con grupos de reses y con árboles habitados por loros, garcitas, águilas y otras aves.

Los sacerdotes, como toda la población de la región, no han sido ajenos a los asesinatos, amenazas, desplazamientos, secuestros, entre otros actos violentos, y por ello el Estado reconoció a la Diócesis de Arauca como víctima del conflicto armado y sujeto de reparación colectiva, en un acto que se protocolizó el 6 de junio pasado en la Catedral Santa Bárbara de la ciudad de Arauca, ante la tumba de monseñor Jaramillo.

Un día del Encuentro, un funcionario de la Unidad para las Víctimas con sede en Arauca, el profesional Ricardo Santos, acudió a la Casa de Retiro a explicarles cuáles son las fases a seguir en el proceso de reparación colectiva.

Los sacerdotes aún no tienen claro qué pueden pedir como reparación. La mayoría apenas empieza a conocer la Ley de Víctimas (1448 de 2011) y en qué consiste la reparación colectiva. Por ahora tienen ideas sueltas que no saben si se puedan llevar a cabo. Piden reparar a las comunidades en las que actúa la Diócesis, con infraestructura, tratamiento psicológico, más inversión social. Otros hablan de un salón de diálogo y reconciliación con confesionarios. Alguien planteó indemnizar a los sacerdotes para retribuir en algo el valor de permanecer en la región protegiendo a la gente. Habrá que esperar el desarrollo del proceso.

Martirio y beatificación

El asesinato de monseñor Jaramillo, el dos de octubre de 1989, marcó un doloroso hito en la historia de la Iglesia Católica en esa región y en el país. Era el primer obispo que tenía la Diócesis de Arauca y fue el primero muerto por balas de actores armados en Colombia.

Los sacerdotes de la región lo siguen tomando como ejemplo en la búsqueda de la reconciliación, en la ayuda a los más desfavorecidos y en la labor pastoral y de evangelización. Por eso celebran las noticias que llegaron del Vaticano, mucho más que cuando meten un gol. Es otro avance, creen ellos, frente a los grupos armados que mancillaron tanto a las comunidades en las que actúa la Diócesis.

Es que el homicidio del obispo no ha sido el único, ha habido cuatro más: Raúl de Jesús Cuervo Arias (párroco en el municipio de Fortul, en octubre de 1985), Jesús Manuel Serrano (capellán de la policía de Arauca, en julio de 1998), José Rubín Rodríguez (párroco del municipio La Salina) y Saulo Carreño (párroco de la iglesia Cristo Rey del municipio de Saravena),  ambos en noviembre de 2003. Unos, a manos de las FARC, otros, del ELN.

La Diócesis de Arauca está conformada por 25 parroquias localizadas en los siete municipios de Arauca (Arauca, Arauquita, Cravo Norte, Fortul, Puerto Rondón, Saravena y Tame), dos municipios de Boyacá (Chita y Cubará), un municipio de Casanare (La Salina) y un corregimiento de Norte de Santander (Gibraltar, en el municipio de Toledo).

Las buenas nuevas hacen que los sacerdotes expresen optimismo, aunque mesurado, con respecto a los avances en materia de paz: el Acuerdo de Paz con las FARC en 2016, los diálogos en marcha con el ELN, y se refieren también al Acuerdo de Santa Fé de Ralito con las AUC, en 2003. Ya se empieza a sentir un resurgir en la región, ellos lo dicen.

Historia de violencia

Los primeros religiosos en llegar fueron los Jesuitas en 1661, según dice en el monumento central del parque principal de Tame. Después llegaron otros, los Vicentinos, los Agustinos recoletos, según relata el sacerdote Heiler Arvey Giraldo Caballero, vicario de la parroquia Cristo Rey, de Saravena, quien describe con minucia la historia violenta de la región.

Desde hace cuatro siglos, los sacerdotes han fundado colegios y hospitales, y generado negocios de ganado y otros. Y han sido testigos de momentos cruciales de la historia colombiana. Conocieron en el siglo XIX a los lanceros que libraron, al lado de Bolívar, las batallas del Pantano de Vargas y del Puente de Boyacá, y vieron a mediados del siglo pasado cómo Guadalupe Salcedo, líder de la guerrilla liberal, nacido en Tame, firmó en Casanare la paz con el Gobierno de la época, conservador, en medio de la guerra bipartidista.

Los religiosos son parte de la vida llanera, aunque hayan nacido en otros lados. En la Diócesis hay paisas, boyacenses, bogotanos, que han laborado en la región por más de 30 años.

Desde la década de 1980 estos líderes religiosos han aguantado amenazas, secuestros, asesinatos, pipetas de gas que explotaron sobre sus casas parroquiales y templos religiosos, han gestionado liberación de personas, han recogido cadáveres, han sentido restringida su posibilidad de circulación, han protegido a la comunidad, a su manera, y han sido facilitadores de diálogos con los grupos armados en la región.

Frentes guerrilleros de las FARC y del ELN y paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) fueron llegando en distintos años a la región para causar terror y dolor a todos los pobladores.

Las FARC llegaron en 1978 con no más de 20 combatientes e hicieron su primer ataque violento en Fortul a principios de los 80, matando a varios policías. Poco después, el ELN tomó fuerza en Saravena y atacó el caserío Toyes, donde también murieron policías.

Otros factores exacerbaron la violencia: uno fue el boom petrolero que empezó en 1983 al ser descubierto el pozo Caño Limón y al ser construido el oleoducto, del mismo nombre, que desde ahí va hasta Coveñas (Sucre, en la costa Caribe). Esa fiebre petrolera atrajo a miles de personas y los grupos armados ilegales reclutaron gente, atacaron la infraestructura, extorsionaron a las empresas que se establecieron. Luego, llegaron el narcotráfico, que quiso aprovechar ese corredor estratégico fronterizo, y los cultivos de coca, que ya hoy no existen.

Los enfrentamientos de grupos ilegales con las Fuerzas Armadas constitucionales eran constantes y, como si faltara más zozobra, entre  2004 y 2010 las FARC y el ELN se sumergieron en una disputa territorial. Dicen los sacerdotes que cumplieron una insólita labor de mediadores entre los dos grupos para evitar más derramamiento de sangre.

A partir del año 2000 ingresaron miembros de las AUC y conformaron el Bloque Vencedores de Arauca, con lo que la incertidumbre llegó al tope. Todo el mundo podía ser acusado de informante, por cualquiera de los grupos. Aumentaron las muertes.

Tantos años de violencia trajeron como consecuencia que las familias salieran de las zonas rurales y llegaran a las cabeceras municipales donde se evidenció la pobreza.

Hoy, lo reconocen los curas, el Acuerdo de Paz entre el Gobierno Nacional y las FARC ha calmado un poco la situación. Pero expresan mesura porque el ELN aún quiere mostrar poder en medio de los diálogos con el Gobierno, y hay presencia de disidentes de las FARC y de bandas criminales en la región.

Su propio calvario

Dice el padre Deyson Mariño, párroco de La Medalla Milagrosa en la ciudad de Arauca, que a la vez trabaja en el Sistema de Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo, que si no fuera por la violencia, la cantidad de sacerdotes en la Diócesis serían alrededor de 100 y no 53 como ahora.

Muchos se han desplazado, como los ocho que fueron amenazados y tuvieron que irse a otras ciudades del país tras la muerte del obispo Jaramillo -que fue secuestrado y encontrado muerto, con signos de tortura, un día después, en el mismo sitio donde lo obligaron a bajarse del carro en el que iba con otras personas-.

Otros soportaron inesperadas afrentas. Fue el caso del padre Israel Antonio López Duarte, párroco desde el año 2000 de La Inmaculada, en el municipio de Puerto Rondón, quien expresa temor por contar estas historias. Una vez, lo amarraron por ocho horas porque fue a hablar por un muchacho al que un grupo armado pensaba matar por considerarlo informante. El cura les explicó que el papá del joven tenía una volqueta y a veces lo presionaban miembros de uno u otro grupo para que les transportara cosas. Los ilegales decidieron entonces amarrarlo mientras iban a comprobar la veracidad de la historia.

Le sucedió aún más: “Hubo unas tomas en Puerto Rondón y terminó afectada la casa cural, el colegio -del que es rector-, y la casa de las hermanas misioneras; asesinaron demasiadas personas, mucha gente salió del pueblo, por los caminos tuve que recoger a mucho muertos y llevarlos a campo santo y muchas veces enterrarlos yo como NN, una vez recogí a un señor decapitado”, relata.

Un día, cuando salían los estudiantes del colegio, llegó el Ejército y luego la guerrilla y a causa de las bombas lanzadas en el enfrentamiento murieron dos personas de la comunidad que iban a recoger a sus hijos. Él admite que muchas veces “no sabía qué hacer”, a pesar de que habló con integrantes de las FARC, del ELN y de las AUC.

Motivos para tener miedo surgían por doquier. “La gente me decía ‘Padre, ¿qué hago?’, porque un día llegaban las FARC y les tenían que dar de comer, otro día llegaba el Ejército y lo mismo, otro día los elenos, mucha gente perdió la vida por eso o se fueron del pueblito”.

Sin embargo, hoy el padre Israel siente que hay un resurgir tras el acuerdo de paz: “Los niños han vuelto al colegio, empezamos a reconstruir, antes éramos un pueblo fantasma, nadie iba, ahora la gente está yendo”.

Otro momento de calvario vivió el padre Manuel González Cifuentes, hoy párroco de Nuestra Señora de La Candelaria, en el municipio de Chita (Boyacá).  En 1998, ejercía su labor en Puerto Rondón y sobrevivió 12 horas a una toma guerrillera de las FARC en pleno Domingo de Pascua.

Las pipetas de gas caían sobre la casa rural y la iglesia, ubicadas al lado de la Estación de Policía, y él se mantuvo entre 7:30 de la noche y 6:30 de la mañana, debajo de los escombros, orando, leyendo la Biblia y escuchando música llanera en una grabadora. Todo el pueblo pensó que había muerto y él dice que ni siquiera sintió miedo.  “Por primera vez ensayaron las famosas rampas con los cilindros explosivos. Varios explotaron. Por gracia de Dios estoy vivo, libre y en paz. No lo puedo explicar, pero no me dio miedo. Pasé la noche con la boca bien abierta para evitar que la onda explosiva me reventara los oídos o la parte interna, y no sufrí ni un rasguño”. 

Después, dice, sentía zozobra cada vez que algo sonaba duro, vivió en distintas casas hasta que pudo reconstruir todo, y daba misa en un kiosco del parque. Les preguntó a las FARC por qué habían hecho eso y solo le dijeron “así es la guerra”.  Había que acostumbrarse. Un año después de reconstruida la iglesia, entró el ELN y la volvió a destruir.

Guerra es guerra y los señalamientos pululan. Al padre Manuel los paramilitares de las AUC lo consideraban amigo de la guerrilla por defender a los campesinos. Desde que llegó ese grupo el abuso a los campesinos empeoró, dice. “Encontrábamos personas descuartizadas por los caminos”, cuenta.

Una víctima más fue el padre Luis Teodoro González Custara, quien lleva 28 años de vida sacerdotal en la región, ha sido párroco en Chita y en Saravena, fue director de pastoral social en Arauca y hoy es delegado por la paz y la reconciliación en la región.

En el año 2002 fue secuestrado durante cuatro días junto a otro sacerdote y algunos alcaldes, diputados y concejales. “Fue un secuestro político para llamar la atención, pedir mayor inversión en la región al Gobierno Nacional”. Intervino el Gobierno, la Conferencia Episcopal y hasta el Papa Juan Pablo II pidió la liberación.

El vicario general, padre José María Bolívar, segundo en la jerarquía de la Diócesis después del obispo, dice que en los 35 años que lleva trabajando en la región nunca ha sido amenazado, pero ha sentido la situación de la comunidad y dice que la labor de la iglesia sí se ha limitado por la violencia.

“El miedo crea un freno. Esta región es misionera y había mucho dinamismo: salidas a las veredas, visitas a las familias, pese a la falta de vías; pero con el miedo el trabajo queda reducido a poblaciones grandes, a los templos parroquiales, entonces disminuye la catequesis, la preparación de los sacramentos, los encuentros para la celebración de la fe. El conflicto armado afectó el dinamismo cristiano y de la región”, explica, mientras insiste en que, pese a todo, siempre han estado comprometidos con la reconciliación y el perdón.

Esperanza y alegría

Con la autoridad que le da el ser facilitador de paz en la región, el padre Teodoro González habla con un optimismo moderado sobre el Acuerdo de Paz con las FARC. “Saludo el Acuerdo para que haya perdón, reconciliación e inversión social. Ojalá que, como hasta el momento, se siga cumpliendo, pero no deja de haber muchos interrogantes”.

Sobre los diálogos con el ELN, afirma: “Soy optimista pero eso se demora, ellos dicen que no se levantarán de la Mesa porque quieren la paz. Confió en que cada día en el país la paz sea más completa”.

Hoy, estos curas, esperanzados en los acuerdos de paz y en las noticias que han recibido en las últimas semanas, encuentran más razones para hacer resurgir el dinamismo de la Iglesia Católica y mantener los espacios de regocijo. En la noche del tercer día de jornadas académicas en el Centro de Retiro Betania, los sacerdotes de la Diócesis de Arauca realizaron un ‘Encuentro de la Alegría’ en el que tocaron acordeón, cantaron, rieron. Viven una realidad menos dura. Saben que los vientos de paz ayudarán a meter más el balón de la paz en el arco del conflicto armado.  Escudados con su fe, están seguros de que la violencia no puede reinar como Dios, por los siglos de los siglos. Amén.